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Pseundónimo: Caufree


Caufree vio la luz hace 45 años en CDMX, aunque fue Cuernavaca el lugar que le brindó la sensación de anclaje mientras crecía en aquella lírica atmósfera morelense. Dado a la fantasía desde temprana edad, no tardó en volverse en un ávido lector de historias, para después convertirse en Escritor de ellas.  Regresó a CDMX para estudiar Antropología Social, tras lo cual se enfocó en un largo periodo laboral como agente de campo especializado en la vivencia etnográfica del otro.
 
Tras muchos y variados periplos en el arduo mundo laboral mexicano, Caufree regresó a su vieja Cuernavaca para concentrarse en su desarrollo como escritor de historias fantásticas. Ha colaborado en publicaciones virtuales como IWey Radio, NotiGoya y con la Editorial Voces Indelebles.
 
 

CARLOS AUGUSTO FREEMAN CABALLERO -MÉXCO-

La balada de Veleria y Ferninando
 
 
Veleria despertó en la estancia fría y gris con un sobresalto. Estaba acostada boca arriba sobre un sillón sucio, envuelta a medias por una delgada sábana. Durante un momento no supo dónde se encontraba. Parpadeó varias veces. Poco a poco, los recuerdos de la noche anterior empezaron a volcarse en su mente; imágenes desordenadas y confusas. Muchas de ellas, horribles y humillantes. Una gruesa lágrima resbaló sobre su mejilla. Empezaba a acostumbrarse, pensó con desconsuelo, a que la mejor parte de sus días fueran aquellos segundos previos al recuerdo de la noche anterior.
 
Hizo a un lado la sábana llena de licor y secreciones humanas, mientras olía con asco el intenso aroma que odiaba, aquella loción insoportable. Volteó a su alrededor con avidez, tras lo cual suspiró con alivio. Por fin estaba sola; la Bestia había partido.
 
De acuerdo a la luz que se filtraba a través de las cortinas oscuras, calculó que había pasado el mediodía. Se levantó con dificultad y caminó desnuda hacia el pequeño baño, al fondo de un pasillo largo que cruzaba la estancia. Se dio un baño con agua fría, mientras limpiaba la sangre seca que tenía pegada alrededor de su boca y su vagina. Su ojo derecho estaba hinchado y morado, producto de un certero puñetazo. Se miró al espejo.
 
“¿Quién es esta mujer tan derruida?”, preguntó una voz en su cabeza. “No la reconozco, pero puedo sentir una pena profunda en su pecho.” Aquella voz trajo paz al rostro de Veleria, quien se sumergió en aquella imagen.
 
Por largo rato se cobijó en aquel espacio reducido y húmedo que era su reflejo, mientras se hablaba a sí misma con ternura. Poco a poco, la Veleria en el espejo comenzaba a reflejar una expresión menos atormentada. Con calma, se echó encima sus ropas de toda la vida y por un momento, se sintió un poco más Veleria. Antes de salir al pasillo, un brillo en su mirada se reflejó en el espejo, y un escalofrío recorrió su cuello. Cerró los ojos y salió del baño.
Atravesó el pasillo y la estancia con su andar felino, casi deslizándose sobre el suelo, en total armonía metafísica. Entró flotando en la cocina y se hizo un café con leche que le despejó un poco la mente. Regresó al sillón de la sala con su taza humeante, y sacó su teléfono; ordenaría la comida para los siguientes días, mientras tomaba su desayuno. Sin embargo, cuando desbloqueó el aparato se quedó paralizada, como si un relámpago de hielo la hubiera atravesado desde su cabeza hasta los dedos de sus pies y manos. Era 11 de octubre; el día anterior había sido su cumpleaños. La casa había estado llena de gente y de fiesta durante la velada, pero nadie la había felicitado por su día. Nadie, en verdad, lo había recordado. Ni siquiera ella.
 
El 10 de octubre era la fecha en que Veleria llegó al viejo orfanato “Oración de Querubines” del pueblo de Villa Olvido. Un guardia franciscano la había encontrado en las agrestes llanuras bajo el cuidado de una loba de ojos amarillos, por lo que la llevó al orfanato, donde las monjas residentes la recibieron con recelo, pues su humor las inquietaba. Llegó envuelta en trapos viejos desteñidos, sin ropa, sin nombre y sin pasado, y esas tres carencias la dotaron desde entonces de una fuerza invisible pero contundente que a veces brillaba en los reflejos de las fuentes y en las jarras de cobre pulido, como si el mismo universo intentara compensar con un poder fuera de toda lógica todo lo que a aquella niña le había negado. Pasó el tiempo y la pequeña niña loba se aferró a la vida. Pronto llegaron sus primeros pasos, que fueron seguidos de cerca por sus primeras palabras. Vivió su temprana infancia retozando entre atrios empedrados y claustros abovedados, hasta que un sacerdote con alma de trovador,  le había dado el nombre de Veleria, en honor a los cantos de la antigua Beleriand.
 
Cuando se cumplieron cinco años desde su arribo al orfanato, le fueron reveladas las circunstancias de su admisión. La vieja monja Fabioletta, quien era anciana y dura como una roca,  la condujo a los archivos y le mostró la foja que le correspondía. Adentro, un solitario folio guardaba la única información que tenían de ella: “Niña. Llegó un 10 de octubre.” Entonces, supo que estaba sola en el mundo y que nada le pertenecía. Ni siquiera su nombre, pues este era posesión de los sueños olvidados de viejos poetas. La misma Fabioletta le anunció: “No eres nadie, niña. Tampoco tienes nada.” Pero Veleria no aceptó eso. Miró una vez más su folio y decidió que aquella fecha, el 10 de octubre, era lo único que poseía. A partir de ese momento, el 10 de octubre sería su cumpleaños, su propio día, y aferrándose a esa posesión, se rió en la cara obtusa de Fabioletta.
 
Desde entonces, todos los años habían traído consigo su día, y ella, en su fuero interno, los había festejado todos, principalmente a partir de su décimo cuarto aniversario, cuando escapó del viejo orfanato burlando la vigilancia de la arcaica Fabioletta. La vida después del orfanato fue terrible, siempre. Aún así, Veleria nunca dejó de celebrarse cada 10 de octubre, algunos años en compañía, la mayoría en soledad, pero en todos agradecía estar viva a pesar de todo. Todos los años, excepto aquel.
 
Recordó entonces el 10 de octubre de un año atrás. Deambulaba por las calles oscuras que flanqueaban el mercado de Villa Olvido, cuando vibró su celular dentro de sus ropas. Era su jefe, el Sargento Violante Agressio en persona. Le había llamado para ofrecerle trabajo en su nueva agencia de seguridad cortesana. Recordó lo contenta que se había sentido cuando supo que por fin dejaría el saqueo de granjas y carpas abandonadas para convertirse en la ama de llaves de una casa de seguridad. Veleria había sentido como si el Sargento la estuviera premiando, reconociendo el buen trabajo que hacía, mostrando que confiaba en ella. Quizá hasta evidenciando su amor por ella. Aquella llamada, recordó, había sido el mejor regalo de cumpleaños que jamás había recibido. Una risa involuntaria se atravesó en medio de aquel recuerdo, una risa tan súbita como breve, pues de inmediato se transformó en tristeza.
 
Un año había pasado desde aquella llamada; un año trabajando directamente para ese hombre a quien había entregado su corazón. Cerró los ojos, molesta consigo misma, le rompía el corazón haber olvidado su día en la víspera. Se sentía vacía y frágil. A la deriva, como los años que había vivido en Oración de Querubines. Se sentía, al mismo tiempo, envejecida y consumida, sin sustancia, como si pesaran en sus hombros décadas de lucha cruel e inhumana. “Tonta, Veleria”, se dijo mientras apretaba los puños. Se levantó, y fue como si todo el mundo se tornara cuesta arriba.
 
Ordenó la comida sin hambre y limpió la casa sin esperanza. Había dejado de deslizarse con aquella gracilidad felina. Ahora sus movimientos eran fríos y mecánicos, como un pesado molino de viento pudriéndose en el estío. Entonces, por un breve momento, alcanzó a ver una vez más su reflejo en la superficie cromada del calentador de agua, y una vez más, se sobresaltó presa de un terrible desasosiego. No era Veleria quien ahí se asomaba con una sonrisa malévola y cruel, levantando el dedo índice frente a su rostro. Fue una visión horrenda y desenfocada. Un terror frío recorrió su cabeza y atravesó toda su espalda como un relámpago.
 
Su teléfono vibró en la bolsa trasera de su pantalón, trayéndola de vuelta a la realidad. Era un mensaje de voz del Sargento. La voz era fría y autoritaria, desprovista de toda luz: “Veleria, necesito que subas y le des una calentada al señorito. Quiero que lo lastimes y le saques varias fotos; quiero que su madre reciba imágenes de su hijito con sangre en su cara mientras ella eructa su cena millonaria. Quiero que su padre, el Duque Finoletti, defeque encima del escudo de armas de su familia al ver las lágrimas de su heredero mezcladas con su sangre y su saliva, ¿me oíste? Hazlo sangrar, hazlo sufrir. Apúrate.”
 
La voz de Agressio sonó como un rugido que lastimaba algo dentro de ella. Rápidamente, hurgó en su maleta en busca de una pesada  macana y una afilada navaja de barbero. Se paró a los pies de la escalera sin atreverse a subir; la segunda planta le causaba un terror desesperado. Un nuevo mensaje de voz la sacó de dudas: “Necesito esas fotos rápido, chingadamadre.
 
Veleria cerró los ojos con fuerza, buscando la entereza necesaria para subir, pues de daba horror el verdadero negocio del Sargento Agressio. Respiró profundamente, se persignó en nombre de los santos querubines y subió las escaleras. El reguetón se escuchaba cada vez más fuerte conforme se acercaba al último cuarto del pasillo. Abrió la puerta. Las canciones retumbaban en el cuarto con estridencia. Agressio lo había ordenado así; lo había aprendido durante su entrenamiento en la milicia clandestina: estrategias de tortura pasiva, destinadas a afectar la percepción del tiempo y la realidad de las víctimas. Afectaba también su consciencia, su orientación y su ánimo. Sin embargo, Veleria no lo soportaba. Se dirigió al aparato y lo apagó, y un zumbido persistió en sus oídos por varios minutos.
 
Volteó y ahí, sobre la alfombra, yacía un joven fuertemente amarrado con cables de luz que lastimaban sus muñecas y sus tobillos. Una gruesa y apretada tela totalmente mojada, cubría sus ojos.
 
-¿Hola…?-, murmuró el prisionero. -¿Quién está ahí? Por favor, no me hagan daño-, suplicó, mientras se echaba hacia atrás sobre sus piernas dobladas. -Ayúdame, por favor. Dime, ¿cuánto tiempo llevo aquí?-
 
-Tranquilo, señorito.-, dijo Veleria. -Ey, ¡suéltame!, burguesito. Mira nada más qué cochinero hiciste.-
 
-Perdón. No me han dejado ir al baño en muchas horas… Perdóname, por favor-, suplicó el joven. –Ayúdame. Me llamo Ferdinando; no sé qué es lo que piensan que hice pero soy inocente, te lo juro. No he hecho nada malo. ¡Ayúdame, por favor!-
 
-Oh, ¿en serio? ¿Crees en verdad que eres inocente?-, preguntó entonces Veleria, irritada. De pronto. Atrás habían quedado Un brillo de hambre recorrió sus ojos. –No lo eres, niño.-, y al decir esto comenzó a toquetear el cuello y el pecho del joven. -¡Nadie es inocente!, ¿entiendes? ¿Acaso mis padres son inocentes por haberme abandonado siendo una bebé?-
 
-¿Qué? No, para nada…-, respondió Ferdinando, extrañado de pronto. -¿Qué haces?, ¿Por qué me tocas así…?- murmuró, dominado por un terror ciego.
 
-¿Es inocente la monja Fabioletta por haberme llevado a la cama del sacerdote Robio cuando apenas tenía 7 años? ¿Es inocente tu familia por tener tanto entre una sociedad que tiene tan poco?-, seguía preguntando Veleria, fuera de sí, y sus manos tocaban ahora la entrepierna de Ferdinando. Con cada pregunta, el calor de sus mejillas se incrementaba, las palabras se convertían en alaridos, los roces se tornaban en rasguños, los toqueteos se intensificaban. Su boca jadeante expulsaba una pesada saliva traslúcida.  
–Tú mismo, Ferdinando. Llevas casi dos días aquí, maniatado. No obstante, luces tan… apetitoso. Dime, ahora. ¿Dónde está la inocencia en eso?- gruñó,  y aquella ya no era su voz, sino un rugido ronco y gutural.
 
Por un momento, sus miradas se encontraron; En un momento, Ferdinando se quedó callado y dejó de resistirse, preso de un pavor que paralizaba su cuerpo. La Bestia había emergido, y ahora tomaría a su presa.
 
Después, ambos yacían desnudos sobre la alfombra, con la respiración agitada. Había sido un acto lleno de furia y de vértigo que dejó exhausto a Ferdinardo, aunque también profundamente satisfecho, como nunca en su vida se había sentido. Poco a poco, la respiración de Veleria se fue tranquilizando. Se incorporó después de nalgear a Ferdinardo, mirándolo fijamente.
 
-Yo misma, Ferdinando. -, dijo, recobrando su respiración. -¿Soy acaso inocente por haberte hecho mi perra?-, preguntó con una sonrisa, y salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí. Regresó a la sala, de nuevo desnuda, de nuevo confundida.
 
-Nadie es inocente.-, dijo en voz alta. –Ni tú, ni yo, Ferdinando.- Entonces, levantó la mirada, concentrada como un láser poderoso. –Tampoco tú lo eres, Sargento. ¡Tú, menos que nadie!-, gritó, y un nuevo impulso se apoderó de ella.
 
Horas después, Veleria tuvo un momento breve de conciencia, como una luz repentina y enceguecedora. El Sargento Violante Agressio resoplaba en medio de su propia sangre.
 
-P-por fav-favor…-dijo Agressio, apenas en un susurro. –Estás mat-matánd-dome…-
 
-No-, respondió Veleria, tranquilamente -No estoy matándote, Sargento; estoy desapareciéndote, deshaciéndome de ti de una vez por todas. Nada quedará de tu cuerpo, y sólo terminarás siendo una historia de horror que nadie recuerda. Al final, ni siquiera quedará el odio que sembraste, ni el inmundo olor de tu loción asquerosa. Tal será tu final.- su voz sonó como el aullido de un animal feroz en el oído del Sargento.
 
-Levanta la cara, ahora. ¡Levanta la cara, te he dicho!-, su grito sonó destemplado y malévolo. Se detuvo entonces, con los ojos desorbitados  y la respiración agitada. De pronto, en el cuarto sólo se escuchaban los últimos ecos de Agressio. Por un segundo, Veleria espió a través de aquellos ojos amarillos. Se sintió mareada y apretó los ojos. No quería abrirlos, pero finalmente lo hizo. Un solo vistazo la hizo vomitar.
 
“Veleria, abre los ojos.”, la voz resonó en los contornos de su mente. “¿Quién es esta mujer, que ha convertido al Sargento en una masa palpitante en el suelo, sin forma reconocible? Tiene una mirada de loca; me da miedo”, había dicho una voz al interior de su cabeza.
 
Entonces, en ese momento, algo se rompió en su interior. Cayó de rodillas al suelo, sobre una gran mancha de sangre oscura. Su respiración se calmó Lentamente. Minutos después, sacó unas fotos con su teléfono de lo que alguna vez había sido el cuerpo de Violante Agressio. Las mandó al número de los Duques Finoletti, los padres de Ferdinando, a quien había liberado horas atrás.
 
Veleria se levantó y descargó un fuerte zarpazo sobre el estéreo, callando así la odiosa música. Después, bajó las escaleras y se dispuso a dejar ese lugar. Metió algunas pocas prendas en su mochila, mientras escuchaba una voz que parecía la suya pero que al mismo tiempo no lo era.
 
“¿Quién es esta mujer, en cuyo reflejo habita una Bestia terrible y despiadada?”, se preguntó. Resopló a través de sus húmedas escamas y salió a la calle, internándose en la oscuridad.
El viento nocturno azotaba su cara deforme, moviendo las púas de su cuello. De pronto, su teléfono vibró en su pantalón y fue una pequeña y pálida mano la que se estiró para sujetarlo. Era un mensaje de Ferdinando.
 
“¿Te veré de nuevo alguna vez, Veleria?”
 
Volvió a sentir el sabor del joven y varonil heredero en su lengua, y una sonrisa iluminó su rostro.
 
-No fue un mal cumpleaños, después de todo.-, se dijo y se internó en la campiña solitaria, perdiéndose en medio de la noche.