DIEGO ALVARADO PACHECO -PERÚ-

 

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PÁGINA 34

TRANSFIGURACIÓN LITERARIA o
el hombre que narra en la cara oculta de la luna

 

 

―Es imposible.
Frente a este problema una medida extrema fue pasar buena parte de la noche despierto, lo cual me garantizaba caer rendido al atardecer del día siguiente. Así empezó mi nueva rutina. Soy profesor en una escuela regular. La salida es a las cuatro de la tarde. Demoro una hora en llegar a mi cuarto del centro de Lima. Me cambio de ropa y salgo a las seis en punto. Me dirijo a la calle o parque que he elegido ese día. Estando allí tengo una sola misión durante las próximas seis a ocho horas: mirar partes del cuerpo de los transeúntes. Si, exacto, sin pudor ni explicaciones. Lo importante que deben saber es lo que realizo y mi descubrimiento. Pero bueno, entiendo que seguir sin alguna explicación podría confundirlos. ¿Qué significa ver partes del cuerpo de los transeúntes? Acaso soy un cínico fetichista. No. Hablo de ver partes del cuerpo, pero sin aislarlos de su unidad, apreciar al detalle su dimensión física y sensual, e incluso algo más, aquel es mi propósito.   
Ahora bien, desde hace meses me desconcierta los hombres y mujeres que pueden alcanzar la obsesión o fijación, no soy psicólogo así que me tomo la licencia de la imprecisión o ambigüedad en este tema, respecto a alguna parte del cuerpo ajeno o incluso propio. Si quería estudiar este fenómeno con la rigurosidad de un investigador, pero sin profanar la ciencia, mis conclusiones jamás verían la realidad académica fuera de una historia psicótica como “La cabellera” de Maupassant o un relato esquizofrénico al estilo “El corazón delator” de Poe.  
Mis largas y parsimoniosas marchas por calles que no conocía y que tenían nombres ignorados por mi ilustre lista de personajes que merecen tal distinción. Me sentaba en un lugar que no despertara sospecha. Veía a los transeúntes que se dirigían a sus trabajos; adolescentes agrandados que caminaban con aires de pareja con experiencia en el sexo o la convivencia marital; mujeres de plena consciencia de su feminidad, no tengo porque ocultarlo, atraían mis sentidos.
 
Esa noche me tocó el estudio de cuellos y clavículas. No le vi gesto alguno porque su rostro era una distracción en mi visión focalizada. Recuerdo que iba arrastrando un vehículo de chatarra que en verdad resultaba ingenioso en su diseño y utilidad. Un coche de bebé acondicionado con una plataforma superior, parrilla que lleva los carritos de supermercado, y dos tachos incrustados en sus partes laterales. Este personaje era un reciclador, pero su vestimenta, un abrigo roído y un pantalón despintado, mostraba cierto aliño, hábito propio de quien se pensó relevante alguna vez. Sus hombros encorvados delineaban un flagelado espíritu. Separaba las piernas con resignación. Su altura era menor a la mía, aunque su postura le restaba centímetros. Así como podía tener menos de cuarenta, lo más seguro es que estaba cerca a los cincuenta años.
 
En su cuello brillaba una cadena de plata, y podía jurar que tenía la letra D. Lo había empezado a seguir minutos antes, una acción que solo realizo cuando deseo registrar alguna peculiaridad del ejemplar con mayor detenimiento. Lo vi cruzar una vereda a desnivel, salto junto a su coche y observé ese detalle. No me quedaba duda: yo había sido el dueño de esa cadena.
 
Caminamos por avenidas donde el tráfico era caótico; decenas de hombres y mujeres eran el público de un concierto de bocinas y gritos destemplados. A diferencia de otras ocasiones, lo seguí sin pudor, anhelando contemplar en exclusiva esa humanidad oculta entre su ropa harapienta y las sombras de sus gestos. Me propuse verle el rostro, pero llevaba una chalina que le tapaba hasta la nariz. Llegamos a Plaza Norte a la medianoche, y me sorprendió que la seguridad lo dejara entrar, incluso noté una actitud de respeto hacia él. Quizá ver un personaje tan singular, con un abrigo que alguna vez fue elegante y un pantalón que en otra década se usó con decencia, y unos guantes negros y sucios que cubren unas manos que conservan la delicadeza de alguien que las usó para escribir o enseñar. Recogió todo lo reciclable de las tiendas y restaurante, sin cambiar nunca de postura. Lo seguí hasta que llegó a su hogar: el terminal abandonado de Fiori.  
 
La cara que ven los transeúntes y coches que circulan por la concurrida avenida es solo el gran depósito abandonado de buses; junto a él un edificio de dos pisos con pilares circulares y grandes ventanales tiene su fachada a espaldas. En la noche, los orines de animales y hombres se esparcen como azufre del infierno, los postes de luz amarillenta se reflejan en los cristales rotos, y los muros vandalizados proyectan sombras que deambulan, ríen y fuman. A ese refugio bastardo se puede ingresar por un muro de ladrillos que estúpidamente debió servir como tapia de la escalera externa del segundo piso. Este hombre saltó por encima del muro, dejando su invento a los pies de la pared sin temor a un robo. Imité cada una de sus acciones y pude entrar sin problemas.
 
Caminé por la fantasmal recepción asumiendo que esa propiedad estaba reservada para solitarios como nosotros. La barra de registro maltrecha, los asientos incompletos, la suciedad, los olores nauseabundos, las luces de los postes que atravesaban intercaladas el suelo y los muros en un juego de penumbras y claridades doradas. Así llegué a una estancia con grandes ventanales polarizados que daba a la avenida. El hombre de espaldas, a quien debía pedirle una explicación sobre la cadena que pendía de su cuello, estaba junto a una cocina de querosene, vigilando el guiso que preparaba a la vez que admiraba la luna. Se había quitado la chalina, que servía ahora de cama a un gato. Comió de forma apresurada, aunque no sintió mi presencia. Seguía de espaldas, mirando el cielo con su disco incompleto y sin estrellas. La presentación no podía esperar más. Me acerqué lentísimo. Sus cabellos largos se veían recién humedecidos, su perfil mostraba una nariz larga y aguileña, sus labios eran anchos y carnosos, su barba engrosaba sus mejillas delgadas y sus ojos se mantenían inmóviles. Al ver su rostro plenamente, quedé impávido. Aquel era yo. Me había introducido en aquella dimensión que hace tangible la otra cara de nuestro ser. Quise decir mi nombre y no me brotó sonido humano. Él empezó a narrar. Su voz, que reconocí mía tras ocasos y pérdidas de una vida infausta, era grave, pausada y solemne, extirpada esa nasalidad que siempre me caracterizó, entonces dijo: “Hilder, nombre nefasto, hombre sin dudas, ser proveniente del mundo platónico, forma de la que han surgido todos los personajes desafortunados de las mil y una historias que se han creado en el tiempo… ¿Cómo escapó de la ficción? Nadie lo sabe. Lo que sí sabemos es porque después de tantas lunas seguimos narrando su historia…” Lo que escuchaba era la versión ideal de un cuento que hace muchos años escribí en tono de epopeya homérica. Mi otro yo no me soñó tan siquiera una vez, en cambio, yo había creado toda su vida como el sello de una moneda sin valor. Al fin me propuse hablarle, pero de un salto se puso de pie. Observé en su triste mirada ese dolor que todos sufrimos en vida: el acto imaginario de enaltecer a los que amamos, pero que nunca sucede en la realidad. De pronto, pasó de la contemplación a un ritual nocturno que cumplía dicha promesa. Exclamó: “En este momento, soy el hombre más dichoso y honrado. No por este reconocimiento, y lo digo con el mayor respeto. Desde hace mucho, quizá veinte años atrás, sé que el mayor dolor para un hombre como yo no es ser un don nadie y jamás haber recibido laureles literarios. No. Lo más insoportable para un don nadie como yo es el haber reprimido durante toda mi vida el agradecimiento invalorable hacia todos los seres que me han otorgado humanidad; tener las palabras mas no la potestad de convertirlas en un discurso digno. Hablo de mi madre, el corazón de la ilusión. Mi padre, puntual como el amanecer y sacrificado como el ocaso. Ella, maternal y recta, virtudes de una hermana mayor y una reina. A todos los familiares, amigos, enemigos, consejeros, críticos, difamadores, bromistas, maliciosos, cándidos… Solo puedo entregarles estos versos que seguramente olvidarán, pero que trazan la imagen más precisa de mi ser”.
A nuestras espaldas, sobre el muro estaba escrito con letras blancas:
Soy el genio oscuro, invisible del universo,
Y si algo de luz ves sobre mí
Es que me hecho una capa estrellada
con retazos de cielo
dejados
por los ángeles que han pasado por mi vida. 
Al concluir la última palabra, este hombre, que era yo sin dudas, se hizo resplandor. Esa noche estuve frente a él, sin miedo ni lógica, solo para verlo convertirse en una forma de mi porvenir. Se produjo la transfiguración de mí por él, de la realidad por la ficción.
***
Es cierto que he escrito este cuento, sea con verdades de hechos o sueños, con la recóndita intención e insoslayable destino de crear (o ver) a ese hombre que soy yo, en una realidad absolutamente mía, en donde su figura, su voz y sus historias son reflejos de mi ser. Puedo ponerle fin a mi búsqueda de tantos años porque he hallado al hombre que antes me visitó una noche, cuando solo había disfrutado de ocho veranos, y me dio las primeras palabras que escribí y la clave de mi propia salvación.  
 

Seudónimo Sulvedú.

 
Escritor, guionista y docente.
 
Bachiller de Literatura por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
 
Ha publicado poemas en diferentes blogs literarios y antologías virtuales.
 
Sus relatos se encuentran en diversas antologías digitales e impresas: 
 "Punto de encuentro" y revistas digitales.   "Primera Página".
 
Prepara su primer libro de cuentos Sci-Fi titulado Lima, ciudad abierta.