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GÉNESIS GARCÍA -CHILE-

Génesis García (Chile, 1990) es historiadora, bibliotecóloga y escritora. Su pasión por la literatura nació entre las novelas de segunda mano que su padre compraba a granel y que la sumergieron en un mundo de fantasía del que nunca pudo escapar realmente. Pueden encontrar sus relatos en revistas literarias como Anacronías, Teoría Ómicron, Anapoyesis, Especulativas, Laberinto de Estrellas, El Nahual Errante, Licor de Cuervo, Interlatencias, Trinando y Primera Página (entre otras), así como en el podcast de la revista Cósmica Fanzine. Su trabajo ha sido publicado en diversas antologías a lo largo y ancho de Latinoamérica y España y la ha hecho merecedora de varios premios literarios tanto en Chile como en el extranjero. Sus obras mezclan eventos históricos y ficción, entretejiendo así sus dos pasiones: literatura e historia. Géneros como el terror, el horror, la fantasía y la ciencia ficción poco a poco se han colado en su estilo, llevándola a decantarse por un mundo más oscuro y hostil en el que hay pocos finales felices y se puede encontrar los más oscuros y profundos secretos de la psique humana y sus límites. Actualmente se desempeña como tallerista, entregando a niños y jóvenes herramientas que les permitan expresarse y desarrollar sus habilidades.
 
Max Barnes, detective literario
 
– ¿Señor Barnes? – la cabeza de una mujer joven se asomó por el resquicio de la puerta y Max alzó la vista de su periódico, pidiéndole que se acercara con un gesto.
Había perdido la noción del tiempo y olvidó completamente la visita de la mujer esa mañana. Maldijo entre dientes mientras la desconocida entraba a su oficina, y él dejaba su diario a un costado y apagaba su cigarrillo contra el cenicero, intentando acomodar un poco su apariencia. Se acercó rápidamente y salió a su encuentro, forzándose a poner su mejor sonrisa.
– Le ruego que me disculpe, señora…
– Anderson. Lorraine Anderson– se presentó, extendiendo una mano pequeña y con un enorme anillo de compromiso hacia él. Max la estrechó y recogió la pila de libros que tenía sobre la silla para ofrecerle asiento.
– Le pido perdón por el desorden, señora Anderson, pero, estas últimas semanas han sido un caos…– se excusó, haciendo un torpe esfuerzo por acomodar su oficina.
Recogió con prisas algunos libros del piso y los apiló junto a su escritorio, notando que el esfuerzo era inútil cuando las paredes estaban cubiertas de libros de arriba abajo y ya no tenía espacio en los estantes para tantos volúmenes. De todos modos, movió algunas cosas por aquí y por allá y tiró disimuladamente las colillas acumuladas a la basura, antes de sentarse frente a su cliente con una sonrisa incómoda.
– Por favor, no se preocupe, detective. Entiendo que es complicado mantener el orden cuando tiene tantos casos…– comentó, y Max asintió, mirando los libros a su alrededor con aire pensativo. Sí, muchísimos casos.
               “Max Barnes, detective literario”, rezaba el letrero en la entrada y, aunque pueda parecer extraño el título, explicaba claramente a lo que se dedicaba. A diario, cientos de personas desaparecían sin dejar rastro y las familias, desesperadas, buscaban ayuda con las autoridades competentes: policías y detectives, como era lo lógico. En muchas ocasiones, sin embargo, la búsqueda resultaba infructuosa y entonces, los familiares desesperados decidían probar lo imposible y acudían a personas como él. Max lo entendía, y no los culpaba. Comprendía que era muy difícil que alguien pensara en buscar a sus familiares y amigos perdidos entre las páginas de sus libros favoritos. Pero, la fantasía es una herramienta muy poderosa cuando se trata de escapar de la realidad y cada cierto tiempo, alguien buscaba desaparecer del mundo real a través de los puentes y caminos que ofrece una buena novela y se perdían dentro de las páginas de un libro, sin dejar rastro. Las palabras los atraían, los atrapaban y luego los sumergían entre sus páginas como si se tratara de arenas movedizas, impidiéndoles volver a su realidad. Muchos comenzaban una nueva vida dentro de los libros y conseguían su final feliz. La triste mayoría, sin embargo, terminaban muertos o peor, por lo que era muy importante encontrarlos pronto.
               Y ahí era precisamente donde entraba él.
– Muchos casos, es cierto. El último tiempo he tenido más trabajo que nunca. Por alguna razón, los jóvenes buscan desaparecer con más frecuencia– explicó a la atribulada mujer. Ella asintió y sus ojos se llenaron de lágrimas ante la extrañada mirada del joven detective.
– El mundo no es buen lugar para chicos como mi Tommy…– reflexionó, abriendo su bolso para extraer una fotografía. Se la extendió con gesto triste y Max observó el rostro dulce de un chico de no más de diez años, con mejillas regordetas y gruesas gafas que sonreía a la cámara con gesto incómodo.
– ¿Su hijo? – preguntó y ella asintió, con un pesado suspiro.
– Sí… es mi único hijo. Su padre fue declarado perdido en acción en Okinawa y el ejército tardó dos años en dar con su paradero. Lo encontraron en un campo de prisioneros, moribundo e intentaron traerlo a casa, pero, Jim no soportó. Timmy estaba con él cuando murió y el pobre no ha podido superar su pérdida. Desde su muerte no ha hecho más que leer y leer en su cuarto, negándose a salir, con la nariz enterrada entre los libros. Ya no tiene amigos como antes y sus compañeros de clase se meten constantemente con él– relató y Max asintió, comprendiendo la situación.
               Era bastante común, más de lo que uno pudiera pensar. Las personas atormentadas por el dolor solían buscar vías de escape alternativas, incapaces de enfrentar sus emociones de otro modo. Algunos se hundían en el alcohol, otros en los excesos. Para un niño como él, huérfano y humillado por sus compañeros de clase, las historias debían ser el mejor modo (y el más accesible) para evadir la realidad. Los libros ofrecen posibilidades infinitas: un pequeño atribulado podía convertirse en un héroe de leyenda, un soldado famoso o en un vaquero en el Viejo Oeste; podía formar parte de la Mesa Redonda o ser presidente de una nación. Podía ser un rey o un villano, un dios o un monstruo: en su mente todo era posible. Y esa tentación era difícil de ignorar.
– ¿Hace cuanto desapareció? – cuestionó, abriendo una libreta para comenzar a anotar los datos del desaparecido.
– Tres días– replicó y Max asintió, garabateando con rapidez. “Tres días”, pensó, preocupado. “Demasiado tiempo”.
– ¿Y en qué libro cree usted que se perdió? – volvió a preguntar, curioso por saber qué clase de libros prefería el muchacho. Rogaba en su fuero interno que el chiquillo leyera cuentos infantiles y estuviese bien, durmiendo dentro algún tronco en el bosque o en la casa de los osos de Ricitos de Oro. Pero, incluso los cuentos infantiles revestían ciertos riesgos. La exposición es mortal y también los ojos…
– En este…– la mujer le extendió una edición de bolsillo de “El Señor de los Anillos: Las dos torres” y Max palideció. 
– ¿Pasa algo malo? – quiso saber la señora Anderson, nerviosa al ver su expresión. Max se maldijo en su fuero interno y negó, sopesando el libro entre sus manos.
– No precisamente. Pero, el universo creado por Tolkien es inmenso y, en este libro, el ambiente no es precisamente pacífico… – explicó, observando como el rostro de la buena mujer parecía deformarse por la preocupación.
– Oh, por Dios…– exclamó, cubriéndose el rostro con las manos y comenzando a llorar convulsamente. Max, incómodo, le extendió su pañuelo y carraspeó, llamando su atención. 
– Lo siento, señora Anderson, no es mi intención asustarla. Solo quiero que tenga en consideración que no será sencillo encontrarlo– “Si es que lo hago”, pensó– ¿Tiene alguna idea de cuál fue el último pasaje que su hijo leyó?
               La mujer asintió, nerviosa y apuntó hacia el libro, mostrando el viejo recorte de diario que hacía las veces de marcapáginas.
– Tommy dejó el libro marcado…– indicó y Max abrió el libro en el capítulo cinco, El caballero blanco. “Fantástico”, pensó, forzándose a sonreír para no asustar a la mujer que lo observaba ansiosamente. “El pobre chico está perdido en medio del bosque de Fangorn” – ¿Cree que podrá encontrarlo?
– No puedo prometerlo. Pero, sí puedo prometerle esto: haré mi mejor esfuerzo– ofreció, con sinceridad. El chico estaba sumergido en uno de los universos literarios más extensos y peligrosos de la literatura universal, en medio de una guerra funesta, rodeado de orcos, trols, magos, brujos y árboles parlantes. Pero, su madre le enseñó que la esperanza es lo último que se pierde y no se rendiría tan fácilmente – Le prometo que haré todo lo que esté en mis manos para traer a su hijo de regreso…
               Lorraine Anderson le dio las gracias efusivamente y salió por la puerta un par de minutos después. Max observó la puerta cerrada por unos minutos, cuestionando sus decisiones de vida antes de levantarse y preparar todo para ingresar al libro. Cerró la puerta con llave y cogió una ánfora con símbolos extraños de una repisa. El ánfora fue un regalo de su madre, quien ejerció la misma profesión por más de treinta hasta que uno de los monstruos de Lovecraft se la llevó para siempre. Alejando los recuerdos de su mente, se concentró en su trabajo y dibujó un amplio círculo de pólvora en el centro de su oficina. Ubicó el libro abierto en el centro del círculo y cruzó su bolso en el pecho antes de encender la pólvora. Las llamas, de un verde intenso, se alzaron muy alto llenando la estancia de olor a azufre. El olor desapareció picó en su nariz y sus ojos se llenaron de lágrimas, pero resistió con estoicismo mientras las páginas comenzaban a brillar con intensidad.
Era el momento. Tronó el cuello, dándose ánimos y saltó a lo desconocido, desapareciendo entre las páginas con rapidez. Cuando abrió los ojos, estaba sobre la suave hojarasca que cubría el suelo de un bosque enorme, oscuro y viejo, oloroso a hojas podridas y a tierra húmeda. La magia parecía chisporrotear en el aire y Max no pudo evitar permanecer muy quieto unos momentos, contemplando embelesado la creación de una de las mentes más brillantes del siglo XX. Fangorn era tal como lo imaginó, con líquenes colgando de las ramas gruesas y torcidas de los árboles, el aire pesado y limpio a la vez y un silencio inquietante en el que parecían escucharse los susurros de los árboles que se preguntaban quién era ese extraño surgido del aire. Max se puso de pie y abrió su bolso, extrayendo una vela que encendió con un chasquido de los dedos. No era un mago, ni mucho menos, pero una de las ventajas de entrar a una obra de fantasía era poder manipular la magia que se sentía en el lugar. La vela le mostró su oficina y observó con preocupación que la pólvora ya había consumido más de la mitad del círculo. Si la pólvora se consumía por completo, él y Tommy permanecerían atrapados para siempre dentro del libro.
               Sosteniendo la vela con fuerza entre sus manos, comenzó a caminar entre las raíces y los helechos, siguiendo el rastro del muchachito necio que decidió perderse en una de las novelas épicas más peligrosas del último tiempo. ¿Qué ocurriría si los Uruk-hai lo encontraban primero? ¿O si se perdía y terminaba en Isengard? ¿Lo confundirían con un espía o un hobbit? Caminó lo que parecieron horas, dejándose guiar por la luz de la vela, hasta que el sonido de unas voces lo detuvo. El eco del bosque distorsionaba el sonido, pero, comprendió que estaban más cerca de lo imaginado cuando escuchó las ramas quebrándose y el alboroto de una voz gruesa y profunda. Alarmado, se escondió entre los arbustos, esperando que no lo hubieran visto. Pero, no tuvo tanta suerte. Los ojos almendrados y brillantes del elfo se posaron sobre él y, antes que pudiera hacer nada, una flecha se clavó en el tronco junto a su cabeza.
– Sal de ahí, hechicero, puedo verte– dijo Legolas, en la lengua común; su tono amenazante. Un hombre alto, de ojos grises y cabello ondulado al que reconoció como Aragorn alzó la espada en su dirección, mientras que Gimli sostenía su hacha con firmeza entre sus manos grandes y toscas.
               Max salió de su escondite con las manos en alto, impresionado por la imagen que tenía frente a él. Los héroes de su infancia estaban ahí, en carne y hueso y eran tal como los soñó. Se acercó cautelosamente, pensando a toda velocidad en una excusa plausible cuando, de pronto, una luz brillante apareció a sus espaldas, cegándolo. Max cayó de rodillas y se arrojó de bruces al suelo para evitar la nueva flecha que dejó el arco del elfo con un silbido penetrante. El tiempo pareció detenerse, mientras a su alrededor se desarrollaba una especie de pelea. Poco a poco, sin embargo, los gritos de los guerreros se convirtieron en un asombrado silencio cuando se dieron cuenta de a quién tenían enfrente. El joven detective se atrevió a abrir un ojo luego de lo que pareció una eternidad y se encontró con cinco pares de ojos observándolo con curiosidad.
– No temas, viajero– dijo un hombre anciano, con el cabello y la ropa de un blanco resplandeciente. “Gandalf”, pensó Max, levantándose lentamente ante la bondadosa mirada del viejo mago– No vamos a hacerte daño– afirmó, pese a que la mirada del resto de sus compañeros aun destilaba desconfianza. Pero, sus ojos sonreían y Max suspiró, aliviado– Creo que tengo lo que estás buscando…
               Una cabecita de enmarañado cabello castaño y grandes gafas se asomó detrás de la espalda del anciano y Max sintió como el miedo daba paso al alivio una vez más.
– ¡Tommy! – exclamó, poniéndose rápidamente de pie– Tu madre me envió a buscarte…
– No quiero regresar– replicó el chiquillo, escondido tras la capa iridiscente del viejo mago– No hay nada para mí en casa…
– Tu madre te extraña…– argumentó Max, acercándose un paso en su dirección. Sin embargo, Tommy retrocedió aún más, escudándose tras la espalda del mago que observaba la interacción con semblante preocupado.
– Ella no me quiere, nadie me quiere. Todos me dejaron solo– exclamó, comenzando a llorar. Tanto Max como los guerreros legendarios lo miraron con gesto incómodo, sin saber muy bien qué hacer o qué decir. Gimli suspiró sonoramente y se apoyó en su hacha, mientras Legolas contemplaba al chico con simpatía.
– Estoy seguro que tu madre te ama…– afirmó, tentativamente, esperando tocar la fibra sensible del chico para salir pronto de ese lugar, antes que fuera demasiado tarde.
– Pero, quiere volver a casarse– replicó Tommy, trayendo a la memoria de Max el anillo de compromiso que adornaba la mano de la mujer– ¡Ha olvidado a mi papá! Y me olvidará a mí también… yo quiero quedarme aquí y ser un guerrero, como ellos. Quiero pelear…– afirmó, apuntando en dirección a Legolas y Gimli.
– ¿Qué ocurrió con tu padre, muchacho? – inquirió de repente el heredero de Gondor, acercándose para posar una mano sobre su hombro. El chiquillo alzó la mirada hacia él, los ojos agrandados por la emoción de estar en presencia de semejante héroe de leyenda. 
– Murió en la guerra…– respondió, con un hilo de voz. Él asintió, quizás recordando su propia historia, pensó Max.
– Tu padre murió como un héroe. Un guerrero. Un hombre honorable– afirmó, apretando su hombro cariñosamente– Y tú debes honrar su memoria, protegiendo a tu madre. Es tu deber, como el hijo de un guerrero. Si ella ha decidido tomar segundas nupcias, tú debes estar ahí para ella y mostrarle que siempre contará contigo…
– No desperdicies la oportunidad de estar con tu madre, niño. Sé por qué lo digo. No he conocido un dolor más grande que no tener a mi madre a mi lado…– afirmó el elfo, sonriéndole con tristeza.
– El elfo tiene razón, muchacho. Ve con el hechicero y regresa a tu hogar– aconsejó Gimli. “¿Hechicero?”, pensó Max, alzando una ceja.
– Vuelve, niño. Te prometo que siempre estaremos aquí– afirmó Gandalf, dándole una particular mirada al detective. Los ojos de Max se abrieron con sorpresa cuando se dio cuenta de lo que implicaba aquella mirada llena de sabiduría. Él sabía…
– Ven, Tommy, vamos…– pidió, extendiendo una mano hacia el niño– Volvamos con tu madre.
               El muchacho se acercó a Max, dubitativo y cogió su mano, mirando hacia atrás con el rostro convertido en una máscara de tristeza. Gandalf y los demás se despidieron con un gesto mientras Max lanzaba su vela al suelo, abriendo un portal para cruzar al otro lado. La gravedad los arrastró y los lanzó en medio del piso de su oficina, segundos antes que la mecha de pólvora se consumiera por completo. El detective suspiró con alivio y se dejó caer cuán largo era en el suelo, mirando al techo con una sonrisa satisfecha. Lo había conseguido.
– ¿Tengo que regresar con mi madre? – preguntó Tommy a su lado, su voz sonando triste. Max torció el gesto y se giró hacia él, encontrándose con sus ojos tristes.
               Por un momento se vio a sí mismo con doce años, llorando en un rincón, destrozado por la muerte de su madre. Hubiera dado lo que fuera por una mano amiga, una voz amorosa que le dijera que todo iba a estar bien. Pero, no hubo nadie. Se vio obligado a tragar su dolor y fingir que nada pasaba para no perturbar la tranquilidad que su padre exigía en el hogar. Con un suspiro, se sentó sobre el suelo y enfrentó el rostro triste de Tommy. 
– Escucha, niño. Si te prometo que te llevaré conmigo la próxima vez que entre a un libro, ¿dejarás ese puchero? – el rostro del chico se iluminó y asintió vigorosamente, como un cachorro al que dicen que sacarán a pasear– Buen chico…– dijo Max, poniéndose de pie para coger una vela de color rojo y extendérsela con una sonrisa. Tommy la tomó entre sus manos y la giró, mirándola con extrañeza.
– ¿Qué tengo que hacer con esto? – preguntó, confundido. 
– Nada. Cuando aparezca un nuevo trabajo, se encenderá. Pídele que te lleve conmigo y listo. Visitaremos el libro que quieras…– explicó, para encanto del muchachito. Max se veía reflejado en él, en sus ojos brillantes, en su vida solitaria. Y no quería que creciera sintiéndose solo. Ningún niño lo merecía. 
– ¿De veras? – suspiró, encantado.
– De veras. Ahora, ven. Vamos con tu madre…– dijo, extendiendo su mano hacia él. Después de todo, él no tenía hijos a los que dejarle su legado y quizás no era tan mala idea conseguir un pequeño ayudante…