PUBLICACIÓN ANEXA DE LA REVISTA LITERARIA TRINANDO - DIRECTOR FUNDADOR: MARIO BERMÚDEZ -COLOMBIA- EDITOR MÉXICO: ABRAHAM MÉNDEZ  -  EDITOR COLOMBIA FRAN NORE

CARÁTULA GENERAL DE
TRINANDO

 

MARIO BERMÚDEZ

 

CARLOS AYALA

 

ABRAHAM MÉNDEZ

 

 

NÚMEROS EN NUESTRO DOMINIO PROPIO

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

NÚMEROS EN EL DOMINIO
DE DEPORTIBOG

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LEA EN ESTA SOLAPA:

1

 

LA HORA CONQUISTADA

 

MARIO BERMÚDEZ

COLOMBIA

 

¡Si me matan

resucitaré en el pueblo salvadoreño!

¡Que mi sangre

sea semilla de libertad!

Monseñor Oscar Arnulfo Romero

 


 

 

I

 

El padre Segundo Benedicto estaba sentado en el escritorio de su despacho cuando sintió afuera el ruido de los automotores. Hizo un breve gesto de sorpresa, se incorporó y se asomó a la ventana. Varios vehículos camperos artillados de ejército hacían su repentina incursión al pueblo. “Es el colmo, ¿hasta cuándo parará todo esto?”, se preguntó el religioso, pero inicialmente su corazón no  albergó ninguna sospecha, más que una inquietud recóndita. “No es bueno que vengan los soldados, es un mal signo; ojalá que no vaya a suceder nada grave”. Sin embargo, el padre Segundo Benedicto retornó hasta el escritorio. Se acomodó cavilosamente en la silla, pues ahora algo en su interior lo inquietaba, era como si una premonición imposible lo acechara. El calor de aquel medio día era gravitatorio, y el pueblo había estado tranquilo, apenas interrumpido en su sosiego por la llegada inesperada de los soldados.

 Hacía muchos años que el padre Segundo Benedicto había llegado al pueblo, no sin antes causar  el estupor inicial de sus habitantes. Era tan descomplicado, tan semejante a cualquiera de sus feligreses, que parecía imposible creer en el sacerdote que había llegado a remplazar al antiguo, vetusto y ortodoxo cura predecesor. Al comienzo nadie se podía acostumbrar a verlo sin sotana, compartiendo al máximo la vida de los habitantes como un parroquiano cualquiera, y hasta departiendo una que otra cerveza en alguna reunión familiar. Era, entonces, tan distinto a su antecesor, que más bien parecía un jovencillo de cara feliz y rebelde que de repente se colocaba los sagrados ornamentos y recitaba la misa con un entusiasmo agreste. Pero su alma virtuosa y humilde lo había convertido, al cabo del tiempo, en el ídolo indiscutible del pueblo, soportando, como todos, las atribulaciones, pero enfrentándolas con soberbio tesón. Desde entonces, en las homilías predicó la caridad, revindicó el derecho de los desposeídos, invitándolos a comprender su propia situación, y no fueron pocas las veces que denunció las injusticias de los poderosos, que someten al hambre cotidiana y al sufrimiento diario a quienes nada poseen. Pero su misión de pastor que favorece a los más desvalidos le acarreó innumerables problemas y críticas virulentas de los favorecidos con el potosí de la injusticia, quienes lo señalaron con el dedo como un cura traidor y comunista. Pero el padre Segundo Benedicto seguía amando a los humildes, compartiendo su vida y reclamando sus derechos, porque Jesús siempre estuvo con los pobres y jamás con los reyes, porque Jesús predicó la justicia y jamás, la injusticia. Así que en medio de su arriesgado valor, soportó cualquier sarta de injurias de los enemigos de su misión pastoral, pero jamás vaciló ante sus propias convicciones, y, por el contrario, después de cada nueva embestida,  como tampoco claudicó para predicar la fe que lo invadía.

Por eso aquel día, el padre Segundo Benedicto había sentido en el ambiente un anuncio extraño. No era un buen signo que los soldados aparecieran de repente en el pueblo y armados como para una guerra mundial, tal como los había visto llegar. “Pueda ser que esto sea un asunto rutinario”, se dijo para sus adentros dándose ánimo. Se incorporó del escritorio y comenzó a caminar en torno al mueble, colocando las manos atrás, sobre el final de la espalda, visiblemente preocupado. Era que si no supiera cuánto tiempo hacía que los soldados habían llegado al pueblo. De repente la puerta sonó.

-Adelante, está sin seguro -indicó el padre.

Tras el marco de la puerta apareció Matías Changú, el sacristán de la parroquia. El sacerdote no dejó de sorprenderse al verlo tan agitado; ni siquiera tuvo tiempo para preguntar qué sucedía, porque los gritos del sacristán invadieron como un torrente imprevisible el despacho parroquial.

-¡Padre, se han llevado a Miguel Alférez, se lo han llevado los soldados!

El rostro del religioso se ensombreció rápidamente, giró la cabeza bruscamente y dio un golpe con el puño sobre el escritorio.

-¡Lo dicho, los soldados no podían traerse nada bueno!

-Parece que los soldados se han instalado en un campamento cercano al pueblo. Para ese sitio se lo han llevado. La familia Alférez está desesperada, pues algo malo puede ocurrir.

El padre Segundo Benedicto tomó un poco de aire, y en señal de angustia, se refregó las manos entre sí violentamente. Luego movió la cabeza en señal negativa y dijo:

-No permitiré que se cometa una injusticia más. Veré qué se puede hacer para ayudar a ese muchacho.

 

 

II

 

El pueblo era caluroso, embutido entre frondosos arbustos, en donde sobresalía, como en todos los pueblos, las torres del templo, altas y blancas, como queriendo abrazar el cielo. Los camperos de los soldados se acercaban entre la polvorienta carretera. Era una misión encomendada al teniente Bocanegra, hombre áspero en el crudo y desapasionado trabajo de reprimir en nombre de la libertad de la Patria. Venían cinco camperos y una camioneta militar.

-Ya estamos llegando -indicaba el teniente Bocanegra - es mejor rodear el pueblo. No debemos permitir que nadie salga sin sus debidas explicaciones.

-Como ordene, mi teniente.

La caravana fue entrando al pueblo. De inmediato varios de los soldados descendieron de los vehículos, y fusiles en mano, rodearon el villorrio, tal como si fueran a atrapar al peor de los criminales. Pero la gente del pueblo no se inmutó, estaban acostumbrados a soportar el hostigamiento cotidiano de una guerra imposible y jamás declarada desde el mismo momento en que la ignominia subió al poder disfrazada de casto caballero, eso sí, ayudada por los amos gringos. Todos sentían la pesadilla tan próxima a sus vidas, que se habían acostumbrado a vivirla sin sobresaltos, a desmenuzarla en la lucha cotidiana contra el terror. La guerra se había hecho tan común y tan afín a sus vidas que parecían no sufrirla.

Tres camperos cruzaron la plaza del pueblo, dejando detrás de sí una estela de polvo. De repente se detuvieron enfrente de la casa de Miguel Alférez.

-Es aquí -gritó el teniente Bocanegra, levantando la mano para que los automotores se detuvieran a su imperiosa señal.

Varios de los vecinos voltearon a mirar hacia atrás, sintiendo, entonces, el calor de aquel día más suyo y próximo.

Los soldados descendieron, mientras por la plaza venían otros militares.

-¿Golpeamos, mi teniente? -preguntó un soldado de ojos tristes.

-¿Qué dice? -gritó el oficial-. ¡Con esta gente no se puede tener consideración alguna! ¡Derriben esa puerta!

Los soldados se impulsaron con toda la fuerza de sus cuerpos. El primer choque fue estridente. El teniente Bocanegra levantó la metralleta y disparó sobre el portón de madera barroca.  Se escucharon algunos gritos adentro. Los soldados se impulsaron nuevamente. La puerta crujió en medio de una agonía pertinaz, y casi se desmoronó pulverizada por el instinto sangriento.

Los soldados entraron en estampida, con las armas listas a disparar.

-Tengan cuidado -sugería el teniente Bocanegra-, recuerden que lo queremos vivo, vivito.

La madre de Miguel Alférez fue la primera en aparecer en el saloncito decorado con pintura barata, ella tenía el rostro atribulado, y mostraba su desesperación colocándose las manos en la cabeza.

-¿Qué quieren los señores? -preguntó sin creer aún lo que estaba viendo.

-¿Dónde está Miguel Alférez? -preguntó el teniente.

Por unos instantes la señora titubeó. El teniente Bocanegra se sobrepuso del impacto inicial. Se abalanzó escaleras arriba, empujando violentamente a la madre de Miguel Alférez, pero su esfuerzo fue inútil. El muchacho estaba al comienzo de las escaleras, en el segundo piso, mirando la insólita escena de manera serena. El teniente Bocanegra se estremeció.

-¿Es usted Miguel Alférez?

-Usted lo ha adivinado, teniente.

-¡Muy chistoso el hijueputa! -gritó el teniente, mientras hundía el cañón de la metralleta en el vientre de Miguel Alférez.

-No le haga daño, por Dios -gritó desesperada la madre del joven.

El teniente Bocanegra se volteó despectivamente hacia la señora.

-Tranquila, vieja, a su hijo no le pasará nada, nada, si obedece, claro está. Somos la autoridad legal y debe obedecer.

Hubo un silencio profundo y triste, unas miradas incomprendidas de los soldados que apuntaban en signo de precaución e idiotez sus fusiles. Miguel Alférez se había repuesto del impacto, estaba de pie, inmutable, poderoso y grande. El teniente Bocanegra lo hizo descender por la escalera a empellones. De nuevo los gritos y súplicas de la mujer se dejaron sentir en el ambiente. Adentro, en uno de los cuartos, una muchacha oculta dejó escuchar sus sollozos. Se había escondido para que los soldados no la vieran y se la llevaran para degradarla, para convertir su cuerpo en un pavoroso cóctel de placer.

Los soldados apuntaban amenazantes al cuerpo de Miguel Alférez, pero había una calma tensa. Miguel Alférez salió sin oponer resistencia, tal vez seguro de su destino. Afuera la gente se había aglomerado, y los soldados de atrás luchaban por dispersar la repentina multitud. El teniente Bocanegra se quedó mirando hacia la calle.

-Este pueblo de mierda es de puros rebeldes -dijo desconsolado.

A empellones, Miguel Alférez fue subido a uno de los camperos militares que inmediatamente fue rodeado por los soldados, muchachos pobres venidos de lejanas montañas con el hambre y la injusticia pegada a las espaldas como una maldición inevitable. Los vehículos emprendieron la marcha. Los soldados de a pie avizoraron las casas tristes del pueblo, en donde no podía habitar sino la pobreza embadurnada de un inconformismo que hostigaba el alma. El calor se hacía mucho más intenso. Matías Changú salió presuroso hacia la iglesia.

Don Adán Bahamontes llegó al campamento acompañado de algunos de sus peones de confianza, que tenían más cara de sicarios que de otra cosa. El teniente Bocanegra estaba sentado bajo la canícula del sol, bajo ninguna sombra, en un taburete de mimbre.

-Lo estaba esperando, señor Bahamontes. La capitanía de provincia hace conciencia de sus quejas, y aquí estamos para ayudar.

Don Adán Bahamontes, barrigota destemplada, bigotes retorcidos, nariz boluda y enrojecida, cacarañas en la piel, elegantemente vestido, se acercó esbozando una sonrisa pueril, de niño regañado.

-Muchas gracias, teniente - dijo coqueteando.

-Siéntese, no más, don Adán, es necesario que pueda escucharlo claramente, pues a eso he venido -bisbisó  el teniente Bocanegra con tono gentil.

Don Adán Bahamontes ojeó el lugar: yermo, áspero, a la orilla del río, apenas con unos cuantos árboles desarropados. Sus ojillos ígneos destellaron fulgores de intrépida felicidad. Atado a un árbol, en medio de aquel caldeante desierto, estaba Miguel Alférez.

-Veo que ya ha atrapado al pillo. Esto me quita un peso de encima -dijo con voz ronca y fatigada por la obesidad don Adán Bahamontes.

-Han debido venir antes -protestó dócilmente don Adán Bahamontes.

El teniente Bocanegra frunció los hombros.

-Comprenda usted, don Adán -se defendía el militar- la situación no está para más; el ejército debe esforzarse al máximo para imponer la legalidad. Comprenda que las provincias del norte ya casi caen en manos del enemigo. Aquí no ha sucedido nada… una que otra escaramuza, pero por fortuna, los rebeldes no han podido asentarse en esta zona. Hemos tenido que desplazar la mayoría de nuestros efectivos hacia el norte, y para colmo de males, cada día es más complicado reclutar más gente. Los muchachos campesinos se esconden en el monte como animales salvajes, o se dejan convencer estúpidamente de los rebeldes para que hagan parte de sus filas. De nada nos sirven las armas enviadas por los norteamericanos, si no hay personal suficiente para que las dispare. Se está estudiando la posibilidad de que no sólo nos den armas, sino también hombres, hombres, que es lo que necesitamos urgentemente. Después de todo, ellos tienen muchos intereses económicos en nuestro país y deben cuidarlos. ¡Pero, pase lo que pase, esta guerra no la perdemos!

-Yo he sido el primero en comprender desde tiempo atrás  sus palabras, teniente. Sé que todavía se puede vivir con algo de paz en este lugar, que aún estamos a tiempo de evitar que aquí mismo, en el interior, surjan nuevos focos de rebeldía. Por eso no he estado de acuerdo con lo que ha sucedido últimamente en este pueblo, especialmente desde cuando llegó el padre Segundo Benedicto. Fíjese, teniente, la gente comienza con sus protestitas, con sus huelgas, ahí empieza todo. Si no hay guerrilleros en el pueblo, ellos se convertirán en guerrilleros. Pueden conseguir contactos, viajar, si es que ya no lo han hecho, recibir órdenes para conformar una célula, y, entonces, ahí sí que estaríamos en duros aprietos -dijo don Adán Bahamontes.

El teniente Bocanegra se sorprendió ante los  sólidos argumentos de don Adán Bahamontes. En sus frases descubrió una dosis apreciable de razón.

-Alguien dijo: “El guerrillero debe morir en el vientre de la madre”. Por eso se debe cortar el mal de raíz antes de que éste se incube. No se debe permitir que la planta maligna crezca, porque, entonces, el polen volará con el viento, infestándolo todo. Así, don Adán, que cortaremos el mal de raíz en este pueblo. Antes no hubo tiempo para dedicarle a este problema aquí, pero ahora, para eso, me han enviado…  especialmente para eso.

El teniente Bocanegra volteó a mirar hacia el árbol en donde Miguel Alférez permanecía atado. Lo observó con una sonrisa cínica, despectiva y a la vez desafiante. “Ya veremos quién gana”, pensó

El militar ofreció un nuevo trago a su visitante. Sonrió:

-Quiero escuchar mejor sus denuncias y temores -dijo, dirigiéndose a don Adán Bahamontes.

El caimacán se retorció los bigotes, utilizó su sombrero a guisa de abanico, y ordenó en el interior la computadora encefálica de sus ideas:

Ya le dije, teniente, que me parece…  me parece, después lo corroborará con el señor Alférez, que en este pueblo quiere levantar un foco de insurgencia. Y todo comienza por el señor cura que, entre otras, no creo que sea un cura de verdad, pero él está en la iglesia y no solamente predica en contra de nosotros, la gente de bien, los ricos, sino, lo peor -el rostro de don Adán Bahamontes comenzaba a mostrar un mohín de angustiosa ansiedad -, lo peor: actúa.

-Lo entiendo, señor Bahamontes.

- Este cura no es como el padre Pachito, un verdadero santo que jamás se metió con nosotros, es más, siempre trató de corregir a la caterva. ¡Lástima que estuviera tan viejito!... por eso tuvo que irse de esta parroquia después de tantos años de sana paz.

El teniente Bocanegra movió las cejas hacia arriba, sorprendiéndose. El relato apasionado del terrateniente prosiguió:

-Así como lo escucha, teniente. Yo he ido a misa y lo he escuchado, y hasta se ha atrevido a señalarme con el dedo presentando sus acusaciones  infames de injusticias en contra de los pobres. ¡A mí! Un hombre que ama a su patria, respeta la legalidad y contribuye con sus impuestos al punto. Despotrica contra el gobierno legítimo de la nación, diciendo que mata campesinos, que se roba el tesoro de la nación que, dizque, es trabajado por los pobres. ¡Hasta risa me da! Como si la chusma pagara los impuestos que nosotros los ricos pagamos. El curita invita a la “toma de conciencia”, dice él, peligrosa semilla de insubordinación. Proclama que el reino de los cielos es para los desposeídos, y su parábola preferida es aquélla que dice que “es más fácil que pase un camello por el ojo de una aguja, que un rico entre al reino de los cielos.” ¡Que horror, teniente! El mismo curita se enfrentó al señor alcalde para lograr que casi a la fuerza se liberaran a los rateros que hallé robándome en una de mis haciendas. El padre Segundo Benedicto organiza el “catecismo”, pero ya no enseña los santos mandamientos ni las bienaventuranzas, sino que predica la “lucha de clases” y atiza a los ignorantes contra nosotros. No es un cura… o es un cura comunista… un cura guerrillero. Se mete en política, y hay que recordar que ellos están para la religión y no para la política.  Ha intervenido en las protestas que arma ahora la chusma, y hasta se ha atrevido a venir en persona a hostigarme en mi propia finca. Todos, especialmente los  jóvenes, lo siguen, le creen y están unidos, teniente, y hasta se han negado a recibir las oportunidades de trabajo que yo amablemente les ofrezco. Se reúnen misteriosamente, y eso me da mala espina. A esas reuniones secretas no ha podido acceder ninguno de los hijos de mis amigos. Estoy seguro de que eso no es nada bueno, algo oscuro se esconde detrás de tanto sigilo y misterio… Juraría que están conformando un reducto guerrillero.

El teniente Bocanegra volvió a servir otras dos copas de trago. El calor se mezcló con los gallinazos  que volaban a gran altura, viéndose como diminutos puntos flotantes en el azul del firmamento.

-Bueno y ¿qué le pasa a éste? -pregunta el teniente, señalando a Miguel Alférez, quien está empapado de sudor, con la espalda  lacerándose lentamente.

Don Adán Bahamontes pasa saliva que al cruzar por su garganta hace un  ruido promontorio, ácido y hostigante.

-Es la pieza clave, teniente. No podemos atacar directamente al cura. Usted los sabe, problemas del Concordato, recuerde usted que somos una nación católica, respetuosa de Su Santidad. Miguel Alférez es el caudillo. Es el revoltoso. Ha organizado cuadrillas para robar mi ganado. Ha intentado quemar mis silos, por eso he tenido que armarme, para defenderme de los brutales ataques de estos salvajes. Sé que es aconsejado por el cura, y fue ese bandido quien dirigió la “huelga” en mi hacienda. Lo mandamos a la cárcel, después de darle su paliza, pero el curita, valido de todos sus desarropados compinches, logró convencer al alcalde y lo soltaron. Últimamente el tal Miguel éste, ha hecho viajes misteriosos… que no pueden ser para nada bueno, teniente. Lo acuso ante usted, como representante legal de la autoridad, de subversión.

-Importante, importante, don Adán Bahamontes. Ya veremos qué se puede hacer para desenmascarar la realidad - repuso el teniente Bocanegra.

-Pero hay que tener mucho cuidado, teniente -sugirió don Adán Bahamontes-, el cura puede intervenir directamente en el asunto, y entonces tendremos problemas. Se debe hacer todo de manera muy disimulada. El curita ese tiene amigos en la capital, amigos periodistas que son simpatizantes de la subversión y hacen mucho ruido, y cualquier versión a nadie favorece aquí.

-Evidentemente que procederemos con cautela -señaló el militar- estamos dispuestos a investigarlo todo minuciosamente; y después de lo que nos ha informado, don Adán, creo que comenzamos con buen punto de partida, de eso sí esté seguro. Créame que me admira de sobremanera el valor patriótico con que usted procede. ¡Es como para una medalla! -dijo con tono especial el teniente Bocanegra, que a don Adán Bahamontes le sonó a broma aquello de “es como para una medalla”.

-Me alarma, teniente, pues no lo hago por medallas, sino… sino - el hombre pensó en sus intereses personales -por la “patria”.

-Perdón, don Adán, dije que me admiraba su valor patriótico, y de verdad que me admira, y para eso el mejor reconocimiento a su actitud valiente puede ser, efectivamente, una medalla.

El teniente Bocanegra se incorporó. Echó un vistazo a cercén. Todo parecía estar en calma, a la que no se había habituado aún en aquel improvisado campamento. El militar estiró gentilmente la mano para despedirse del visitante todopoderoso.

-Esté tranquilo, obraremos como se debe hacer… Cualquier otro favor, y lo mandaré a llamar, don Adán. Es mejor estar en comunicación constante.

-Gracias, teniente.

Don adán Bahamontes sonrió satisfecho. Su corazón vacilante a consecuencia de la obesidad estaba pletórico de felicidad. Masculló el pucho de tabaco en su boca de un lado a otro. Se colocó el sombrero “pelo’e guama”, finísimo al estilo charro. Dijo: “Adiós, teniente”. Se dio media vuelta seguido de sus harapientos peones armados con escopetas.

“Parece un buen hombre”, pensó el teniente.

El sol canicular e inclemente continuó fustigando la tarde.