BRENDA YAZMÍN MÁRQUEZ VEGA -VENEZUELA-

 

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EL CALLEJÓN DEL DIABLO
 
La nefasta fama de las escarpadas montañas de La Honda venía de tiempos inmemoriales, nadie sabe cómo empezó. De generación en generación el tranquilo camino se fue transformando en la pesadilla de los viajeros. «Me hacía señas con sus manos blancas». «¡Trató de atraerme! ¡Vi en sus ojos de fuego al mismísimo Diablo! ¡No podía ser otra cosa, era el Diablo!», «¡Ave María purísima! Eso está maldito, por ahí no paso de noche».
 
Las fantásticas historias y los relatos de avistamientos eran más o menos consistentes. En la curva del callejón del Diablo, a las 12:00 de la medianoche, un hombre alto, famélico, envuelto en un hálito de luz mortecina, atrae a los desprevenidos viajeros haciendo gestos con la mano. Quiere que lo sigan, sus ojos son de fuego; otros dicen que están vacíos, son huecos, y ese es el único detalle en el que varían los relatos.
 
De día el paso es tranquilo, solo alcanza a escucharse el silbido del viento, aunque los lugareños afirman que tienen la sensación de que están siendo observados. Todos pasan el tramo agitadamente, hacen como que no existe la entrada del callejón, en su lugar prefieren mirar hacia el barranco, perderse en la inmensidad del descampado árido del paisaje circundante, o en los cafetales de la comarca vecina, la idea es pasar lo más rápido que se pueda.
 
El callejón del Diablo no es más que una entrada al costado de una curva del camino hacia la aldea La Honda. Al final de la entrada, hay un pequeño arroyo, sin ningún atractivo más allá de la maleza y la roca desnuda. Algunos dicen que el «espanto» es un pionero, un antiguo caficultor de la época colonial que enterró su oro a orillas del arroyo, temeroso de que en las primeras agitaciones de la guerra de independencia su propiedad fuera saqueada, pero murió antes de poder decirle a alguien, de heredarlo tal vez. Desde entonces espera a un viajero que se atreva a seguirlo para enseñarle el lugar del entierro, nadie se atreve, y el espanto sigue su amargo peregrinar por el purgatorio.
 
Aquella Semana Santa llegué de Mérida a pasar los días centrales con mi familia, nada en aquel pueblo olvidado había cambiado, las personas se dedicaban a lo que se habían dedicado desde siempre, las labores del campo, libar bebidas alcohólicas y los chismes.
 
El Miércoles Santo fui a visitar a una amiga de la infancia a la que solo veía una o dos veces al año. Cuando llegué a la casa de los Durán, algunos vecinos estaban conversando de los relatos del espanto del callejón del Diablo, era Semana Santa y por esos días la actividad paranormal aumentaba en el icónico lugar. Mi amiga comentó que el Viernes Santo el viacrucis llegaría hasta la aldea La Honda, y propuso que hiciéramos el recorrido desde nuestro pueblo hasta ese apartado lugar con el propósito de ver —con malicia, con sarcasmo— la reacción del párroco y los feligreses al transitar por el «maldito» paso. No lo dudé, acordamos la hora, no podía esperar. Viernes Santo, el escenario no podía ser el mejor.  
 
Un joven delgado, medio desnudo, con un maquillaje corporal bastante mal hecho y con una corona de espinas sobre la cabeza, caminaba junto al sacerdote y un nutrido grupo de devotos; rezos, alabanzas y hasta llanto colmaban aquel mediodía de Viernes Santo. Mi amiga y yo, en cambio, esperábamos el momento de arribar a la curva del Diablo. Allí, el sacerdote no se detuvo, continuó su paso lento ignorando adrede los temores de sus acompañantes, pero los psicóticos feligreses se persignaban y dirigían sus crucifijos hacia la entrada absurda, vulgar, que conducía al arroyo. No sentí nada; aparte del viento incesante y el golpeteo de ramas al costado del camino, aquello era una ruina triste que no valía la pena su fatídica fama.
 
Ya en La Honda y después de un recorrido de más o menos una hora, mi amiga y yo nos fuimos quedando solos. Poco a poco los devotos se retiraron, nadie quería tener que devolverse y que lo agarrara las 3:00 —la hora nona— justo en el callejón del Diablo.
 
No le presté atención al hecho de que, si no regresábamos a tiempo, la hora de la muerte de Cristo podía coincidir con nuestro paso por el callejón. «Hagamos una carrera —dijo mi amiga— veamos quién llega primero a la civilización», y, sin más, emprendió su veloz carrera hasta que la perdí de vista. No la seguí, me quedé pensando en su última palabra, «civilización», cuál civilización si nos encontrábamos en una zona apartada, poco conocida, una zona en la que no había internet ni telefonía móvil, entonces pensé en el significado amplio de la palabra, pues la «civilización» también comprende la humanidad, porque, oficialmente, los humanos somos «civilizados», aunque siempre he cuestionado esa licencia universal, en fin, distraído, no pude evitar reírme en la soledad de aquel camino. Resignado a mi derrota en el improvisado desafío, comencé mi regreso lento hacia lo que mi amiga llamaba «civilización».
 
Apenas había recorrido medio kilómetro cuando escuché un gemido que se fue tornando en un lamento como de mujer. Me detuve, a mi izquierda tenía los tupidos cañaverales propios de esa zona; a la derecha, los cafetales que estaban allí desde la colonia. ¡Estaba seguro! Oía los lamentos desde el cañaveral, pensé que alguien estaba herido, pero luego esos lamentos tomaron un extraño matiz, no parecían humanos, eran aterradores, macabros, no eran de este mundo. Con sigilo seguí caminando, pero lo que sea que fuera acompañaba mi paso. No pude evitar pensar en las supersticiones de los lugareños: aparecidos, muertes extrañas y el espanto del callejón.
 
Quince minutos de camino y aquella voz esperpéntica me acompañaba hasta que la escuché más cerca. Me detuve frente al cañaveral, estaba cerca, cada vez más cerca, se aproximaba; me temblaban las piernas, me sudaban las manos. Entonces tomé la decisión, me acerqué a la caña tupida y hundí mis dedos en ella para separarla, pero algo me detuvo. Sabía que lo que había del otro lado no era humano, el miedo se apoderó de mí y corrí como el viento, tan veloz que perdí la noción del tiempo y la distancia; corrí con tanta fuerza que quedé sin aliento.
 
Me detuve jadeante, posé mis manos en mis rodillas y traté de tomar un segundo aire solo para descubrir que estaba descansando justo en el callejón del Diablo a la hora nona del Viernes Santo, ya no escuchaba los gemidos aterradores que parecían venir del más allá, solo escuchaba los silbidos del viento que, a la vez, traían hacia mí el ruido del agua fluyendo por el arroyo.
 
Oí pasos, alguien o algo se acercaba, los espantos no salen de día, pero como decía un amigo: «Los pájaros de los dementes no tienen alas, pero vuelan», así que no esperé para comprobarlo y emprendí la huida por el camino desolado.
 
En la lejanía de ese paso sentía que alguien me observaba, fue así como pasé a formar parte de los acosados, de los temerosos, de los supersticiosos, ¡no importa!, los pájaros de los dementes no tienen alas, pero vuelan, estoy seguro, alguien o algo me observaba y, muchos años después, está allí, esperándome.   
 
Es licenciada en Letras y magister scientiae en Literatura Iberoamericana de la Universidad de Los Andes (ULA), Venezuela. En su destacada trayectoria profesional en el mundo de las humanidades, Márquez se ha caracterizado por su pasión por la creación poética, pero también por la Teoría Literaria y la Literatura Comparada que impartió como docente en la ULA. Con amplia experiencia en el análisis discursivo, se desempeña actualmente como editora y escritora en medios digitales, así como de correctora en medios impresos. Es autora del libro Gris Líquido (LP5 Editora, Chile, 2019), que ha llamado fuertemente la atención por la crítica a la sociedad, la gente, sus calles, sus miserias y el mundo interior; también por su carácter intimista y erótico, transgresivo y visceral. Como cuentista, se ha interesado por lo sobrenatural, lo fantástico, la ironía y crítica social. Es autora de las novelas inéditas «La primera plana» y «Los bastardos de Renania».  Contacto: +58 412 0433543 / Twitter: @bremarquez / correo: jazmindelavega@gmail.com