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JOHNN A. ESCOBAR -ARGENTINA-

Johnn A. Escobar nació en Buenos Aires, Argentina el 5 de Junio de 1991.
Estudio en el Instituto Superior Mariano Moreno y posteriormente en el Instituto Terciario Interval, desde los nueve años supo que su pasión se hallaba en la escritura.
A partir del año 2015 se lanza como escritor autopublicado, iniciando así un trabajo constante y casi sin descanso con la meta de crear su propio universo literario.
Autor de la serie literaria compuesta por nueve libros: El Fulgor de las Tinieblas.
Los títulos que la componen son: Por el sendero de las tinieblas, El Ejército Errante, La Torre Imperial, La casa en la colina, La noche de la bestia, La Primicia, Misterio de Crowswood, La Marca de Fuego, Antes de que Amanezca.
Además de las novelas, El Ángel Caído, El Despertar de Cthulhu, Testimonio de una vida y el libro de cuentos titulado: Cuentos de una noche sin luna.
Ha escrito en los géneros misterio, thriller, sobrenatural, cyberpunk, horror y erótico.
 
Twitter: https://twitter.com/@JohnnAEscobar
 Instagram: https://instagram.com/johnn.a.escobar
correo: jonathan78.je@gmail.com
 

Capítulo 1 de mi libro: El Ángel Caído
 
I
El Reino de los Cielos

 

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El tormentoso pasado sin vida que una vez conformó las tinieblas, había quedado atrás, ya que, desde ese preciso instante, una masa de energía luminosa se abrió paso, omnipotente, omnipresente y todopoderoso; el único habitante, quien permanecía dormido, comenzó a vagar por los rincones de la noche de los tiempos, nutriéndose de nuevos conocimientos pese a su estado durmiente.
Entonces, aconteció un nuevo y más profundo rugido de violencia, que destruyó para siempre el reinado pacífico de la soledad. Aquel único ser, había despertado finalmente de su letargo, y sus sueños serían realidad, consciente de su propia existencia y de sus vastos poderes, tomó la decisión de construir su propio reino donde su palabra fuera ley.
El origen de todo, daría inicio, poco a poco, lentamente, el universo continuó llenando para siempre las tenebrosas fuerzas amorfas de la nada, hasta que ya no hubo vestigios de su existencia.
Aquel único habitante del universo, había seleccionado el lugar para establecer su reino, solamente se trataba de una esfera carente de vida, pero fue suficiente para él, y plantó allí las semillas de la vida, para que todo fuese creciendo de forma paciente.
Dios, pues ese fue el nombre que había elegido como medio de presentación, debido a la luminiscencia propia que irradiaba todo su ser, en ese entonces utilizó sus poderes para arrancar un gran trozo de tierra desde esa esfera desértica, llevándola hacia el firmamento, donde siempre flotaría, allí edificó un hogar dueño de una espléndida belleza, donde las montañas conformaron un castillo natural, conviviendo en armonía con la naturaleza que lo rodeaba todo, suelos verdes que jamás habrían de secarse, árboles hermosos, ríos fluyendo constantemente con aguas cristalinas, que nutrían todo lo que tocaban, cielos celestes donde la oscuridad no penetraba jamás, pues incluso las noches eran dueñas de la luz de las estrellas que siempre estaban brillando y alimentando la gloriosa vida que allí fue plantada; pero ello no era suficiente para él, confeccionando los cimientos para albergar la estirpe de una nueva raza, su creación más preciada no vería la luz por vez primera en los desolados campos de la tierra, sino en la cuna misma de los cielos.
El Único, había tomado la energía de los astros y con ellos moldeó a su nueva creación, pero al terminar los dejó sumidos en un sueño profundo que perduró por diez mil años, tiempo en el cual, Dios, perfeccionaba cada detalle de aquel paraíso, así como los refugios donde albergaría a los mismos.
Culminada su obra, tomó la decisión de librar a los diez mil miembros de la nueva raza, de los brazos del estado onírico, quienes solamente existirían para servirle; pese a la función que les tenía preparada, de entre todos ellos se enorgulleció de aquel a quien tuvo por bien llamar Primero, siendo en el cual depositó mayor esmero, la apariencia del mismo era la de un hombre joven, quien no tendría más que veinte años de edad, su cuerpo estaba esculpido a la perfección denotando una musculatura ideal, la tonalidad de su piel era blanca, casi pálida, rivalizando con la claridad de la luna, sus labios eran rojizos cual pétalos de rosa, sus ojos verdes cual gemas preciosas, la gracia de sus rasgos faciales lo dotaban de una belleza delicada, en tanto sus cabellos, largos y rubios, destellaban como si de los mismos rayos del sol se trataran, mientras que de su espalda surgían dos alas inmensas, cuyas plumas eran de oro, la desnudez de su cuerpo no lo asustó una vez que fue despertado, éste contempló a su creador quien, al extenderle la mano, lo guió hacia el resto de sus hermanos y hermanas que formaban la nueva raza, los cuales aún reposaban dormidos, frente a los pies de las montañas que eran la mansión del Supremo Hacedor.
—Tú, hijo mío —dijo Dios— has de ser testigo del nuevo despertar, los celestiales, pues ese es el nombre de la raza que aquí contemplas, responderán a vuestra palabra y tú a su vez, lo harás únicamente ante mí.
—Así será —respondió el Primero— mi voluntad te pertenece.
Entonces, ante ellos, los demás celestiales despertaron, algunos de los mismos eran, al menos en apariencia, niños y niñas con rostros bellos y cabellos largos, provistos de pequeñas alas en sus espaldas, dueñas de un plumaje blanco, en tanto seis eran serpientes cuyos cuerpos estaban confeccionados completamente de fuego, quienes, a su vez, contaban con tres pares de alas encendidas, en lo que respecta a los demás celestiales, eran figuras masculinas y femeninas de apariencia juvenil, casi semejantes al Primero, pero con marcadas diferencias, siendo quizás el rasgo más distintivo, las alas que adornaban sus espaldas; a decir verdad, seis de los mismos compartían dos alas hechas en oro al igual que el primero.
Dios indicó a los siete jóvenes, dueños de las alas hechas en oro, que formaran una fila frente a él, pues habría de otorgarles nombres, en cuanto su orden fue acatada, comenzó por aquel quien era dueño de unos cabellos largos y negros, así como de unos ojos marrones intensos, la piel tenuemente morena, en lo correspondiente a su aspecto físico era glorioso, sumamente hermoso, aunque su belleza estaba muy por debajo del Primero.
—Hijo mío, vuestra designación será una pregunta retórica, ¿quién es como Dios? Siempre habrás de recordar a todos, que nadie me superará en obra y gracia, Miguel.
El joven celestial, sin decir palabra alguna, asintió y reflejó en su semblante sereno la conformidad de su nuevo nombre, Dios entonces continuó caminando, deteniéndose frente al siguiente, un joven dueño de unos cabellos rojizos y ojos azules, cuya piel blanca gozaba de cierta tonalidad rosácea, y de este modo le habló.
—Vuestro nombre recordará a todos mi fortaleza, y que solamente a través de mí es que se obtiene la misma, Gabriel.
Al igual que Miguel, Gabriel solamente asintió, siendo dueño de un profundo respeto, Dios prosiguió entonces, el siguiente fue un joven de cabellos hirsutos, con los ojos color avellana y la piel canela, al cual así le habló.
—Hijo mío, la nominación que os daré siempre denotará la profunda amistad de la cual soy capaz, Ragel.
Ragel optó por destinar una mirada de agradecimiento hacia su padre, Dios continuó caminando, llegando frente al siguiente, un joven con los cabellos largos y castaños claros, los ojos dueños de una tonalidad violácea, en tanto su piel era, tenuemente, color durazno, ante el mismo dijo.
—La forma en que serás conocido, recordará que siempre habrán de obedecer mis mandamientos, Sariel.
El joven Sariel agradeció con un asentir de cabeza, así como también con una mirada repleta de alegría, Dios avanzó unos pasos, llegando frente al siguiente joven, cuyos cabellos eran oscuros pero destellaban cierta tonalidad azulada, sus ojos eran grises, mientras que su piel trigueña resaltaba sus rasgos agraciados, el Padre le habló, diciendo.
—El título que reposará en ti recordará mi potencia, que ruge cual trueno, Remiel.
Remiel entrelazó sus manos y efectuó una reverencia, Dios se dirigió al sexto joven, quien al igual que sus hermanos, era poseedor de rasgos hermosos, con los cabellos negros, la piel de ébano, y los ojos dueños de una tonalidad café, ante el mismo dijo.
—Anunciado como la entrega de lo único verdadero, solamente por mi intercepción todos los males sanarán, Rafael.
Rafael cayó de rodillas, agradeciendo a su padre, Dios continuó caminando, hasta finalmente, detenerse frente a su primogénito, el Primero, observando con detenimiento al mismo, dijo.
—A ti hijo mío, el nombre que portarás os elevará por sobre el resto de los celestiales, recordando que solamente la luz habita en ti y es la mayor vinculación hacia mí, Lucifer.
Lucifer, entonces, dirigió una mirada seria, pero dueño de un profundo respeto hacia el Altísimo.
—Acepto el honor —dijo Lucifer en voz calma— padre mío.
Entonces y ante la vista de la nueva raza, Dios organizó a los demás Celestiales, otorgando nombres a los mismos, para luego separarlos en diferentes jerarquías, cuyas labores deberían cumplir por toda la eternidad.
La primera jerarquía fue compuesta, en primer lugar, por las seis serpientes aladas hechas en fuego, su labor encomendada sería fungir como guardianes de su padre, jamás dormirían, su vigilia no tendría un final, permaneciendo expectantes ante todo aquel quien llegase frente a Dios. Dentro de la misma jerarquía, estaban los cien niños y niñas provistos de alas blancas, cuya hermosura era perfecta, con sus cabellos largos y lacios dueños de una tonalidad marrón, mientras que el color de sus ojos era aguamarina, siendo nombrados Querubines, por ser los segundos en estar más próximos a su padre, la función que les fue encomendada era velar por la luz y el conocimiento, y dado que Dios estaba enteramente hecho de luz, una parte de éste les fue otorgada, para que pudieran siempre nutrirse de la sabiduría infinita. Por último, pero no menos importantes, se hallaban los doce Tronos, en apariencia eran hombres y mujeres adultos, extremadamente altos sobrepasando los cinco metros de estatura, provistos con un par de alas multicolores, debido a esto último también se los bautizó como Espíritus de las estrellas, dueños de una fuerza prodigiosa, serían los encargados de pasear, sobre sus hombros, al Santo Padre por todo el reino de los cielos.
La segunda jerarquía estaba compuesta, en inicio, por veintidós seres con alas opacas, cuyos cabellos negros cubrían sus rostros impidiendo ver sus rasgos faciales, fueron llamados Dominaciones y sus labores consistían en ejercer cual reguladores, entregando tareas a los ángeles, no podrían llegar ante Dios, solamente habrían de recibir órdenes de su padre mediante la voz de los Querubines y, de ser preciso, de los Serafines. Los siguientes eran los cincuenta y cinco, llamados Virtudes, quienes constantemente resplandecían en una tonalidad ligeramente azulada, siendo por tanto imposible divisar sus rasgos, el deber de éstos consistía en supervisar las labores de los ángeles, es decir, que se encargaban de ver que las tareas encomendadas por las Dominaciones se cumplieran a la perfección. Por último, se hallaban unos seres humanoides con cabellos de fuego y alas cristalinas, cuyo contraste resultaba más que asombroso, fueron llamados Potestades y eran dieciséis, siendo los encargados de regular la vida y la muerte en la tierra, es decir, sobre todas las criaturas que allí habitaban por obra y gracia de Dios.
La tercera y última de las jerarquías, se hallaba compuesta por los seis Principados, las alas de estos eran oscuras de un negro abismal, en tanto sus cabellos resplandecían cual zafiro, sus rostros permanecían oscurecidos, siendo los encargados de resguardar la tierra, así como a sus habitantes, que por entonces no eran más que animales de escasos pensamientos. Por contradictorio que pudiera parecer, los siete hijos predilectos de Dios componían parte de la tercera jerarquía, siendo nombrados Arcángeles, sus poderes, así como su fuerza, eran superiores a cualquier habitante del reino de los cielos, solamente estaban por debajo de Dios, su aspecto lucía impecable, su belleza inalcanzable, los siete eran líderes de los celestiales, conformando un señorío único. Finalmente se encontraban los ángeles, que eran nueve mil setecientos setenta y siete, todos ellos con sus rasgos de características humanoides, la piel reflejando un constante destello luminoso, y un par de alas blancas surgían desde sus espaldas, la función que cumplían era ejercer cual mensajeros y, de ser necesario, serían guerreros al servicio de los siete Arcángeles.
Los miembros de la nueva raza fueron vestidos con túnicas semejantes a las nubes, excepto por los Serafines quienes ardían constantemente, así como los ángeles que portaban sobre sus cabezas una gálea, grebas en las piernas, cota de malla en sus cuerpos, protectores en sus brazos, mientras que el resto de la armadura que los cubría estaba segmentada y adornada con escamas metálicas todas de color plateado, así como un pañuelo en sus cuellos, una túnica roja debajo de todo ello, en la cintura tenían dos cinturones donde llevaban dos espadas, en tanto sus pies estaban cubiertos por zapatos de suela pesada, mientras que, cada uno de los mismos, poseía una cartera, para llevar los elementos que les fuesen menesteres a sus deberes, siendo el reflejo del estatus como soldados de Dios y al servicio de los celestiales.
En lo que respecta a los siete Arcángeles, lucieron prendas semejantes a las descritas, con la marcada diferencia de que sus armaduras eran doradas y reproducían la musculatura del pecho, así como también llevaban una capa de color escarlata sujeta desde el hombro derecho reflejando su alto mando. Pero hubo un detalle final de suma importancia, de entre los siete Arcángeles, Lucifer fue seleccionado por el Santo Padre quien le colocó sobre la cabeza, y a la vista de todos, una corona de plata con diez picos y en cada uno de ellos un diamante blanco.
—He aquí —dijo Dios— al general de los Ángeles, Líder de Arcángeles, Patrón de Principados, Barón de Potestades, Rey de Virtudes, Emperador de Dominaciones, Duque de Tronos, Mentor de Querubines, Jefe de Serafines y mi mano derecha, el hijo pródigo.
De este modo, todos los celestiales aclamaron a Lucifer, entonando cánticos sagrados en su honor y confiando en la sabiduría de Dios por la perfecta obra que hubo realizado.