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JOSUÉ ZARZOSA DE LA TORRE -MÉXICO-

Josué Zarzosa de la Torre. Chihuahua, 1987. Estudió Ciencias Computacionales en la Universidad Autónoma de Nuevo León. Reside en Hamburgo desde 2012, en donde trabaja como desarrollador de software. De día escribe y edita código fuente, de noche hace sus pininos en la narrativa. Publica cuentos, poemas y textos cortos en su blog personal: Discurrencias y Vanidades. En 2023, su relato «Fuiste tú, Pancho», ganó el primer lugar en la categoría de narrativa del Concurso de Literatura para la Diáspora Mexicana. Actualmente, participa en un curso de Relato breve avanzado en la Escuela de Escritores de Madrid.
 
«Me gustan mucho, y me dan ganas de imitar, los relatos que he leído del nicaragüense Sergio Ramírez, así como de Augusto Monterroso, Juan Villoro y cualquier cosa que escriba un autor argentino (no sé muy bien por qué, pero siempre que voy a la biblioteca, se me mete un libro argentino en la mochila).»
 
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Mano santa


Paty no puede entender que una persona como yo crea en la suerte. Para mi mujer la realidad no es más que una maraña de causas y consecuencias, un gran caos. El destino no existe, solo la mirada atenta del ginecólogo, los conteos de espermatozoides y los tratamientos de fertilidad. Yo no soy doctor pero también tengo dos ojos y un cerebro, y con esas mismas herramientas llego a mis propias conclusiones sobre lo que me sucede o me deja de suceder. Sé que mis testículos, para dar un ejemplo, órganos en perfecto estado, no son responsables —por no decir culpables— por el niño o la niña que se empeña en hacernos desesperar con su ausencia. Hay algo más ahí, una fuerza superior que rige lo que acontece en nuestras vidas y en la de nuestro hipotético bebé. Yo le echo la culpa a la fortuna, Paty a mis testículos.
 
De niño tuve mucha suerte. No solo por haber nacido en una familia cariñosa y más o menos acomodada. Hablo de suerte de verdad. Suerte de ganar premios en rifas y atinar al blanco cuando se lanza un dardo con los ojos cerrados. Suerte con las chicas, suerte de que le toquen a uno los mejores profesores en la escuela.
La primera vez que gané algo fue en el Walmart a los cinco años. Mi tía nos llevó a mí y a mis hermanos de compras para entretenernos, al pagar le regalaron tres boletos de un sorteo promocional. Como éramos tres niños, ella nos dio un boleto a cada uno. El mío resultó premiado. Unos minutos más tarde salimos del Walmart con las bolsas del mandado y una televisión nueva. Ese fue mi primer premio, pero la cosa no paró ahí. En dos años seguidos nos ganamos un auto en el Sorteo Tec. El premio mayor era una casa de lujo, pero también se rifaban muchos coches último modelo. Una amiga de mi madre, profesora del Tecnológico de Monterrey, nos vendía cada año los boletos. Yo los escogía por ser el hijo menor de la familia, el más inocente. «Mano santa», decía mi madre, y me daba el talonario de boletos para que eligiera los tres que más me gustaran. Con mi mano santa nos sacamos un carro nuevo en dos años consecutivos. Primero un Jetta negro que heredó mi hermano y luego un Beetle gris. El Beetle lo vendimos porque ya teníamos muchos carros en la familia. Mi pobre hermana se tuvo que quedar con su Chevy usado que le acababan de comprar.
Luego pasó lo del acumulado. Yo tenía quince años recién cumplidos. Mi amigo Gilberto y yo comenzamos a ir por las tardes a un casino que habían abierto recientemente cerca de nuestra escuela. Nos había llegado el rumor de que tenía un buffet gratuito para atraer clientes. En esa época empezaban a aparecer como hongos los casinos en Monterrey, dos o tres en cada avenida importante. Éste estaba en la avenida Revolución, en el edificio en el que ahora hay una sucursal de Banamex. Gil y yo nos atascábamos de ensalada de atún y de galletas saladas. Comíamos y nos íbamos, siempre con mucha discreción para que no nos echaran. A Gil ya se le notaba un poco el bigote y aparentaba ser unos años mayor, creo que por eso nunca nos dijeron nada los de seguridad. Una tarde se me ocurrió meterle diez pesos a una de las máquinas tragamonedas. Una fanfarria atrajo la atención de los clientes y de los empleados del casino. Solo una vez bastó para ganarme el acumulado de doscientos mil pesos. No me sorprendió; era más o menos lo que costaba un Jetta del año, o un Beetle. Recogimos nuestro premio, cientos de monedas de plástico de colores, en unas cubetitas metálicas que nos trajeron los empleados del casino. Yo me puse nervioso. Me notaron la inocencia en la cara y llamaron a los de seguridad. Nos llevaron a un cuartito detrás de las cajas y nos explicaron que lo que habíamos hecho era sumamente ilegal. Mi amigo Gil, que siempre había sido más avispado que yo, resolvió el asunto de una manera justa y pragmática, repartiendo el premio con los empleados del casino. Salimos por la puerta trasera con el estómago lleno y cada quien con sesenta mil pesos en el bolsillo.
 
Muchos años sospeché que mi buena suerte había sido efecto de mi irrecuperable inocencia, pues dejé de ganar premios justo después de haberme acostado con Berenice, la novia de mi primo. Fue en su fiesta de cumpleaños. Él se había emborrachado muy rápido y se había ido a dormir al cuarto de mis tíos, yo me quedé para supervisar la fiesta y hacerle compañía a su novia. Berenice —todavía me emociono al escuchar su nombre— tenía diecisiete años y yo quince. No sé qué fue lo que vio ella en mí; yo nunca he sido muy guapo —y de adolescente menos—, pero a eso de las tres de la mañana me tomó de la mano y me llevó al cuarto de mi primo. Berenice fue mi premio mayor. Esa noche perdí mi virginidad y, con ella, como lo comprobé con resignación al revisar los hechos ya pasados los años, mi buena suerte.
 
A veces pienso en Berenice cuando estoy en la intimidad con Paty, creo que no tiene nada de malo que tenga uno sus fantasías para animar la propia vida conyugal. De seguro mi mujer también pensará en algún exnovio mientras nos amamos con la luz apagada, o en Ricky Martin, o en Maluma, yo qué sé.
Últimamente he estado reflexionando mucho sobre el asunto de mi suerte perdida. Paty y yo llevamos varios años intentando tener hijos. Mes con mes comprobamos, con decepción, que nuestros esfuerzos reproductivos han sido en vano. A Paty le pone muy ansiosa el tema de la infertilidad, a mí me preocupa lo cara que puede llegar a salir la fecundación in vitro.
 
Hace unos meses vi a Berenice en el periódico. La reconocí por la lujuria con la que miraban a la cámara sus lindos ojos marrones. Salía en una foto con su esposo y sus tres hijos recibiendo un cheque gigante: el tercer premio del sorteo de la lotería nacional. La contacte por Facebook y estuvimos chateando por unos meses —sigue estando guapísima la canija—. Le propuse que nos reuniéramos para tomar unas cervezas y recordar los viejos tiempos. Fuimos a cenar a un Chilis y de ahí nos pasamos a un bar en la avenida Revolución. Salimos del bar por ahí de las tres de la mañana. Le sugerí que pasáramos a un motel. Para mi sorpresa, ella aceptó. Solo una vez bastó para que Berenice me regresara mi suerte. A la mañana siguiente desperté a mi mujer y le hice el amor con un ímpetu que creía olvidado, con las cortinas abiertas, sin Berenices imaginarias. Un mes después nos dio positiva la prueba de embarazo. Paty no lo podía creer. A mí no me sorprendió. Hoy acabamos de salir del consultorio del ginecólogo con los ojos grandes y una ecografía en la mano. Estamos esperando trillizos.
 

 

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AZUL

 

Nunca antes le había contado a nadie lo de mi extraño padecimiento. Muchos años lo había guardado para mí, resistiendo con pudor la urgencia de compartir con alguien mi singular condición de desgraciado azul. Me di cuenta de mi suerte cuando tenía apenas cinco años. Fue una certeza que un día me cayó encima como un costal golpeando el suelo, o como un día soleado que se nubla de pronto a media mañana. A pesar de mi corta experiencia vital, supe muy bien que mi destino estaba ya dictado desde aquella tarde lluviosa en la sala de mi tía Ester.
Una casa dentro de otra casa, como una muñeca rusa, las paredes y el techo formadas con los cojines del sofá celeste de la sala. Yo jugaba con mi soledad dentro de esa casita de cojines azules cuando de pronto, de la nada, comencé a llorar. Me invadió una tristeza profunda que ni mi tía ni mi abuela pudieron consolar con chocolates de lenguas de gato, ataques de cosquillas, ni con palabras cariñosas; hasta que una hora después me limpié las lágrimas con la playera e hice lo que cualquiera en mi situación hubiera hecho: agrandé mi casita con un techo de sábana blanca, bien extendida entre el sofá y la mesa, fijada por los bordes con pilas de libros y revistas. Y volví a ser feliz.
 
Con el paso de los años me fui acostumbrando a vivir con esa enfermedad secreta que, lo sabía muy bien, me mataría un día de mayo de una manera azul. Sí, he dicho azul. Es lo único que supe y es por eso que nunca me atreví a contarle a nadie —mucho menos a doctores ni a psicólogos— que mi destino era morir en mayo a causa del color azul.
En contra de todos los pronósticos de mis familiares y amigos yo había podido al fin encontrar el amor verdadero. Pensándolo bien, creo que fue Yolanda la que me encontró a mí una tarde de mayo —porque todas las cosas importantes me suceden siempre en mayo— comiendo tacos en el jardín de un amigo que teníamos en común. Ella vio en mí desde el principio algo que ninguna otra chica antes había podido apreciar, algo que no es posible describir con palabras, pero que hizo vibrar sus antenas y así nos abrió de par en par las puertas del amor puro a dos veinteañeros soñadores con nuestras vidas enteras por delante.
Bastaba con vernos juntos en el parque paseando de la mano para sospechar que algo andaba mal con la pobre Yolanda. Con sus ojos, para ser más precisos. Vista desde cerca, la escena sugería que una extraña suerte de miopía la aquejaba, una anomalía en sus ojos verdes miel que le impedía reparar en las agudas asimetrías de mi rostro, o en lo corriente y poco atractivo de mis huesos; cosa que resaltaba por contraste junto a las formas divinas y al andar plácido de mi Yolanda. Ya me lo había hecho notar años atrás una amiga en la preparatoria: «Tienes buen lejos», me dijo mi amiga en un arranque de sinceridad etílica. Paso seguido, me besó. Pero a pesar de su acertada apreciación de mi belleza vista desde lejos, nunca se llegó a concretar nada entre nosotros dos. Hoy reconozco que fue mi culpa, por no haber sabido guardar la distancia apropiada que una relación amorosa requiere para florecer. Después de ese beso que recuerdo bien —el primero es siempre inolvidable—, no volví a probar los dulces labios de una mujer hasta que Yolanda apareció en mi vida.
Con el paso del tiempo fui sospechando que yo era lo que en la jerga popular se conoce como «un feo». Después de una larga serie de rechazos en materia amorosa me limpié las lágrimas con la manga de la camisa e hice lo que cualquiera en mi situación hubiera hecho: decidí aceptar mi fealdad sin resistencia alguna.
Saberme feo me liberó. Se acabaron los penosos acercamientos a las chicas más bonitas en las fiestas, con sus respectivos rechazos y decepciones. Esa certeza definitiva de mi fealdad acabó de golpe con los complejos e inseguridades que se me habían ido acumulando a través de los años, sin necesidad de costosas terapias psicológicas, ni de hipnosis, reiki, ni nada de eso. Fui feliz, ligero, pleno, quizás por primera vez desde el comienzo de mi pubertad, y creo que fue precisamente eso lo que vio en mis ojos Yolanda esa primera tarde, cuando descubrimos nuestra afinidad mientras comíamos tacos en la casa de nuestro amigo.
Yolanda y yo llevábamos ya cuatro años juntos y éramos la prueba viva de que el amor existe como una fuerza única cómplice de la evolución, un impulso capaz de unir a seres tan separados genéticamente como ella —perfecta, inmortal— y yo —yo— para seguir rodando el carro de la especie en su eterna marcha hacia adelante. La fortuna de ser amado y a la vez amante, cosa extraordinaria que todo el mundo en el fondo desea de verdad, comenzó a pesarme mucho a causa de ese mal secreto que seguía latente dentro de mí como un pequeñito cáncer azul corriendo por mis venas, acechándome, esperando con paciencia el momento adecuado, cualquier hora de cualquier día de cualquier mayo, para manifestarse y poner fin a nuestra dicha con un golpe certero.
Como cada año, después de un tiempo llegó el temido mes de mayo, las noches se volvieron largas y calurosas, mi creciente falta de sueño agudizó el horror que me causaba la mera idea del daño que mi muerte repentina le haría a mi amada. Fue tanto mi desasosiego, que llegué a desear nunca haberla conocido, y para mayor seguridad, deseé incluso nunca haber conocido al amigo gracias al cual ella y yo habíamos coincidido en aquella ocasión primera, —el amigo de los tacos—, más valdría que él nunca hubiese existido. Compré un segundo teléfono con internet y lo usé para investigar detalles prácticos sobre asuntos inconfesables, maneras de poner fin a mi vida y a la de mi Yolanda antes de que la muerte azul se nos adelantara. Así pasé las muchas horas insomnes de mis últimas noches, viendo dormir a mi Yolanda —bella, inocente—, y planeando la ejecución del último sacrificio que mi amor por ella me exigía.
Ayer por la madrugada me encontré nuevamente llorando en silencio en la cama que compartimos Yolanda y yo. De pronto, de la nada, me limpié las lágrimas con la manga de la piyama e hice lo que cualquiera en mi situación hubiera hecho, y creo que hice bien, a decir verdad: decidí contarle todo a mi psicólogo. Sé que pronto volveré a ser feliz.