ANTONIO GUERRERO AGUILAR-MÉXICO-

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PÁGINA 25

 

Nació en Santa Catarina, Nuevo León, en 1965. Estudió filosofía en la Universidad del Valle de Atemajac de Guadalajara. Desde 1985 es cronista municipal y para dar a conocer sus escritos, elabora relatos, ensayos, cuentos, crónicas, testimonios y biografías. Como investigador, rescata la historia oral, tradiciones y costumbres del noreste mexicano. De igual forma se dedica a la promoción y gestión cultural, proponiendo un corredor cultural con cronistas e historiadores de Texas, Tamaulipas, Coahuila y Nuevo León. Ha recibido las becas del Centro de Escritores de Nuevo León (1993), del Programa de Apoyo a las Culturas Municipales y Comunitarias (2007) y del Sistema Nuevo León para el apoyo artístico y la creación de Conarte (2019-2020). Es autor de 47 trabajos publicados sobre historia y cultura regional y de más de 2 mil artículos aparecidos en suplementos culturales, revistas y compendios.  Ha impartido poco más de 750 conferencias. Durante 20 años, mantuvo programas de radio en las cuatro estaciones culturales de Monterrey, sobre cultura regional. Actualmente publica en la revista El Quijote de Monclova, Personajes de Monterrey y Reforma Siglo XXI de la UANL.
 
 

SEMBLANZA LITERARIA DE IPANDRO ACAICO, UN OBISPO APODADO “PIEDROTAS”
 

 

I

 

 

“¡Sit tibi terra levis!”
¡Qué la tierra te sea leve!

 
Las antiguas tribus del desierto de Arabia, hacían fiestas con música, juegos y bailables, cuando aparecía entre ellos un poeta. Mientras, los emperadores del Medio Oriente, llamaban “Profirogénitos”, a sus hijos versados con el don de la palabra escrita.  Literalmente, quiere decir “nacido en el púrpura”, un color que viene de la combinación del color rojo con el color azul. Para muchos, esa tonalidad proyecta iluminación e imaginación, además la relacionan con la espiritualidad como con la sangre.
El 26 de junio de 1840 en la ciudad de Guanajuato, nació un niño en el seno de una de las familias más aristocráticas de México. Tres días después lo llevaron a recibir las aguas bautismales en donde recibió los nombres de José María Ignacio. Hijo del abogado Demetrio Montes de Oca Marín y de María de la Luz Obregón Aldama. Su familia paterna, se remontaba al antiquísimo Solar de Oca en España y por lado materno pertenecía a la riquísima familia minera de los marqueses de la Valenciana, dueños de la mina homónima del marquesado situada en Guanajuato, considerada en aquel tiempo, como una de las más ricas del mundo.
Ignacio fue el primogénito de la familia. Se crio al lado de sus padres, con sus nanas e institutrices. Por su posición económica, acudió a la mejor escuela en donde vivía. Era un infante, cuando ocurrió la invasión norteamericana entre 1846 y 1848. Pero ya no fue testigo de la guerra entre liberales y conservadores, porque a los 12 años partió a Inglaterra. Fue inscrito en el Sant Mary's College de Oscott, un seminario católico de la diócesis de Birmingham.  Bajo la tutela del cardenal Nicholas Wiserman, realizó sus estudios de artes, humanidades y filosofía.
Para completar su formación en orden al sacerdocio, pasó a estudiar teología en la Universidad Gregoriana de Roma entre 1860 y 1863. Con tanto prestigio intelectual, fue admitido en la Academia de Nobles Eclesiásticos en 1862 y fue ordenado sacerdote el 28 de febrero de 1863 por el cardenal Constantino Patrizzi en la basílica de San Juan de Letrán. Continuó con sus estudios, hasta obtener las borlas doctorales en teología y en ambos derechos en 1865 en la Universidad “La Sapienza” de Roma.
Por sus cualidades se hizo notar entre los principales actores de su tiempo de la llamada ciudad eterna. Acompañó a la junta de notables que le ofrecieron el imperio mexicano a Maximiliano de Habsburgo el 10 de abril de 1864. En esa ocasión, fue nombrado capellán de honor de su corte. Posteriormente el papa Pío IX, lo nombró camarero secreto y capellán del ejército pontificio, además de prelado doméstico y protonotario apostólico.
Al poco tiempo volvió a Inglaterra, para hacerse cargo de la parroquia de Ipswich en el condado de Suffolk. Tras varios años de residir en Europa, por fin regresó a su patria para servir como capellán de la corte imperial. Al triunfo de la República sobre el Imperio en 1867, recibió nombramiento de párroco en su ciudad natal. De nueva cuenta acudió a Roma en 1869 para participar en el Concilio Vaticano I.
Cercano a la curia romana, por lo que papa Pío Nono lo consagró en 1871, como el primer obispo de Tamaulipas, una región aledaña al Golfo de México y colindante con el estado de Texas. La entidad era considerada tierra de misión, por lo que dejaba de ser vicariato apostólico. Eso no le importó al prelado, quién tras fijar su residencia en Ciudad Victoria, con actitud propia de un misionero; preparó una visita a todos los municipios de su diócesis.
Una persona educada en las cortes británicas como pontificias, dado a la escritura y a la redacción de versos como de tratados tomistas. De pronto se hallaba en una comarca distante, considerada “tierra de frontera” y bárbara. No estaba acostumbrado a los climas tan distintos que guardan las regiones del llamado Seno Mexicano. Se sintió mal, por lo que fue llevado a una finca que pertenecía al general Mariano Escobedo. Ahí lo atendieron y cuidaron mientras pasaba la fiebre maligna. Quien fuera el gran vencedor del Sitio de Querétaro el 15 de mayo de 1867 y ministro de Guerra, no tuvo dificultad para decirle: “Usted es mucho obispo para Tamaulipas".
A decir verdad, el señor obispo estaba habituado al trato con los grandes, se movía a sus anchas por las cortes y academias, repleto de distinciones y alabanzas. Pero él se consideraba un soldado de Cristo y supo obedecer la decisión de su santidad. Ya repuesto, se dedicó a fundar las instituciones tan necesarias en la vida de una diócesis, como la de promover las vocaciones sacerdotales. Adecuó la Iglesia Catedral, abrió el colegio Seminario y visitó continuamente las parroquias y pueblos que comprendían toda la jurisdicción territorial de Tamaulipas.
Tras servir durante nueve años, fue preconizado obispo de Linares (pero con sede en Monterrey) por el pontífice León XIII el 19 de septiembre de 1879.  El jueves 3 de junio de 1880 tomó posesión de su Iglesia Catedral. Esa noche le prepararon un brindis, en donde recitó una composición poética dedicada a la Ciudad de Monterrey.
En la ceremonia estaban presentes las autoridades civiles del estado, así como las del municipio de Monterrey, los miembros del congreso y del cabildo catedralicio. Después de que el deán leyó el nombramiento expedido en la Ciudad del Vaticano, don Ignacio alzó la copa, como si fuera en cáliz en el momento de la consagración, para luego dirigirse a los ahí presentes:
 

  • “Vengo de tierras lejanas a servir con pasión y dulzura a ésta tierra prócer. La poesía es el parque donde los árboles obedecen en sus elegantes formas a las manos del hombre. Por eso hoy les vengo a cantar y a dirigirme a Ustedes”:
 
¡Reina del Norte, Monterrey ilustre,
que la suprema voluntad divina
hoy te destina para ser mi eterna,
mística esposa.
 
Bella cual nunca vienes a mi encuentro
ricas te adornan tus mejores galas;
rápidas alas el amor te presta.
Cándida Virgen!
 
Sólo tu vista, de mi largo viajes
Por mar y tierra, plácidamente mítiga
La atroz fatiga, y en mi triste pecho
Bálsamo vierte.
 
Quiero a tus hijos conducir al cielo:
quiero en la tierra poderosa hacerte,
cuál Roma fuerte, cual Atenas sabia,
rica cuál Tebas.
La composición salió de la boca del pastor y poeta. Los ahí presentes no daban crédito de la inspiración del émulo de Dante, que encarnó la figura del recién llegado obispo para hacerse cargo de su grey católica.
II
“Porque cantando, apacentaba a su rebaño…”
Mosco de Siracusa
Ignacio Montes de Oca y Obregón, llegó a su iglesia Catedral, cuando la entidad era peleada por dos bandos político que peleaban el control: el de Lázaro Garza Ayala y el de Genaro Garza García. Debía atender y cuidar a buena parte del estado de Coahuila y a todo Nuevo León. Por eso se propuso predicar con el ejemplo y luchar valientemente por la libertad de la Iglesia.
Allá en el vecino estado de Coahuila, gobernaba Evaristo Madero, que patrocinaba un colegio atendido por una congregación de cristianos bautistas, por lo que vino el primer encontronazo: sin temor alguno, ex comulgó al gobernador y lo puso en entredicho.
Luego preparó una visita apostólica a los curatos más importantes de los dos estados. Visitó casi todos los municipios, trató los problemas de sus párrocos y templos, mantuvo buenas relaciones con los gobernantes, y en sus recorridos, ya sea en las madrugadas o después de las siestas, se ponía a escribir, leer y a traducir a los clásicos poetas de la antigüedad.
Dotó de un buen edificio al Seminario de Monterrey, concluyó y consagró la basílica de Nuestra Señora del Roble, levantó los templos de San Cristóbal de Hualahuises y el de Nuestra Señora de Loreto en Pesquería Chica, mandó construir el bautisterio de la Catedral e impulsó el Colegio de San Juan en Saltillo para contrarrestar la labor de los hermanos bautistas.
Pero también salía a jugar y apostar a los gallos.
III.
“Trahit sua quemque voluptas”
Cada cual tiene una afición que le arrastra
Virgilio
 
En el tiempo que permaneció en Nuevo León, no hubo quejas en contra del señor obispo. Al contrario, fue un gran prelado que hizo mucho bien en lo espiritual como en lo material, pero lo apodaban “el obispo piedrotas” y esparcían rumores de la afición que tanto le gustaba, con un verso que corría en hojas sueltas a manera de chisme como de burla:
¡Ay!, ¿Quién creyera
que el Pastor Ipandro,
con tal desengaño,
preparaba al cielo?
Cuando no tenía salidas a para ver a su presbiterio o visitar alguna otra ciudad en donde lo invitaban como poeta y obispo, acostumbraba lo siguiente: ya por la tarde, se ponía a rezar las vísperas; reflexionaba en el oficio divino de la liturgia de las horas. A veces permanecía en oración frente al Santísimo Sacramento.  Luego acudía a la cena. Era de buen diente como dicen, y no le hacía el feo a la comida que le pusieran enfrente. No era de muchos remilgos que digamos. Había comido en palacios reales y pontificios, lo mismo que en los jacales y chozas de la Sierra Madre.
Al terminar sus alimentos, levantaba las manos al cielo en señal de gratitud y pedía por aquellos que no tenían pan en su mesa y un techo en donde cobijarse de la noche. Luego se levantaba y uno de los mozos a su servicio, le hacía una señal para dirigirse a la caballeriza.
Rara vez se negaba. Subía a sus aposentos situados a un lado de su Iglesia Catedral, en frente de la plaza Zaragoza. Mientras la orquesta musical tocaba unas melodías alegres como pegajosas, se quitaba los ornamentos, su anillo episcopal, su sotana, estola, calcetines de seda y zapatillas propias de su dignidad, con incrustaciones de piedras preciosas. Como el anillo y las zapatillas tenían piedras de mucho valor y no desaprovechaba la ocasión para presumirlas, el vulgo le apodaba “el obispo piedrotas”.
El que asistía a don Ignacio, era el auxiliar del canónigo sacristán; que lo mismo le hacía de sacristán, albañil y limpiador de las imágenes y pinturas de los altares laterales. Abría un viejo ropero de madera. En la estancia de dormir había dos de ellos, en uno se guardaba su ropa que iba debajo de la sotana y de los ornamentos. En la otra, tenía varios trajes de charros con botonaduras de plata. Unos para montar, otros de gala; pero eso sí, todos muy elegantes.
Colgado en un perchero, se podía ver un par de sombreros finos, con bordados en oro o en plata traído desde Guanajuato. Varias camisas blancas, con cuellos pegado y volteado que mandaba traer desde Morelia. Varias chaquetas como las que usaba el emperador Maximiliano cuando salía a cabalgar rumbo a los volcanes; unas de gamuza y otras de casimir, con botones de plata y oro perfectamente decorados, que hacían juego con las chapetas del sombrero que le hacían especialmente allá en San Pedro Tlaquepaque, Jalisco.
Pantalones de gamuza, también con botones y cadenitas bellamente labrados, que hacían juego con las chapetas de la chaqueta y el sombrero. Una buena colección de corbatas de seda, faja de tela fina, que no debía verse por debajo del cinturón, solamente las puntas, mantillas, sarape, y cuarta de buena calidad, todo haciendo juego con la apariencia del buen charro.
En el ajuar no podía faltar un buen cinturón con piedras preciosas, con una hebilla en donde estaban sus iniciales diseñadas en un anagrama, unas medias de seda para los pies y al último los botines charros, lisos en color café. Para quienes lo vieron, quedaban asombrados porque todos los símbolos del charro haciendo juego entre sí.
Subía la escalinata con vestimenta de obispo y bajaba con traje de charro, haciendo ruido con sus espuelas de plata. Ya en la caballeriza, estaba su asistente, que le tenía preparadas unas cajas con cuatro o seis gallos de pelea. La silla de montar también con elegantes motivos y piedras y metales de buena ley, que le hacían a su gusto en Lagos de Moreno. Montaba un brioso y fino caballo alazán de la mejor estampa y de buena sangre. Salía acompañado por un caballerango que guiaba las dos mulas y atrás el asistente que apoyaba en la sacristía.
La extraña como singular comitiva, estaba formada por tres jinetes, dos caballos y tres mulas salían por la calle de Santa Rita. Dependiendo del día y de la invitación, unas veces enfilaban rumbo al río Santa Catarina para llegar hasta el Repueble de Oriente, otras más allá del templo del Roble y la mayoría de las ocasiones, a unos redondeles situados entre el callejón del Diablo y la presa Grande.
La gente que lo vio pasar, ya al atardecer o al anochecer, sentada en los poyos o banquetas, al verlo se santiguaban con respeto, le llamaban “su Excelencia”, mientras él en actitud severa y adusta los bendecía a su paso. Cuando se alejaba la comitiva, decían en tono burlón como festivo:
 
  • “¡Ahí va el obispo piedrotas!”,
  • “¡Miren!, ya va a jugar a los gallos”,
  • “¡Es que señor obispo es el mejor y consumado gallero que hay en Monterrey y sus alrededores!”,
  • “¡Miren, se quitó las piedrotas de sus sandalias por esas botas vaqueras!”.
Pero, ante todo, era un hombre consagrado a Dios y a su servicio. Como aquel verso del poema que un bate regiomontano le compuso:
¡Ay, quien creyera
Qué el pastor Ipandro Acaico
jugara y apostara a los gallos,
en redondeles y tugurios de Monterrey!
Se convirtió en un afamado gallero, que había aprendido bien y criado a los mejores gallos de pelea mientras fue el primer obispo de Tamaulipas entre 1871 y 1879. Agarró el gusto, cuando realizó una visita pastoral a los pueblos de la Sierra situados rumbo al Pánuco, le prepararon para su bienvenida y regocijo una corrida de toros, unas peleas de gallos y unos coleaderos y concursos ecuestres.
En esa ocasión, le regalaron una pareja de gallos de pelea y con ellos formó una temible banda de gallos reconocidos por su finura y ley. Dicen que las gallinas dan la ley, pero los gallos dan la espuela. De vez en cuando se salía de su casa episcopal en Ciudad Victoria para jugarlos. Lo curioso es que se daba su tiempo para alimentarlos, cuidarlos y entrenarlos.
Hacía todo eso, porque a decir verdad, le aburrían mucho ambas ciudades, acostumbrado a la vida cosmopolita. Y se distraía en la lectura, en la escritura, en sus visitas parroquiales y las peleas de gallos. Y le gustó el ambiente. La feligresía no daba crédito, que por su prestancia y elegancia, fuera el prelado de la diócesis.
En los pueblos del noreste mexicano, los hombres son liberales y rara vez acuden al templo, por eso lo veían como una rareza o excentricidad de alguien que según decían, su catedral, su diócesis y parroquias le parecían chicos para lo que había conseguido en Roma como en Londres. 
Pero luego regresaba a su casa, se quitaba su traje de charro, se iba a su biblioteca y como el mismo alguna vez lo señaló:
 
  • “Consagré a las letras, mis noches insomnes y mis siestas solitarias”.
Dicen que los obispos y los curas son de hábitos nocturnos y por eso son dados a las siestas para aguantar la metódica como sufrida vida del sacerdote, en donde reza lo siguiente para tomar fuerzas de lo sobrenatural:
Esta es Señor,
La estrena de mis afanes oratorios
Y este es el exordio
De mis funciones pulpitales…
Alguna vez confesó, de que debía combinar sus afanes y ocios:
 
  • “Con tantas interrupciones, tiene que ser desigual. A veces el carro de mi musa quedó atollado en el fango; y como los caminantes y los arrieros, lo deben abandonar hasta que se pueda recorrer”.
Así como decía Mosco, el bucólico griego: “Cantando, apacentaba sus rebaños”, pero también cuidaba sus galleras. 
 
IV
“Homo sum, humani nihil a me alienum puto”
Soy un hombre, nada humano me es ajeno.
Publio Terencio
Como se advierte, el “Ipandro Acaico” era un pastor de almas, un obispo en tierras de misión, un gallero por distracción y un poeta por vocación. Cómo que su afición no correspondía a su fama de gran orador, considerado un eminente poeta que formó parte de los “Arcades de Roma”, a quien le dieron por nombre de acuerdo a la tradición clásica, el de “Ipandro Acaico”, traductor de clásicos y de los llamados bucólicos griegos, considerado el primer helenista de México, además de autor de muchos libros de poesía, sermones, estudios literarios como cartas pastorales.
Formado en México, Inglaterra e Italia, Fue además miembro de la Academia Mexicana de la Historia y de la Lengua; de varias sociedades científicas y literarias del país y de otras naciones. Más que gramático, un poeta, que debe inclinarse por lo más bello. Un buen poeta se basa en la inspiración, en la magnificencia de las palabras, en las sentencias como en las figuras retóricas a las que recurre y se expresa. Con expresiones ricas y variadas, abundancia de palabras, asuntos y motivos.
Dicen que un poeta no se lleva bien con el hábito del sacerdote. No es tanto porque la religión ahuyente a las letras, sino porque la feligresía confunde al poeta con el hombre y le atribuye como propios todos los deseos y anhelos que canta a través de sus poemas. Era impensable, que en el templo, en las bendiciones, en su catedral, en las tertulias de los ricos, las meriendas y el chocolatero de los canónigos, los varones se quitaban el sombrero para besarle el anillo. Las mujeres y los niños se reverenciaban ante él. administraba e imponía sacramentos, pasaba tardes en el confesionario para absolver los pecados de su grey. Pero en los redondeles le gritaban que hacía trampa, que les había echado agua bendita a sus gallos, que se fuera mejor al púlpito o al altar.
V
¡Reina del Norte! Conmovido acepto
El homenaje que rendida ofreces
¡Quiera tus preces escuchar benigno
Dios Poderoso!
 
El 13 de noviembre de 1884 fue nombrado obispo de San Luis Potosí, mientras se quedó como administrador apostólico de la grey regiomontana hasta el verano de 1886, cuando nombraron como nuevo obispo a don Jacinto López Romo. Al despedirse, en diciembre de 1884 volvió a dirigirse con una magistral composición a su grey regiomontana:
 
  • “Al soltar las riendas del gobierno de este obispado, pedimos perdón a nuestros diocesanos de las faltas y errores que nuestra fragilidad nos haya hecho cometer; lo imploramos, sobre todo, de aquellos a quienes en el ardor de la lucha tuvimos necesariamente que herir o derribar, al lanzar nuestros dardos en defensa de la Religión.
  • ¡Oh! ¿Por qué nos provocaron? ¿Por qué convirtieron nuestra misión de paz en un estado de perpetua guerra, para todos funesta? Al mismo tiempo enviamos nuestro perdón a cuantos nos saturaron de oprobios; y pueden estar seguros que --como ya ha sucedido con los que se nos han acercado-- jamás será obstáculo para obtener nuestros servicios y nuestra especial benevolencia, el habernos ultrajado".
El mundo literario como político de la época, tanto de México, Inglaterra como de Italia, vieron que el “Ipandro” era "mucho obispo" para ambas diócesis. Y la sede potosina estaba a la altura de sus aspiraciones eclesiásticas como políticas. No obstante, supo sobreponerse y servir como Dios manda y así lo anotó:
 
  •  ''Deber era en Nos afirma como obispo y como ciudadano".
Ya en sede potosina, continuó sus labores. En ella permaneció 30 años al frente y otro tanto a la distancia, padeció el destierrro. Se hizo viejo y ya cansado, pero siguió en su labor intelectual. Acudió a la invitación que la Academia Española habría de confiarle la oración fúnebre por Cervantes al venir el tercer centenario del Quijote en 1905, en donde estuvo como invitado especial el Rey de España, Alfonso XIII.
Fue un verdadero testigo de los tiempos. Estuvo al servicio del Imperio de Maximiliano, vio desfilar las presidencias de Juárez, Lerdo de Tejada, Porfirio Díaz y Manuel González y otra vez Porfirio Díaz hasta que renunció a la presidencia en 1911. Ya anciano, padeció los tempestuosos días de la Revolución, con el Plan de San Luis, la presidencia de Madero, la Decena Trágica y la presidencia espuria de Victoriano Huerta y el Plan de Guadalupe en 1913.
Cuando las tropas constitucionalistas entraron a la ciudad de San Luis Potosí, destruyeron su sede episcopal, quemaron sus libros y se robaron las obras de arte, por lo que decidió partir rumbo al exilio.
Dicen que cruzó más de cien veces el Atlántico. En 1914 partió de Veracruz hacia Roma en una nueva misión de su Iglesia, sin saber que era la última vez que la vería. Huyó de la Revolución Mexicana, para ver la Primera Guerra Mundial en Europa. Presintiendo ya su fin, el 30 de julio de 1921 emprendió regreso hacia la Patria, ya muy enfermo llegó a Nueva York en donde murió el 12 de agosto. Recién había festejado sus bodas de oro episcopal en España. Tras solemnísimos funerales en la catedral de San Patricio, sus restos fueron llevados al panteón del Calvario en Brooklyn, para después es trasladado su cadáver a la amada ciudad potosina.
Sus restos fueron depositados en la iglesia Catedral el 7 de septiembre de 1921. A su muerte, era el decano del episcopado mundial. Ya en el ocaso de su vida, compuso para sí un soneto que refleja cuánto añoraba verse morir exhalando su último suspiro entre el amor de sus feligreses. Al final el destino le negaría esa última voluntad.
Triste, mendigo y ciego cual Homero
lpandro Acaico a sus montañas se retira
sin más tesoro que su vieja lira
ni báculo mejor que el de romero.
 
Los altos juicios del Señor venero
y al que me despojo vuelvo sin ira
de mi mantel pidiéndole una tira
y un grano del que fuera mi granero.
 
Por qué mirar con futiles enojos
a quien no puede hacer ni bien ni daño
y solo quiere en su ontaqésimo año,
antes de que acaben de cerrar sus ojos,
morir apacentando su rebaño.
Como todos los poetas, el “Ipandro Acaico” sintió la necesidad de cantarle al amor, no el concreto y en especial, sino al de sus semejantes. Y él muriendo, apacentaba a sus ovejas.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Obras consultadas
 
  • Ocios poéticos de Ipandro Acaico. México, Imprenta de I. Escalante, 1878
 
 
  • Riva Palacio, Vicente. Los ceros. Galería de Contemporáneos por Cero. México, F. Díaz de León editor, 1882
 
 
 
  • Tapia Méndez, Aureliano. Ipandro Acaico: Ignacio Montes de Oca y Obregón en las letras españolas. México, Al Voleo, 1979