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JOSÉ A. GUTIÉRREZ RODRÍGUEZ -COLOMBIA-

Nació en el municipio de Caicedonía, Valle del Cauca, Colombia. Es licenciado en literatura en UNIVALLE. Ejerció la docencia durante muchos años.
Tiene escrito cuatro:
 
-Rostros del tiempo, novela inédita.
-Muchachadas, libro de cuentos.
-Cuadritos, libro cuentos.
-Cuesta arriba, novela corta inédita.
Diversos relatos han sido publicados en revistas literarias en Bolivia (lectura de dos microrrelatos en YouTube, Rincón Poético), Perú (Albores Caipell), México (ensentidofigurado), España (dicotomía poética de poesía Haikus, en Letras Como Espada, Mundo Escritura y Comunidad tus Relatos), Chile, (Lugares Imaginarios, editorial Pluma Digital),  Colombia ( Historia de Amores y Olvidos, en editorial ITA,  el libro Antología Narrativa impreso en papel, diversos cuentos, editorial Trinando y Arrierías, Caicedonia, Valle).
 

LA SANCIÓN

 
  
Para muchos mompitas y para mí, el sábado es el día más alegre de la semana. Las calles de la capital cuyabra, se empapan de aromas de café, música guasca, campesinos que gastan, a manos llenas, el jornal de la semana en cantinas, yipis taqueados de pasajeros, y mientras unos vienen del cafetal, sus dueños se van a descansar en ellos.
Un solo día es otro ambiente, con carácter festivo, debe ser por lo que hay billullo en las popelinas.
En mi caso, por lo regular, los sábados, olvido el Rufino y los libros, chupo ojo hasta las once de la mañana. Después del almuerzo, juego mi picado de fútbol en un remedo de cancha del barrio popular con mis mompirris: Fernando, Darío, Jairo y mis hermanos Batata, Chepe y Mocho. Esto me sirve de entreno para los picaditos de los domingos por el torneo juvenil. Después, si tengo billullo, me voy a callejear. Me paro en una esquina a bolear el llaverito y a tirarles piropos a las sardinas. Si alguna me pone cuidado, pues tiro carreta un rato, la invito a socializar a ver alguna película chévere y comer palomitas de maíz, pasarlas con gaseosa, también cholaos y maní. Si no, pues sigo tirando camino, en cada panadería me paro en seco, como el mecato que vea, sobre todo la cuajada y el amarillo. Mejor no sigo porque no demoro en chuparme los dedos. Luego, en lo que nunca fallo es en meterme al café La Bastilla, que me queda de papaya de lo cerca, a jugarme un chico de billar. A veces me estoy toda la tarde, el tiempo se me va volando, retacándolo con gaseosa, cortejada por un par de empanadas, harto pique, pero también mantengo piloso de que los polis en su ronda diaria no me pillen in fraganti.
En la mayoría de los casos me les vuelo, en otros nanay cucas, por estar embobado con las tres bolas, y ahí mismo de paticas para la permanencia, frito el pollo. Todo por culpa de mi edad, pero hasta ahora he salido rápido porque tengo billullo para pagar la multa por anticipado, luego cuento la historia, se forma la bronca más berraca con mis mompitas de la cuadra, en el colegio y la cantaleta en mi casa. Son diabluras que uno tiene que saber regatear o aguantar.
Estoy viche para que me den la cédula. Me faltan los dedos de una mano, más dos de la otra. Por ahora soy cabeciduro porque me la juego así, y ni por el carajo renuncio a tacar las bolas, pase lo que pase. Y justamente hoy es sábado, he cumplido mi recorrido durante el día, y como es de noche, aunque no tengo billullo, me voy para el café, al menos a echar ojo. De pronto aparece un marranito, le juego, aunque sea a la fija, el garitero me fía, pero tengo que decir que nada de billullo. Él me hace el cruce, a veces haciendo malacara después de rogarle, aunque siempre le pago. Cuando juego a la fija, juego mejor, nada de nervios, estoy como un tiro. ¡Qué raro! Debería de ser todo lo contrario. Así son las vainas del juego. Debo sugerir que a veces me sale el tiro por la culata, sea porque el otro es mejor o por dar pasto o porque el juego no me da, es decir, mareo total, mejor no sigo porque luego la situación es pareja de lo tiesa.
Me puse el buzo y la cachucha. Hacía un poquitín de frío abrazado por una calidez naciente. Cerré la puerta. Mis padres no habían llegado de viaje por la Perla de Otún. Vendrían tarde. Salí a la calle, caminé. De pronto me encontré en el café La Bastilla. Mi tercera oficina. Me recosté más que pobre sin mamá, sobre la pared despintada por las suelas de zapatos, para guindar mejor el chico que se desarrollaba, también por las ganas de jugarme uno. Mientras mis ojos seguían detrás de las bolas, ellas haciéndome piruetas, y ellos a veces perdían la dirección por estar pilosos por la poli, y en un instante de una carambola de fantasía por parte de uno de los jugadores, sentí una mano con patas de bicho, tocando una de mis paletillas. Giré mosca, cuadrándome como lo hace mi ídolo Bernardo Caraballo:
—¡Ponela como querás, seas quien seas! —dije presto al pescozón.
Pero miren la belleza de marranito que se paró frente a mí.
—Nada de nervios —dijo Beto—. Y usted siempre avispado, mompita, ¿no?
—Pues sí, hay que estar alerta porque camarón que se duerme... Y qué milagro de verlo por aquí. Hacía días no lo pillaba.
—No, mompita, me agarró una gripa la berraca por varios días. Casi que no se va. Me tocó que visitar el médico… ¿Y qué hace?
—Aquí tirando ojo nomás.
—Tacamos un chico —dijo Beto.
—Sí, pero mucho ojo con la poli.
—Fresco, hoy están de recreos.
—Tal vez recreos en las esquinas. Y pago ese chico —dije sin pensarlo dos veces.
Anoto que con él no había pierde de ninguna clase. Le daba mitad de partido, me podía meter debajo de la mesa de billar, y seguro de que no me alcanzaba. Y si de pronto algún descache mío en el juego por culpa del vacío de mis popelinas, pues Beto tenía que costearme el chico. Voy a la fija. Pero mis nervios era el ojo a la calle para que no me pillara la poli.
Hacia ratico estaba embobado con una serie, ya llevaba veinticinco buenas carambolas, cuando de sorpresa, entraron dos tipos con driles caquis arrugados, caras cuadradas de Dick Tracy, pero con cachuchas, los movimientos de sus cuerpos eran vericuetos. Sospecha inequívoca de estar pasados de tragos. Y de encima, los ojos atrás. No hubo tiempo de la voladora, a pesar que el garitero medio nos sopló, pero ya era tarde:
—«¡Ojo, la poli!»
—Ya que. —Estaban adentro y nosotros pillados.
Se sentaron como pudieron, ayudándose entre los dos. Le hicieron señas a la copera de dos tragos doble y una soda. Seguimos jugando ojeándolos con culillos porque de un momento a otro nos pedirían papeles. Y como si fuéramos adivinos, sus miradas se apiñaron en nosotros.
Unos minutos después, los dos, a la par, se pusieron de pie con pasos tembleques que apenas se podían sostener, pensé decirles que hicieran el cuatro, pero abolí la gracia. No era rato para bromas ni siquiera mentales, se encaminaron al sitio donde estábamos. Uno de ellos le preguntó gagoso a Beto:
—«¿Pa–pa–pa–peles?»
Mi mompita se puso más verde que una iguana. La misma metamorfosis la empecé a sentir, aunque la vaina todavía no era conmigo. Pero la presagiaba.
Beto se metió tiritando la mano a las popelinas, como pudo sacó un papel amarillento, arrugado. Se le cayó. Tuve que darle la mano para recogerlo. Hasta ahí estaba en el papel de fresco por fuera, pero en mi interior empezaba a encaramarse el come uñas. Beto mostró el papel. El poli ni siquiera lo ojeó.
—«¡Vaya por sus papeles!» —le gritó.
Beto salió corriendo y silbando como ambulancia. Mientras tanto yo me hacía el morrongo, mis manos comenzaran sus síntomas de temblor, toteando las bolas, esperando el cimbronazo.
—«¿Y usted qué pelao? Todo inspirado ahí»—dijo con cierto ají el otro poli, el bajito.
—Pues mi secreto, aquí haciéndole a las bolas —respondí nervioso.
—«¿Sus papeles?» —preguntó con voz de vitrola con poca cuerda.
—Se me quedaron en casa, pero si usted me permite, voy por mi carné. Vivo cerca de aquí, vecino de mi mompita que acaba de salir.
—«¡Nada!»—gritó el poli elevando la voz del pecho—«Necesito es la cédula».
Alcancé a pensar: será que me vio cara de carevieja.
—Soy menor de edad —dije.
Y vi que sus ojos se ampollaron. Y en un momento trillado del ser humano y en la vida de mi país, sacó el revólver, colocó trémulo por los tragos, pero con sangre fría, acostumbrado, el cañón en mi pecho.
Mis zanjas pesaban como dos pisones de concreto, y se hundían en la oquedad imaginativa del piso mosaicoso. Un vértigo tenaz exploró mis tripas. No sé qué tiempo duró el tubo amenazante. Cuando lo bajó, sentí que había disparado, y me había muerto allí en vida, de pie, sin venas várices, como un venerable de yeso.
—«¡Quédese ahí pelao! ¡No mueva una oreja! »—vociferó el poli, apuntándome no con el revólver sino con su dedo índice.
Los clientes habituales del café nos miraban a ver qué cara hacíamos. Uno que otro boquiabierto. Algunos otros se asomaban en las puertas, tal vez para averiguar el chisme, sin decir ni mu, pero seguían su calle. Otros permanecían quietos, como espectadores de un circo, esperando que el trapecista se diera un golpe en su triple salto mortal. Un pato, y que siempre aparecen, que pasaba, gritó:
—«¡A dormir, güevones! ¡Cojan oficio!»
Carcajadas escoltadas de silbidos y madrazos, luego, la secuencia anterior volvió a su sitio.
Los dos polis salieron, pero antes, uno de ellos, sacó una libretica, apuntó mi nombre en garabatos. Luego mis guindas los siguieron hasta la mitad del pavimento. Vi que ellos pararon con voz castrense un poli con uniforme que pasaba despreocupado. Hablaron en voz bajita, casi en los oídos, al mismo tiempo uno de ellos me apuntó por segunda vez con el dedo predilecto para señalar. Luego se malgastaron como suspiros penumbrosos en un recodo de la cuadra.
El poli se acercó y dijo malgeniado, rascándose la cocorota, no a mí, sino a un destinatario que apareció en su materia gris.
—«¡Qué vaina que lo pongan a uno de ronda, antes de tiempo! No dan un poco de espera. No aguantaron a que me reportara».
Me miró serio.
—«¿Me acompaña, pelao?»
Lo seguí. Durante el trayecto, buscando un atajito de escape, le propuse que me hiciera un cruce.
—«¿Cuál, pelao?»
—Por qué no se hace el fresco, y deja que yo ponga paticas a mi rancho. Le miro la cara y me parece buena gente. Nada le cuesta.
—«No puedo. Usted es un encargo. Ellos lo tienen apuntado en una libreta. Mañana pasan ojeando. Y si me hago el alcahuete, pues en la olla. Tengo problemas serios. Me llaman a relación, y no quiero ensuciar mi hoja de vida».
—¡Qué raro! Creo que la vaina es por el lado del billullo.
—«No».
—Es así.
—«Vea pelao, no se vuelva consejero con la cantaleta. Esto no es invento mío. Soy un empleado. Además, es un requisito aquí. Lo único que lo salva de la encerrona es que tenga billullo, y pague la multa. No le busque más».
—Mire, perdón, ¿cómo se llama?
—«Rogelio».
—Vea, amigo Rogelio, usted no sabe realmente que pasó. Fue algo muy trinca, le cuento.
—«Sé el  informe que recibí y cuál es su cuento».
—El hecho fue simplemente por el recreo de estar pegándole a las bolas y un papel con foto. Y ahí mismo el fierro en mi pecho sin ninguna consideración. No dije ni mu. Se me murieron las lombrices porque las amibas todavía no están de moda. ¿Y a quién no? Estuve a una cuarta de la pelona. Lo más verriondo fue que uno de los que iba a jalar el gatillo estaba medio foqueado por las copas. Escasamente los dos se podían parar solos. Solo a mí me pasan estas vainas. Usted debe de haber pillado este detalle cuando tiró verbo con ellos. El tufo era tan penetrante que tumbaban murciélagos volando. Él que me apuntó hacía si no eructar unas veces al detal, otras al por mayor, después le dio un hipo de película.
—«Estoy de acuerdo pelao. Eso no lo discuto, tal vez hubo abuso de autoridad. Lo ayudo con esa nota cuando rinda el informe».
—Y de vendaje —interrumpí—. Me voy a revolver con cuanto maleante esté amañado en el agujero. No quieren salir ni porque los saqué la mamá o la novia, además tiene la comida gratiniana, y alimentan el vicio. Hay que estar con cuatro ojos, ojalá con la armadura de por allá de la Edad Media, de las que se colocaban los caballeros de la mesa cuadrada o redonda, para salvarse del manoseo, y si se descuida, pues ni le cuento. Imagínese, pues, en la guandoca, una navaja en la garganta, la persona puede volverse ratero, vicioso, y de todo, es decir una coscorria completa, como dicen ellos con su lenguaje propio. Muy parecido al ejército y al seminario; los primeros salen sollaos, y cogiendo pispirispis; los segundos, caminando a lo pinchado, con una mano adelante y la otra atrás. Usted debe saberlo, ¿no? No se haga el morrongo ahí.
Rogelio peló los dientes por un instante. Con esa sonrisa cuadrada tan característica en ellos.
—No es un chiste de dos por cinco si no de entalegarlo muy bien —proseguí—. Me gustaría Rogelio, usted que tiene cara de Elvis y culo de negra, pues se meta allá por puro relajo. Le cuento que no queda ni el ripio. Y así se dará cuenta de que no boto carreta así por así. Una cosa es estar engrapado allá y otra afuera. Se mete al gorro, ¿qué dice mi agente?
—«Sí, ese es el chisme que anda por ahí, soy nuevo en el gremio, pero lo suyo me llama la atención, y le voy a comer carreta a ver cómo me va. Voy a conversar la vaina, me puede servir de expía, además me ayuda en una tarea de investigación que tengo los sábados en el acelerado».
—¡Buena esa! —dije animado.
Archivamos el silencio. Durante el recorrido que faltaba no hice más que darle aros a mi estado de detenido. La actitud atrancada del poli no a mi favor, ya que la vaina no era un caso que digamos grave, el motivo chimbo de cómo me había metido en este enredo, y todo por culpa de tres bolas, sus efectos espirituales y materiales, las ideas estériles de cómo salir de este lío, luego los combiné con el trato que había hecho con Rogelio, que no tenía que ver con mi problema, pero si como un atajo terapéutico, también por puro aventón. Lo chistoso, el sí de una sola, talvez seducido por la petición a quemarropa que le hice. No tuvo tiempo de respirar.
Entramos a la permanencia. El secretario que era una persona de civil, atendió sin interés el informe de Rogelio, tampoco el picoteo que hizo referente al estado y actitud de los polis. Me defendí esgrimiendo mi oficio de escolar, pero orejas sordas. Me senté achantado. Luego, Rogelio llamó a su superior que fumaba más que arenero mueco, y se arrullaba en una silla mecedora, puesta en una esquina del despacho. Alegaron y manotearon por cinco minutos, y parece que llegaron a un acuerdo. Rogelio se metió en una piecita, en un dos por tres apareció vestido de franela, jean, tenis. Más tarde, otro poli nos acarreó al cuarto de encerrona.
—«Casi que no rindo a mi superior »—dijo Rogelio mientras caminábamos—. «Me tuve que ir por el lado del estudio, claro que es cierto, pues yo le hago al acelerado los sábados, le tiré el camello de una tarea de investigación sobre los moradores eventuales que viven en la permanencia por haber comet»ido algún delito menor. Y ¡paf!, mi cabo se rindió. Casi que no, y listo el pollo.
—«Bien, mi agente»—dijo el otro poli sin sorpresa—. «Le deseo buena mar y mucho ojo porque allá la movida es otro cantar, muy chueca, y si hay bronca peligrosa, pues pega el grito, no se vaya a quedar mudo por el acoso, y listo don Evaristo».
El poli abrió la puerta que chirrió pidiendo un poco de aceite, nos empujó en el interior helado, húmedo, a media luz.
Una manada de manos nos dio la bienvenida, por ahí derecho nos separaron para un lado y otro. Comenzaron una requisa sin control, ansiosas. Nos esculcaron hasta lo que no teníamos. En mi caso personal, voltearon mis popelinas al derecho y al revés, palparon mi muñeca por si tenía reloj, pusieron las manos alrededor de mi garganta, tratando de hallar una cadenita de oro, metieron las manos en las verijas. Esculcaron las pelotas, pero no las de billar. Buscaron, rebuscaron a ver si había metido las alhajas por esos rincones, y vean el vacilón que se llevaron. Se toparon un taco que, debido al toque, toque, se estaba parando como Lázaro de su rigidez bíblica. En la acción minuciosa se volvieron suspiro la cachucha, el llavero, la billetera vacía y el buzo. Al no encontrar cosas de valor, me pegaron un par de patadas de mula que me hicieron sentar en un rincón del piso. Atrás, alguien berreó:
—«¡Ave  María  loladrones, de  manera  que también  arrechito  el cabroncito este!»
Luego, sin contemplaciones, Rogelio cayó a mi lado como un tamal.
—Cómo me lo trataron —le dije en voz baja—. Parece que no lo recibió la novia. La movida aquí es peliaguda. Y, ¿quién se mete con esa patota? Ni el mismito «berraco de Amagá».
—«Un poquitín maltrecho, pelao, pero nada más» —respondió sin mostrar cara magullada y sacudiendo el pantalón arrugado—. «Esta patota si cree que uno es una maraca o el mozo, ¿no?»
—Okey, hay que comer callado. Nada de revirar o lleve del bulto. Los pataleos no sirven. Lo ponen a caminar rengo y la cara pálida.
—«Sí, eso es ley en el mundo de ellos en su bajo mundo, en los acomodados, en los que le falta las güevas, pero primero que policía soy hombre, no me frunzo por nada. Estoy hecho para este oficio»
El montoncito de maleantes se apostó en el centro del sótano cuadrado. Nos reparaban en medio de murmullos. Uno del corrillo se apartó, con caminado de camaján, pasó echándole ojos a la hilera de zapatos.
—«¡Oigan, pirobos! Necesito de afán unos pirrieles para sostenerme unos días más, y por ahí derecho un culo, porque aquí en esta ceba de roto el pipiloco se vuelve mohoso por falta de uso. ¡Oyeron o es que están más sordos que una tapia! ¡Háganse los gϋevones y verán los que les pasan! »—vociferaba.
—«Oiga, viejo loco, usted parece que esta caída del zarzo o está desvariando»—respondió alguno de nosotros con un susurrito de voz con freno, como si se hubiera arrepentido.
—«¡Qué…, qué! »—repostó el revisor.
Y silencio en la noche, ya todo está en calma, el músculo duerme, la ambición descansa, revivió la pasta de Gardel. Ni una mosca despistada voló por estos lares. Mis zapatos estaban a salvo porque eran de marca Grulla. Al final de ese ir y venir, el hombre se vino en línea recta a la cara de Rogelio, se pegó a su lado como cola para madera, le dijo con tono amanerado:
—«¡Uy, zona, primor! Usted no parece un macho con pelo en pecho y remolinos en el culo si no un maricón. Creo que mantiene rondando en la plaza de ‘los Pájaros Caídos’, todo pinchado, tirando ojitos envueltos en risas de Mona Lisa».
Que insulto con la pobre Mona Lisa, también la metieron en este rollo. Y para que vea, los delincuentes también son cultos, pensé.
Al hombre le picaba la mano porque comenzó a meterla por allá, por acá, a que te cojo ratón, a tocarle la barbilla, las orejas, y Rogelio tal vez en su materia gris, a decirle, que no gato ladrón, y empezó a sacarle el cuerpo con maña, a capotearlo como si fuera un torero.
—«¡Uy zona! Es que el mancito este no es cismático, sino que echa candela por la boca y humo por la bezaca ¡Será muy macho o qué? »—dijo con la piedra empezando a soltarse.
—«¡Nada, de nada, mancito! ¡Conmigo es aquí, allá y acullá, boleando sin despeinarse!» —dijo Rogelio como corcho de botella de champaña en pleno relajo de cumpleaños acelerado.
—«¡Ah, no! Nos resultó el Putas en calzoncillos, no en foto sino en cuerpo y alma» —dijo el hombre manoteando, botando escupa por montones.
Por embrujo, apareció la patota, se le echaron encima. Quise ayudarle por los laditos, pero una trompada rozó mi ojo izquierdo, que me mandó de nuevo a mi sentadero, y quieto en primera base. Me restregaba el ojo por si estaba picho. Mientras tanto Rogelio se volvía un tres, sin tirar epítetos babosos de rabia ni chicaneros, y a punta de patadas, trompadas, logró escabullirse como culebra de los arrechos atacantes, se arrequintó a una pared, sin saber cómo, echó mano a una botella que encontró a ciegas en el rincón o que alguien le facilitó, las despicó con pericia, como viejo peleador con esta arma raya caras, se puso listo para mandar el primer lance.
La patota retrocedió como absorbida por una vaina magnética, luego se paró en seco. Nosotros, que solo aderezábamos a punta de guindas la secuencia reñidora, nos pusimos mosca, pero de achicados, agazapándonos aún más en el refugio.
Uno de la patota, tal vez el jefe, dijo frustrado, con irónico respeto:
—«El loco este es tieso, áspero. Parece que con él es tumbando y capando. Además, está mancado. Dejémoslo quieto ahí en primera base. Otra cosa, tiene la nalga cuadrada, debe cagar figuras geométricas, y eso que hay que hacer maromas con él, voltearlo entre varios, sacudirlo de patas para que lo haga».
Rogelio volvió erguido como varilla recién hecha en Paz del Río, y sin perderles la vista, haciendo cara de comer del muerto, se sentó sin soltar la punzante botella por si las moscas.
—Usted tiene los pantalones bien amarrados —dije.
—«Toca, toca pelao. Si uno no se despabila, pues en la soberana olleta. Nada de achante».
—Yo le conté, aquí la movida es tiesa.
—«Sí»—confirmó Rogelio—. «No se puede esperar que estos tipos sean beatos, ¿no?»
Guardamos silencio por un buen rato. La patota se había retirado a su nido. Una hebra de aire colada por una rendija, situada casi en el techo, refrescó un ratico el ambiente pesado, húmedo.
La patota lo calentó colocando ojos glotones, arrebatados, en un recodo de la capota del cuarto. Fabricaron una fina escalera humana a la red trabada de la araña, parecían trapecistas diestros de un circo profesional. El tipo que estaba primero, pero abajo, colorado, pujando, le dijo al primero de arriba:
—«Vea, viejo loco, échele mano al manojo de telaraña».
Después de cumplido el gorro, la escalera se desbarató en par patadas. Después formaron un corrillo un poco cerrado. Cuchicheos. La calma se instaló chapoteada de olores de marihuana, telarañas. Un frío de páramo se descolgó por la rendija, debajo de la puerta. El descanso fue irrumpido por el chillido de la puerta. El poli nos hizo señas.
—«Se acabó el ensayo» —nos dijo casi en los oídos.
Me llevaron a otra encerrona, un poco abierto, apacible.
—«Ahí lo dejamos mejor instalado. Nadie le puede joderle la vida. Ojalá venga algún pariente y le arregle la situación. Voy a charlar con mi cabo a ver si lo sueltan»—dijo Rogelio.
—Vaya, ni porque me tuvieran amarrado, pero si encerrado— pensé—. Y gracias. Ojalá el próximo sábado tenga una buena nota en el acelerado. Y si yo sigo acá, pues le hago fuerza, aunque me dé una hernia mental.
Sonrió. Apenas dieron la espalda me sentí despejado. Su presencia, aunque sea amiga, muestra respeto y también desconfianza.
La aurora fue tirando sus primeros toques. De pronto, Rogelio vino, me dijo a través de las flacuchas barras de acero.
—«Véngase ligero para que trate de llamar a su casa. Estuve tirándole carreta por unos minutos a mi cabo, pero nada. El hombre no da el brazo a torcer. No vale discurso de colega».
—Gracias por el intento.
Boté el aire esperanzado. Caminé al lado de Rogelio. Estuve un buen rato calentando puesto, tocándome el mentón, comiéndome las uñas. Había varias personas pagando la multa. Y casi no terminan de hacerlo porque alegaban haciendo visajes de todo calibre. Surgió el cabo.
—«Mire, muchacho, puede llamar a su casa. El agente Rogelio me habló sobre su caso. Vamos a tener en cuenta el estado de los policías, se tratará en una reunión interna, disciplinaria. Por ahora hay que esperar quien viene por usted y pague la multa. Eso no tiene reversa. Y rece para que vengan».
—Mi cabo, es risible que por hacer trazos geométricos en un paño verdoso por un ratico de esparcimiento, me tenga que pasar esta vaina, lo duro del caso fue que por un cuarto de una cuarta no me vaciaron el tambor.
—«La vaina suya me la sé de memoria» —interrumpió—. «Deje tanta perorata. Además, es la segunda vez que usted nos visita. Y si mi cabeza no me falla fue hace tres meses. No cogió experiencia. Usted sabe las normas que debe cumplir por ser menor de edad. Espero no volverlo a ver por aquí. Que le sirva de contra remedio. Ahora, si desea, le presto el teléfono para qué llame a su casa».
No tiré más verbo. Apreté el negro. Marqué un montón de números. No sé oyó ni el eco de suspiro despistado al otro lado hogareño. El cabo, ante el fracaso de mis llamadas, dijo:
—«No tiene suerte. Espere que aclare el día para que haga un nuevo intento».
Con cara de chupa limón regresé con resignación a la ratonera. Me tiré aburrido y sin consideración a la cama fría. Pensé en Beto, ¡qué joyita de mompita! A la hora del té no sirve ni para un remedio casero. Hace rato hubiera podido arreglar mi lío, no me venga a decir que no lo hizo por estar cagao. Qué le hubiera costado un toc-toc o un ring-ring a mi casa! Somos vecinos. No sale de mi casa copiándome las tareas, de encima, hartando platos de mondongo. Y ahora que lo necesito, nanay cucas. Prefirió salvarse el güevón de mierda. Cuando está en líos, uno si tiene que dar la mano. La ayuda está por el suelo. Primero yo, segundo yo, tercero yo, los demás que se salven como pueda. Y dónde está la socialización del refrán: «los amigos se conocen en los momentos difíciles». Aquí Beto es el antirefrán: «los amigos se hacen los pendejos en los malos ratos». No hay caso. Vamos a ver qué cara pone cuando lo pille. Con lo frescolín que es, pues me preguntará, ¿cómo te fue? ¡Oh, mompita, estás vivo de milagro! ¡Buena esa! Y vení gástate una gaseosa.
Y carcajadas, porque es si no risitas nomás. Otra cosa, que raro que le hayan dado la ocasión de salir como un tiro por sus papeles, a sabiendas que no lo volverían a ver ni en las curvas. Un tonto con suerte. ¿O acaso será muy vivo? Vaya uno a saber. Dizque, ahí llegó el marranito, pensé apenas lo vi, y resulta que el lechoncito fui yo. Y bien preparado ya casi para nochebuena porque estamos en noviembre. En todo caso no tengo ni un tris de su zodiaco. Ya no tiene juicio seguir criando lagrimeos. Lo cierto es que estoy aquí. Y nada más. Lo demás es bagazo. Ahora, si hubiera tenido billullo, pues hacía rato le hubiera puesto arreglo a mi situación. Pero ahí muero porque nada de billullo.
No pensé en nada más. El cansancio de la soledad y el encierro, hizo que cerrara los ojos en mi colchón frío y duro. Luego de un incómodo dormitar, desperté con un aburrido dolor de espalda y el chirriar de la puerta de mi chiquero.
—«Véngase como por dentro de un tubo, pelao» —dijo animado Rogelio—. «Parece que ahora sí le llegó la hora de poner patitas a su casa, aunque veo la marea maluca por otro lado».
Sentí una confianza desconfiada.
—«Hay noticias. Una señora alta, de cabellos blancos, rostro escueto, lo pregunta»
—¡Uy, la abuela! Pero bueno, lo importante es salir.
Me moví casi pegado a la espalda de Rogelio, agazapándome de otro cañoneo. Pero prefería este, por lo pariente. Al entrar pasito, con mucho disimulo al despacho, la abuela en tono mandón me dio el recibimiento con hermosa serenata:
—¡Qué bellaco este!
La vetusta y carateja máquina de escribir brincó.
El rostro de la abuela, escueto, salpicado por arrugas finas, coloradas, ahora parecían las paredes de la permanencia. Empezó la vaciada de fondo:
—Vergajo, usted que nos juró, requetejuró, arrodillado, derramando lágrimas de cocodrilo, que no volvería hacer estas vainas, y mire en las que nos vuelve a poner. La familia repartida en los cuatro costados de la ciudad, averiguando, y nada por aquí, y nada por allá, y si no es por un vecino, todavía estaríamos en las mismas. Y véanlo tan tranquilo. ¡Qué primor de chico!, ¿no? ¡Cómo para encuadrarlo y colgarlo en la sala en vez del cuadro del Sagrado Corazón de Jesús!...
Esto era una caricia no más, que tal que me hubiera dado el papayaso de contarle lo peludo del chiste. No los papeles si no el fierro ahí cerquita del miocardio. Si lo hubiera hecho, el enredo había sido mayor, y seguro, la permanencia no existiría ni las calcas del retrato. O la abuela estaría conmigo en esta pocilga, ja, ja, ja.
La segunda cantaleta le tocó al cuerpo de polis que estuvo embriagada también de mucha pimienta:
—Señores representantes de la autoridad, dónde está el juicio, la consideración con los muchachos, por qué no asumir el papel de padre y crear canales instructivos de acorde a ellos. Son picardías en esa etapa. El solo hecho de estar aquí es vergonzoso, nunca pensaron que él era un escolar. Echémoslo a la guandoca, y listo. Y toda esta guachafita por un papel. Una antesala al verdadero objetivo, un mísero valor llamado multa. Vaya vainas y peajes de la ley, ¿no?
Después de unos minutos su parloteo cesó a tiempo que sacaba la plata de la escarcela negra para pagar la multa. Los polis la oyeron en silencio. Se ojeaban con rabillos de los ojos. El señorío de la abuela era tajante. Luego, cogió mi oreja derecha y siguió de largo con ella:
—¡Camina muérgano! En casa charlaremos con anchura con esta hermosura. Y si lo vuelves a hacer, no te saco de este hoyo, por el contrario, pago varias multas por adelantado para que tu estadía sea más larga y placentera.
Pensé decirle que ni siquiera lo pensara, jurarle no en vano, besando la cruz del pulgar y el índice, nombrando a Dios de verdad, que no volvería a suceder, ni por el berraco entraría a un café, menos jugar billar, y las futuras carambolas las haría en las cuatro bandas de mi imaginación, pero di reversa. Tal vez en casa, con la tensión normal, pondría mi mira, pero primero había que sortear esta cantaleta. Ya no me daban rejo, por lo tanto, era un alivio para el culantro. Sentí cierto ardor en mi oreja como si me la estuvieran chamuscando con un fósforo. Era mejor así, no aguantarme la tortura de uno de sus pellizcos de torniquetes, elevados al cubo, en la pechuga de mi brazo, en ese mismo paraje estropeado por las inyecciones y las vacunas.
La abuela siguió con blablabla de culebrera de pueblo en pueblo, encaramada en un yipi, diciendo cosas que yo ya no oía, y no soltó mi oreja con sus dedos de engrudo hasta que salimos a la calle, por fin tomé ese aire de alas. Los inquilinos del sitio «El Bosteceadero» nos echaban guindas curiosas e incluso nos hicieron tremendo corrillo como si estuviera sucediendo algo novedoso o echando verborrea como un heredero del personaje folclórico Blacamán; algunos se cubrían las bocas con sus manos, no por desdentados sino por muecos de la risa.