JESÚS ANTONIO GUTIÉRREZ RODRÍGUEZ -COLOMBIA-

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PÁGINA 29

 

 

Jesús Antonio Gutiérrez Rodríguez, nació en el municipio de Caicedonia, Valle del Cauca, Colombia- Es Lic. en Literatura en la Universidad del Valle. Ejerció el oficio de docente por muchos años.
Tiene escrito tres libros: -Cuadritos, texto de relatos donde se incluye una petite nouvelle titulada Cuesta Arriba (inédita). Muchachadas, libro de cuentos. Distancia, novela inédita. La mayor parte de los relatos han sido publicados en revistas y textos digitales,   literarios de Bolivia, Perú, Chile, Ecuador, México, España y Colombia. También algunos cuentos han sido impresos en Trinando Editorial de Colombia y México y secuencia de Haikus Encadenados en dos editoriales españolas.
 

Amnesia
 
En estos años de muchachadas, en las tardes, los sábados, domingos y puentes, fuera de estar entretenido en el salón de billar, y de vez en cuando jugarme un chico, pero haciendo mazote, palabra coloquial de los jugadores de billar, es decir mitimiti, pagarlo en compañía con mi rival de turno, y que sea amigo, cuando no lo es, pues antes de iniciar el juego, acercarme a la posible amistad de juego, con mucho arte diplomático billarista, hacerle la oferta, porque mucho de ellos apuestan y dicen que pa que jugar por jugar, aclaro que yo lo hago por deporte y pasatiempo, cuando no hay este recreo por culpa de los bolsillos pelados, pues calentar puesto muy parejo en un banco del parque, con chicoleos mentales ver pasar las colegialas, arreglar las vainas a pura punta de pensamientos, o saludar algún mompita que pasa afanado, o los que no faltan, porque ya pululan por las calles, algún indigente con su costalito a hombros, borracho de cunchos de pegante, pidiendo una moneda con precio fijo para otro frasco, luego de estos recreos sociales de ojos y de variadas categorías, volver a casa cortejado con la dormilona del sol, y en los domingos, en su atardecer, coger los libros y hacer las tareas de colegio.
     Pero antes, hay que cumplir con los oficios caseros, barrer y trapear, lavar los trastos, mimar mucho a mi príncipe mirringo, y como ñapa, claro que de vez en cuando, porque es papel de mi hermano, sacar la guaguao, ella es la reina del hogar, con sus dos rositas tan simpáticas que le colocan con mucho esmero, encima de las orejas.     
     Bueno, estas vueltas son ayudas, porque mi hermana estudia en la universidad los sábados y domingos, en semana se encarga los de la cocina y de cuidar a mi madre que está un poco delicada de salud.
     Esas son las rutinas en mi hogar, pero ese orden hace ruptura apenas un día, máximo dos, los primeros cinco días de cada mes; el sábado, hay que correr porque  hay atención para pagar los servicios  en la mañana.
     Como coincidencia, en este mismo instante, me dispongo a cumplir con esos oficios anotados con mis bisagras corporales y espirituales bien aceitadas, hacerlo antes de que los corten, y otras vueltas que resultan a última hora. Lástima que estas diligencias no se puedan hacer a mitad de mes por varias razones: primero por mi responsabilidad con el colegio, segundo, hay un mayor espacio, no hay fila, los empleados despiertan de su bostezo cuando lo ven a uno, y por la macrovaina de que las mesadas consanguíneas llegan del otro lado del charco los primeros días de cada mes.
     Me he levantado bien tempranito. Mi baño concebido de todos los días. Me puse el yin del día anterior, me dura dos días, pues ahorro tela, jabón y agua, luego, yo mismo pongo la cafetera, doro una arepita, dos tajadas de pan integral, miro el empaque que diga 100% de granos integrales, por lo del colesterol. Reviso bien las facturas de servicios que he de pagar una por una.
     Mi hermana me ha dado la tarjeta para sacar el dinero del cajero, enfatizando siempre con las advertencias usuales:
    —¡Revisa la máquina antes de hundir los botones! ¡Ojo al sacar el dinero! ¡Desparrámalos por todas partes! ¡No te descuides ni por un segundo! ¡Lleva todas las facturas y cuéntalas por si las moscas! No pidas ayuda a nadie, debes evitar esta comunicación.
     Después de despedirme de mi madre y mi hermana, me santiguo dos veces invocando al señor de los Milagros y la virgen del Carmen, salgo a echar pata por unas seis cuadras, me sirve de acción para devastar un kilo de racimo de gorditos que me cuelga.
     Hice mi primera parada en el cajero y piloso de que alguien no esté pillando mi maniobra, sobre todo el que está detrás, saco el dinero sin contratiempo, camino a la casa de mi tía para entregarle una razón.
     Antes de llegar a la oficina central de la salud, tejí algunas palabras coquetas con una amiga que sobrevive con un rinconcito de internet por culpa de la competencia. Así, digitalmente, pasa los días.
     No fue ninguna sorpresa ver en la oficina la larga fila de personas que se le veía la cola enrollándose en la otra esquina. Resignado por fuerza mayor, yo no sé por qué no me habitúo, me acomodé de último. Pues tocaba. La ilusión era lograr entrar al espacio interior a la hora precisa que cerraran las puertas, en su interior tendría el derecho que el cajero recibiera el pago no importando el tiempo que transcurriera. Allá ellos sí duplican el movimiento de sus manos, y que el computador esté de buen genio o no se caiga el sistema.
     Muchas personas que estaban haciendo cola delante y detrás de mí, se retiraron haciendo muecas de toda índole. Esto me convenía, pues existía la posibilidad que me atendieran pronto. Era un consuelo simple pero animoso, esperanzado.
     Los minutos fueron pasando. La fila avanzaba tortuga luego de poner los huevos en la playa. La ansiedad como liebre. En ratos se formaban parejas de charlas como para envolatar la espera. Oía algunas voces con doble sentido:
     —«Esto se parece a Cuba». «Ni más ni menos». «Yo pedí permiso en la oficina por una hora». «Deberían de conseguir un espacio más amplio, cómodo, colocar más empleados en sus cajeros para una rápida atención». «También crear otras dependencias». «Tan ahorrador que es la empresa privada, y se la ganan toda, ¿no?»
     Metido en esas palabrerías, a ratos la modorra de la fila se interrumpía por el muchacho que vende maní o las campanitas del carro de paletas y cremas.
     Tres horas después, antes de que el reloj diera las once, a cinco pasos de cumplir mi objetivo, saqué de mi bolsillo los tres papelitos de pago, el señor de enseguida me prestó el bolígrafo.
     Vaya, siempre se me olvida engancharlo en un ojal cuello de mi camisa.
     Me propuse escribir en los espacios blancos, pero decepcionado, no tenía mis telescopios.
     Desde que salí de casa, caminaba en mis ojos sensaciones irregulares, pero le resté importancia. Extraño, nunca los abandono, salvo cuando me acuesto; a veces me duermo con ellos, más que todo por estar pensando en otra cosa, y ver con mayor claridad mis sueños, pues al inicio actúan claritos, pero luego se ven imprecisos y borrosos.
    En otros casos, mis antiojos, como decía la abuela, son indispensable para leer la letra pequeña que puede ser muy maliciosa en documentos, también para escribirla. Algo ha pasado. Sería que no me las puse al salir de casa o las dejé en algún lugar o se me cayeron, no me di cuenta, lo insólito guardar mis gafas en esos dos espacios de mis popelinas, pero es el primer movimiento insulso que hace uno cuando ocurren estos casos, sobre todo cuando no hay dinero, pero nada. ¡Dios Santo! ¡Ahora qué hago! ¡La mañana perdida, y ya para llegar! ¡Qué rabia! Y ella, con ganas de morderse un codo.
     En medio de un disgusto que no dejaba cuadrar mi ánimo, me desligué de la fila e incliné la cabeza, o mejor el tórax sobre el asfalto, empecé a caminar más simpático que el jorobado de mi cuadra, a repasar paso a paso mi viaje tempranero.
     Mis ojos no perdieron detalles a pesar de estar huérfanos. Alguien que pasó susurró:
     «Se le habrá perdido algo». No puse atención. Con gran esfuerzo miraron la faja rígida de los andenes de cada cuadra, sus límites con la calle, a veces los jardines y antejardines, uno que otro charco de agua o a veces un arbolito por si mis lentes se estuvieran chilingueando en alguna de sus ramas como columpio en vez de estar en mi cuello de franela. Mis pasos se detuvieron en la tienda de internet de mi amiga. Le pregunté si por acaso había dejado por ahí mis catalejos:
     No, amigo. Encontré fue una USB que alguien dejó en el mostrador. Vos estuviste solo en el mostrador, pero aquí no los pillo.
     Los dos hicimos repasos alrededor del rectángulo del mostrador, luego la sardina dijo haciendo carita de naufragio: Nada. Debe haberlos dejado en otro lugar.
     Bueno, gracias.
     Suerte, ojalá los pilles, dijo ella sonriente.
     Tozudo, seguí con mi oficio reconstructivo, nada de mi objetivo. Con prisa hice la segunda parada en la casa de mi tía.
     Vaya, hoy estás de visitador médico, hijo, dijo apenas me senté en la sala.
     No tía, tengo un gran problema. No sé dónde dejé mis ecuatoriales. Mira a ver si los deje por ahí, ahora que estuve visitándote.
     Eres un desmemoriado de tiempo completo. Y este es un mal de casi toda la familia, ¿no?  Sabés que es así. Quién sabe dónde los dejaste, sos tan despistado que de seguro vienes a buscarlos aquí, ja, ja, y agregó: Hace poco terminé de arreglar la casa, no los vi por ninguna parte, y te digo algo, no por burlarme, yo también no he podido encontrar mis gafas desde ayer. Te iba a decir que si tú, mi querido sobrino, te la hubieras llevado o cambiado por equivocación cuando vienes acá. O falta a ver, como soy tan olvidadiza, pues las tenga puestos y no me he dado cuenta. Mirame a ver, querido sobrino.
     Parece que no, tía.
     ¡Qué cosas, hijo!, ¿no?, y agregó:  Y para qué decirte que las busquemos ambos, porque sin ellas sería un esfuerzo vano a gatas de todo el día, y seguro que nos encuentra ellas primero. Además, parece que el par de lentes son muy íntimos, prefirieron fugarse ante la incomprensión de algunos ojos o ganas de jugar un ratito.
     No molestés tía, y de sobremesa me venís con estos chistes crueles y matadores.
     Salí no muy contento, masticando uñas, a pesar que la tía me hacía reír con sus bromas. Atrás dejaba rezagadas los ecos de sus carcajadas. A los cinco minutos llegué al apartamento. Las primeras sorprendidas fueron mi madre y mi hermana.
     Huy, hoy te rindió el mandado, dijo mi hermana, pues es la primera vez que venís antes de las doce. ¿Qué pasó? ¿Había poca gente o qué?
     Nada de eso. Pasó algo.
     No me vayas a decir que ocurrió algo malo, dijo un poco alarmada. Y agregó:  Fue que se te perdió o te robaron el dinero. Eso sería la debacle.
     Tampoco tan allá, hermanita, pues no llevé mis binóculos o se me perdieron. La única esperanza es que los haya dejado en mi cuarto.  No sé en realidad que ha pasado.
     Menos mal fue eso, dijo mi madre calmada.
     Pero si te faltó un poco de viveza e hiciste el papel de zonzo, dijo mi hermana.
     ¿Por qué?
     Alguien te hubiera hecho el favor de llenarte los papelitos. No había riesgos de que te robaran o algo así por el estilo. La plata va directamente al cajero, vos sos el que la llevás. Salvo que te encanten o te den algún menjurje.
     Sí, sí, me faltó viveza, la culpa, un cincuenta por ciento la tuvo mis gemelos, mejor, la tuve yo, aunque ellos me hicieron perder un poco de viveza. Un asesor amigo en esos instantes es positivo, vaya con ese existencialismo bobo de uno. Esto para tenerlo en cuenta para próxima.
     Eso puede tener arreglo. Buscalos en tu cuarto, allí deben de estar, almorzás y te vas, dijo mi madre.
     Ya pasó la hora de pago, Vieja. Por la tarde no hay servicio.
     ¡Verdad, qué sí!, exclamó.
     Son varias libras de arroz menos en el mercado mensual, añadió mi hermana con cara de resignación.
     Que se puede hacer, dijo mi Vieja resignada.
     Mis ojos atisbaron mi cuarto ordenado, limpio, luego se posaron en el escritorio, pues siempre, cuando mis quevedos terminan su labor de mirar el día y parte de la noche, los coloco a un lado de mi cerebro electrónico. Allí no estaban. En primera persona, conjugué el verbo transitivo esculcar:  inicié por el closet, en la biblioteca, debajo de la cama, en los discos, en el techo, en el piso, en el sótano o zarzo que no existen, en cualquier sitio que imaginé, pero nada. Mirringo que siempre está a mi lado, que no quita los ojos curiosos a mis movimientos, de un momento a otro se esfumó de mi vista. Cansado, me pregunté:
      ¿Sé las habrá llevado él? Me estará vacilando también. Vaya, qué bobadas estoy pensando. En ese instante apareció mi hermana.
     ¡Qué horror! Este es el orden del desbarajuste, ¿no?, dijo alzando las manos.
     No las encontré, dije desanimado.
     Mira, si no están aquí, están afuera, se te cayeron, no te diste cuenta.
     Menos.
     ¿Por qué?
     Por la sencilla razón que me convertí en mejor investigador privado que nuestro amigo “Colombo”. Con una lupa que compré, manoseé cada centímetro de mi caminata mañanera, nos los hallé, hasta fui a dar donde la tía.
     Me imagino que la tía gozo de lo lindo.
     Pues algo parecido.
     Bueno, existe la posibilidad que alguien los pilló. A la persona no le sirven.
     Y para saber quién, o existe la posibilidad de un aviso por radio, y dar una gratificación, o si no, pues averígualo Vargas, ¿no?
     Hagamos una cosa
     ¿Cuál?
     Pues busquemos en todo el apartamento. De pronto están en el lugar menos pensado.
     Sí, me parece buena idea, hay que agotar este recurso, dije animado.
     Mi madre nos miraba, se reía con disimulo. Y manos al meneo de cabeza a pies.
     Volteamos al derecho y al revés el apartamento, hasta la aseadora del condominio, que de vez en cuando nos visita, especialmente le vendemos un almuerzo, se asomó a la puerta y exclamó:
     —«¡Virgen del agarradero, agárrame a mí, primero, fue que se toparon con una guaca»!
     Después llegaron mis dos hermanos y el sobrino, ayudaron a la búsqueda.
     Cuando la noche envolvió el pegado de la tarde, termínanos la tarea sin ningún éxito. Pero como en jornada continua, luego de beber unas buenas tazadas de aguaepanela con limón, nuestras manos iniciaron el arreglo del apartamento, después del manoseo desordenado.
      A las diez de la noche finalizamos la tarea, mamaos, pero en cierta forma satisfechos porque en ocho años no habíamos hecho una limpieza tan meticulosa. Mirringo y la reina guaguao, con sus lenguas afuera, también reposaban alrededor de nuestros calzados, sus olfatos finos tampoco habían podido pillar mis esquivos gemelos. La otra mirringa quien sabe dónde estaría porque no se reportaba hasta ese momento, es muy callejera. El inmueble había quedado como nuevo.
     Sirvió la minga, dijo mi hermana jadeante.
     Todos inclinamos las cabezas en señal de aceptación. La parte no dichosa fue el no haber pillado los prismáticos; ese era el dolor no solo de mis ojos, sino de todos, porque había que pagar los servicios con intereses, reducir la mesada en unos cuantos billetes para volverlos a comprar, y bien caros. La EPS solo paga la consulta. Resignados, nos retiramos a los aposentos.
     Cuando me hallé en el mío, pensé abrir mi portátil, mirar algo entretenido, pero me acordé que difícil hacerlo, estaba nulo por culpa de mis gemelos, ni menos acariciar algún folio de la novela que estaba leyendo con interés. Sí, encendí la pantalla porque podía mirarla un poco retirado, aunque no muy nítido desde mi silla, espacio que servía también de nido de la dormilona de mirringo que se quejaba tal vez por su sueño tardío. Durante el día no había podido cerrar los ojos por la bulla del ajetreo de la búsqueda.
     Al cabo de cinco minutos comenzó a dolerme la cabeza, apagué la pantalla y el bombillo. Me recosté en la cama con deseos de molestar a Morfeo, puse a Orfeo para que sirviera de sedante. Aparente, arrinconé lo que había pasado. No pude reconciliar el sueño. Hundí el suiche del bombillo.
     Vaya, mis ojos se salieron de su órbita, los esquivos monóculos estaban encima de la mesa, al pie de mi cerebro electrónico. Me levanté contento, los acaricié, por un lado y otro como si me los fuera a colocar por primera vez. Me parecía insólito que después de despiadada búsqueda, ahora estuvieran ahí frescos, mirándonos con sus dos ojos transparentes, sin afanes, como si nada hubiera pasado. Ninguno de nosotros los pudo pillar. Todos estaremos ciegos y no nos hemos dado cuenta. Bueno, habían aparecido, ayudados por alguien, o la prosopopeya no era solo algo poético o amiga de la prosa, o nosotros estamos totalmente ciegos.
     Pensé formar alboroto nochero, pero el problema era mi Vieja, por su enfermedad, estaría profundamente dormida, entonces preferí dejar la noticia grata para el otro día.
     Me coloqué mis espejuelos con ganas, conecté mi ordenador, jugueteé un ratito. Satisfecho, me retiré a gozar de mi descanso merecido. Antes de abrochar los ojos miré el reloj, daba las doce de la noche.
     Minutos después de un vago sueño, desperté bruscamente, recordando un año más de vida de mi hermana, la otra melliza que vivía en España, pues debía mandarle a su correo electrónico un feliz cumple y éxitos antes de que recostara su cabecita sobre la almohada, como ya había pillado mis monóculos, pues de película. También para que dar unos cumpleaños pasados, para que felicitar unos años más viejos, por lo tanto, más cerca de la parca, pero bien, que se puede hacer con el convencionalismo nuestro. Iluminé el cuarto, miré hacia el escritorio, mis anteojos no estaban.
     Me levanté difuso, pero en silencio, pensando que mis ojos no eran mis ojos. 
     Miré debajo del escritorio, a los lados, por si estaban recostados en algún ángulo de mi cuarto. Ni rastros e incluso eché un vistazo a una copia de pintura, el pie varo de José de Ribera, que recorté de una revista y enmarqué (el cuadro también colgaba patizambo en la pared), con la sospecha leve de que él tenía que ver en algo de este enredo, pero a donde iría él con su típico caminar, lo pillaría pronto.
    También pensé, será que mis gafas sufren de parasomnia, y volverán a su sitio por su propia cuenta. Qué sé yo, cosas se han visto en esta vida.
    Tuve miras de reorganizar una caza mayor, pero cancelé la idea. Era ya entrada la madrugada. En realidad, estaba agotado. Menos mal que mañana sería domingo, tal vez me anime emprender otro rastreo. Lo de hoy había sido un ir y venir, no sé si cuerdo o alocado, qué sé yo.
Son cosas que surgen sin ni siquiera esbozarlas, pero llaman la atención, pero esta vez, y ya lo he decidido en este instante, no seguiré alcahueteando la payasada a mis antiparras. Tal vez asumiendo una posición apática se les quiten sus bríos lúdicos, así se aburran de una vez por todas.
     Apagué el cuarto. Mirringo abrió la puerta, que estaba medio abierta con su guantecito derecho de terciopelo, y posó su esfinge a mis pies. Por fin, lento, fui cerrando los ojos, rumiando otra suposición: jamás mis espejuelos se habían ido, la secuencia solo había sido un mero olvido o tal vez un sueño, y no dejaré que se convierta en una pesadilla, además, sin ellos, mi vista no funciona muy bien, y seguro, mañana, estarán ahí en su reposo acostumbrado, apacibles, despejados, esperando que mis manos los acaricie, y ellos, en su reciprocidad, cumplan su labor de darle una manito clara a mis ojos.