ROBERTO SALVADOR PANCALDI -ARGENTINA-

 

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PÁGINA 32

Nació el 5 de abril de 1953 en Buenos Aires, Argentina.
Autor de 5 libros publicados en Argentina. Jubilado, Escribe sobre cosas de la vida. Solo por haber vivido.
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CICATRICES INVISIBLES


Ferruccio, lo último que recuerda de su madre son sus manos contra el vidrio.
Partió de su Molise natal, siendo aún un niño. Como tantos otros emigrantes por causa de una guerra que había devastado hasta los cimientos de la mayoría de las poblaciones italianas.
La guerra no era solo contra los enemigos, era contra uno mismo, solía decir su padre, ya entrado en años, en su recuerdo borroso de los horrendos momentos que le había tocado vivir. Nunca supo explicar el porqué de sus palabras. Tal vez Ferruccio, jamás quiso interpretarlas.
Prácticamente, sin hombres en el pueblo, hubo de reconstruirse merced al trabajo de las mujeres y los niños.  Estos últimos, con escasa cultura, apenas sabiendo escribir, educados en el rigor del trabajo, pero con la voluntad y la tenacidad necesaria como para saber que el futuro solo dependía de su esfuerzo.
Tras ser objeto de una intervención militar extranjera -ya sea corta o larga, legítima o ilegítima, más o menos devastadora- la mayoría de los países pasan lentamente a un segundo plano.
Las prioridades mutan lo urgente por lo necesario.
Poco a poco va desapareciendo de la lista de necesidades inmediatas el llamado orden mundial.
Para los testigos directos de cualquier drama bélico resulta imposible que el recuerdo de la guerra se desvanezca, independientemente del bando en el que estuvieren.
La guerra no es contra el enemigo, es contra uno mismo, solía decir el padre de Ferruccio.
En el terreno del conflicto, la población civil constata los estragos de la intervención armada y trata de reconducir sus vidas, pero fuera de él, a cientos de kilómetros de distancia, las secuelas del horror de la guerra persiguen a todos los que la vivieron.
Y Ferruccio, como tantos otros, haciendo honor a su nombre derivado de Ferrum, hierro, duro….tuvo que seguir viviendo. Tuvo que seguir conviviendo con el horror de la guerra. Solo porque ese sería su destino. Vivir pese a todo. Luchar pese a todo. Ser para dejar de ser. Estar para poder estar.
Con su destino a cuestas, como tantos otros. Con su voluntad de vivir pese al dolor, pese al horror.
Más allá de las heridas físicas, a muchos de los participantes la contienda les ha dejado  cicatrices invisibles: todo tipo de efectos psicológicos y psiquiátricos que pueden convertir en un infierno el regreso a sus vidas previas al conflicto. Un infierno que se traduce en daños cerebrales, depresiones, adicciones al alcohol, a las drogas, a ejercer violencia y transmitirla en actos, y en el peor de los casos en suicidios.
Otros tantos, como Ferruccio, eligen vivir. Como se pueda. Como los dejen.
La guerra, tal como está planteada afecta a la identidad, modela al hombre para que sea de un modo concreto y luego cuando termina, todo ese molde adquirido suele ser muy devastador.  Se siente que de golpe te lanzan de vuelta al mundo y tiene que encontrar su lugar. Se nace otra vez, ya grande, y hay que insertarse. Hay que seguir mirando el futuro cuando hasta ayer no se tenía ni siquiera el presente.
Lo lamentable es que no se puede pedir ayuda, la guerra no te prepara para ello. Tu vida ha quedado en pausa y no has sido entrenado para pedir ayuda.
En algún momento se aleja del abismo, pero las secuelas son inherentes a toda contienda -desde las que se libraban en el imperio romano hasta las actuales- el buen o el mal recuerdo del conflicto perdura sin fecha de caducidad. De la misma manera que perduran sus efectos.
La guerra no tiene edad, tampoco fin. Aún terminada persigue de una u otra manera a quien la vivió .No todo termina cuando cesa el conflicto.
Y para Ferruccio empezó la vida, sobre tanta muerte.
La guerra no es contra el enemigo, es contra uno mismo, solía escuchar de su padre.
Dejó su Italia natal para venir a America, en aquellos tiempos sinónimo de Argentina, a quien no conocía ni siquiera por mapa. Esta tierra que parecía prometerle todo lo que su propia tierra le había negado porque tres o cuatro inconcientes trataban de imponer sus ideas a través del conflicto.
Catorce años, sin idioma, tan solo el dialecto, aquí inentendible y proclive a las bromas del porteño canchero.
Con apenas unos años de primaria extranjera y mucho miedo. 
Solo su orgullo y amor propio lo impulsaban a seguir. A buscar un futuro esquivo que solo llegaría a través del trabajo y el esfuerzo. A recibir una carta cada tres meses con suerte. A dictar la contestación a sabiendas de su ignorancia.
Noticias que iban y venían cuando ya todo había pasado.
Sin embargo, a fuerza de tenacidad, a fuerza de fuerza, había que seguir.
Creció Ferruccio. Llegó el amor con su crecimiento.
La única manera de conquistar a quien luego fue la compañera de su vida fue mirarle a los ojos, mostrarle sus manos. Vacías, pero llenas de marcas de trabajo. Llenas de futuro.
Los ojos resultan ser el único órgano sobre el cual no se puede tener control. Ellos no mienten. Tan simple como mirarte a los ojos, devolverte la mirada y sentir que eso alcanza para continuar juntos. En una mirada, la vida.
Tratar de explicar los siguientes años de Ferruccio es reiterar la historia de tantísimos inmigrantes que a fuerza de trabajo hicieron crecer una patria que sin tener motivo alguno otras generaciones se encargaron de empequeñecer hasta dejarla en el estado que hoy se encuentra.
Trabajo duro, catorce horas por día de lunes a sábado y le sobraba un rato a la vuelta para hacer la quinta en el escaso fondo de tierra de su casa. Los domingos, irremediablemente dedicados a la misa y a la pasta casera con tuco italiano y ensalada recién cortada,
Luego de muchos años de esfuerzo pudo regresar a su pueblo. A lo que quedaba de su pueblo y a lo poco de su familia casi inexistente.
Ni siquiera reconoció su calle. Como iba  a reconocerla si aún no estaba a su partida. Como iba a encontrar su casa, tal como tantas veces lo había soñado, si también allí habían pasado los años. Habían pasado las bombas.
El paisaje había quedado congelado solo en la mente adolescente de Ferruccio.
Recordaba a cada instante las palabras de su padre, la guerra no es contra el enemigo, es contra uno mismo.
Encontró la iglesia, casi sin cambios. Aún conservaba aquel refugio subterráneo, húmedo y oscuro que utilizaban para guarecerse cuando las bombas estallaban cerca.
Allí volvió a escuchar la voz de su madre.
 -Ferruccio, no te vayas.
 -Madre, en tu permiso de viaje está mi futuro.
Palabras de las cuales se arrepentiría con el tiempo, cuando ya era tarde. Cuando no quedaban ni siquiera los recuerdos.
Quedó inmóvil, pensativo, buscando ese rostro que ya no estaba.
Hoy, este italiano, tiene un buen pasar. Merecido y ganado. Producto de su esfuerzo. Alcanza incluso para dejar a sus hijos.
Tiene su historia, sus cicatrices, sus recuerdos y sobre todos sus sueños que quedaron enterrados en su infancia. En esa de su tierra natal. Lejos del presente pero cerca del pasado que no se va, que vuelve a cada instante a poco que cierra sus ojos.
Heridas internas que vuelven a la superficie ante cualquier pequeño estímulo.
Cicatrices invisibles.
El último recuerdo de Ferruccio fueron las manos de su madre, pegadas a la ventanilla del tren a su partida. Nunca más la vio.
Es cierto, Ferruccio, que las lágrimas reflejan el dolor del alma, es cierto que el tiempo es hoy y que el futuro depende del presente y de lo que hagamos con él, es cierto que la vida sigue o tal vez nosotros debamos seguir viviendo pese  a todo.
Ahora, a sus años puede interpretar las palabras de su padre, la guerra no era solo contra los enemigos, era contra uno mismo.
Ganaste, Ferruccio, a pesar de las cicatrices invisibles.
 

                                        Roberto Salvador Pancaldi