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Transmutados de dimensiones
 

“Bicho raro”, llevaban diciéndole ese apelativo humillante desde que podía recordar. Todo el tiempo, desde los inicios más tempranos de su infancia, únicamente ocurrieron desgracias a su alrededor, como aquella vez en la que uno de sus compañeros de clase casi le revienta uno de sus tres ojos de una patada.
La gente a su alrededor nunca lo había visto de forma cercana a algo que se pudiera confundir remotamente con la simpatía, el resto de los individuos normalmente rehuían su mirada, esquivando a toda costa aquellos profundos ojos negros que por casualidad él había heredado de su padre humano.
Desde el día en que sus padres decidieron asentarse en la colonia Shatar, la cual estaba ubicada en el rincón más lejano del planeta Venus, la vida no había sido fácil para J. Parker.
Poco importaba el tiempo y el lugar, parecía que para los otros habitantes de la colonia cualquier momento era apropiado para hacer burla de su condición de mestizo o al menos ignorar aquella presencia que consideraban como indeseable en medio de su propia miseria.
Si bien era cierto que unos años antes de su nacimiento habían sido abolidas las leyes en contra del matrimonio y las relaciones entre especies, también lo era el hecho de que algunas mezclas eran mejor recibidas que otras. En el caso de J. Parker, su apariencia no era precisamente agradable a la vista. Particularmente, los humanos lo encontraban repulsivo, y así se lo habían dicho en más de una ocasión sin escatimar en la crueldad.
–¿Por qué he sido destinado a ser diferente de los demás?–pensó llorando mientras se quitaba la tierra de la cara luego de que varios de sus compañeros lo hubieran empujado al piso durante una pelea en la cual una de las branquias en su cuello había resultado severamente afectada.
A pesar del tiempo transcurrido, seguía sin entender la actitud de los humanos hacia él. ¿Cómo podían acusarlo de ser un intruso cuando ellos mismos habían llegado algunas décadas atrás para usurpar aquel rincón del espacio que le arrebataron a los venusinos a punta de rayos láser?
Sin importar lo sólido de sus argumentos, los abusos físicos y verbales se incrementaron con el tiempo. Estos habían dado paso a la violencia y, finalmente, al olvido, a la omisión completa de su presencia como una simple mancha que jamás había estado ahí. Los años soportando este abuso constante lo habían convertido en un ser solitario que siempre reservaba sus pensamientos para sí mismo, un completo retraído.
¿Qué caso tenía compartir sus impresiones si nadie le haría caso de todas formas?
Sus padres trataron de ayudarlo e integrarlo adecuadamente a la sociedad inscribiéndolo en diversas actividades, pero inevitablemente fallaron.
Incluso los carpentianos como su madre le habían dado la espalda muchísimo tiempo atrás, considerándolo como una criatura que jamás debió haber nacido, una rareza como jamás se había visto en la especie.
Parecía que la fortuna de la diosa de la que tanto hablaba su madre no estaba destinada a un individuo desgraciado como él. Cuando finalmente llegó a la edad adulta, su situación no mejoró en lo absoluto.
Todos a su paso volteaban para ver con sus propios ojos al perdedor oficial de la colonia Shatar. Ni siquiera disimulaban el asombro o el asco ante aquel “muchacho” de piel rosa, lampiño, exageradamente flaco y de grandes ojos negros que caminaba encorvado, con el peso de un destino demasiado pesado para él.
Un día, una expedición humana llegó pidiendo voluntarios para hacer una serie de pruebas con los portales interdimensionales de los que se corrían varios rumores desde los tiempos previos a la paulatina ocupación de la colonia.
Pero lo verdaderamente escalofriante eran las condiciones ofrecidas por la expedición. Entre otras cosas, prometían que todos regresarían sanos y salvos y con una recompensa monetaria a nombre de la Federación Intergaláctica, el organismo mediador entre los habitantes del espacio.
J. Parker, al igual que la mayoría de los que escucharon, sabía que aquella era una promesa vacía.
Era prácticamente de dominio público que aquellos portales encerraban un mal capaz de devorar a todo aquel que se atreviera a ingresar en esa tierra de criaturas feroces. Que ningún ser vivo que hubiera intentado recorrer aquel camino había regresado, desapareciendo detrás de una lluvia de sangre.
Desde los primeros intentos de viajes entre dimensiones, esa se había convertido en una causa perdida que obstinadamente los científicos se empeñaban en resolver sin importarles el costo material o de vidas que esto pudiera significar.
En realidad, J. no tenía necesidad de ofrecerse como voluntario ya que el trabajo rutinario dentro de la única fábrica de la colonia Shatar le aseguraba un ingreso estable con el cual mantener sus minúsculos gastos.
Pero en ese momento de pesimismo estelar, pensó que ese sería un final adecuado para su vida. Morir por una causa banal, completamente inútil, sonaba casi como una redención para una existencia vacía y grotesca como la de él que solo servía para que otros se giraran con un gesto que podía encerrar toda clase de emociones, menos la piedad.
Luego de la charla de rigor, fue conducido junto con el resto de los pocos voluntarios a la base científica en Venus. La mayoría de ellos, integrados por individuos de diversas razas, lucían un gesto desesperado en el semblante, dejando en evidencia que estaban ahí únicamente por la recompensa monetaria ofrecida por los reclutadores. En comparación el rostro de J. Parker tenía una expresión de resignada serenidad.
Luego de brindar el equipo necesario, los científicos dieron las instrucciones finales antes de abrir la compuerta y pedirles que ingresaran.
Atravesó el portal al mismo tiempo que los demás, pero a diferencia de ellos no terminó descuartizado al instante de poner los pies en aquella dimensión. Esa situación le causó contrariedad, ¿por qué él de todos? Él, que había acudido con el único propósito de morir con sus brazos y piernas arrancados de cuajo de su tórax mientras el cielo gris interdimensional devoraba su vista.
De todas las personas en el universo, ¿por qué él? No podía entenderlo, y mucho menos la actitud dócil que tenían con él las criaturas que habitaban entre las dimensiones. Sin duda esas bestias voladoras de piel grisácea y sin ojos tenían un gusto raro, hasta parecía una especie de broma cruel el hecho que lo hubieran seleccionado.
No obstante, conforme pasaban las horas, J. Parker se adaptó rápidamente a su nueva situación. “¿Cómo pueden decir que este lugar es inhóspito? Creo que jamás me he sentido tan a gusto como lo he estado aquí” pensó mientras en su rostro se dibujaba una sonrisa torcida conforme avanzaba en aquel terreno escarpado que se presentaba ante él, pensando en la nueva clase de posibilidades que se divisaban en el horizonte.
Pero, sobre todo, sonrió al recordar una antigua leyenda que su madre le contaba de pequeño sobre un individuo extraordinario que aparecía una sola vez cada mil años, el único capaz de domar a las bestias, el único capaz de cruzar fácilmente entre las diversas dimensiones de la galaxia sin terminar reducido a polvo galáctico. ¿Había más probabilidades a su favor?
Por otro lado, los científicos apenas fueron conscientes de los voluntarios que yacían muertos justo en la entrada del portal. Luego de aquel desastre, tuvieron que escribir una bitácora pormenorizada relatando el suceso. Remataron el informe comentando lo siguiente:
“De todos los voluntarios convocados el día 424 de la era Hurt, únicamente J. Parker, ciudadano procedente del planeta Venus, fue el único sobreviviente del grupo. Aparentemente, un compuesto extraño en su sangre mestiza lo hizo inmune a los ataques de las bestias que habitan las otras dimensiones. Por ahora su paradero es desconocido”.
Con el tiempo, J. Parker también aprendió el modo de hacer verdaderos viajes entre las dimensiones sin necesidad de los artilugios que habían intentado usar los humanos durante varias décadas. Se convirtió en una leyenda, ya que era el único capaz de transmutar las dimensiones a su antojo y, por consiguiente, de transportarse a cualquier rincón de la galaxia, y no precisamente buscando hacer un bien ni a la humanidad ni a los otros habitantes del espacio que durante tanto tiempo lo habían hecho sentir como el ser más miserable del planeta Venus.
Ya no tendría que soportar aquellas miradas de burla, aquellas quejas silenciosas que lo orillaban a abandonar cualquier cuarto en el que hubiera alguien más con la incomodidad de sentirse juzgado únicamente por su condición de mestizo.
No entendía cómo es que los humanos que tanto tiempo se jactaron de ser superiores al resto de las razas del espacio siempre habían fallado en algo tan sencillo que no requería grandes preparativos. En verdad, todo lo que tenía que hacer era asegurarse de que la presión de su sangre fuera la indicada para controlar la energía necesaria. Pero el impulso más poderoso era la fuerza de su pensamiento. Bastaba con mantener la mente en blanco para luego pensar en el objetivo a alcanzar.
Hasta ese momento, aquella habilidad le había sido de gran ayuda para obtener una especie de compensación ante los años que había sido ignorado por su condición de mestizo. Todas y cada una de las reliquias del espacio habían acabado en sus manos con ese prodigioso método. Ahora, tenía un nuevo objetivo en la mira.
Ya se había robado muchísimos tesoros de valor incalculable de los cuales escuchó durante buena parte de su infancia. El siguiente paso natural era intentar robar la joya galáctica, aquella capaz de unir a todos los pueblos en el espacio o destruirlos por completo.
“¿Me atreveré?”, pensó sonriendo para sí mismo.
Tenía que seguir pensando si ese era un plan digno de su habilidad descubierta.
Mientras tanto, ahora había conseguido un nuevo hogar en medio de las criaturas más feroces de la galaxia, aquellas que durante miles de años habían aterrorizado a seres de todos los confines del espacio ahora le brindaban el calor que nunca pudo obtener.
Ya habría tiempo de perpetrar el robo, el día ya había terminado y ya quería descansar mientras la luna rosa se elevaba a lo largo del firmamento de aquel valle gris. Él cerró su tercer ojo antes de que una sonrisa socarrona se quedara colgando en su rostro.
 

 

KARLA HERNÁNDEZ JIMÉNEZ -MÉXICO-

Licenciada en Lingüística y Literatura Hispánica. Lectora por pasión y narradora por convicción, ha publicado un par de relatos en páginas nacionales e internacionales y fanzines. Actualmente es directora de Cósmica Fanzine.