LO QUE VIO JOAQUÍN
En la ciudad de Florencia, Italia, se encuentra la basílica de Santa María Novella, dentro de la cual yace una tumba donde puede leerse el siguiente epitafio:
“Yo fui un día lo que tú ahora eres y tú serás algún día lo que ahora yo soy”.
I
2 de febrero de 1852, en las cercanías a la estancia de la familia Caseros, ya de noche y entre los tupidos árboles, se encontraba acampando el ejército del general Juan Manuel de Rosas. El Restaurador y sus soldados estaban impacientes a la espera del Ejército Grande dirigido por Justo Jose de Urquiza; el traidor de la causa Federal. Llevaban días en completa pasividad deseando su llegada para así poder entablar batalla de una vez por todas.
El campamento rosista era bastante grande y estaba repleto de carpas, la más grande de estas pertenecía al Restaurador; dentro de ella se desató un feroz debate entre él y uno de sus oficiales. La forma en cómo se desarrolló la trifulca verbal hacía en cierto modo recordar a aquellas discusiones entre los protagonistas de los mitos griegos.
—No, mi general, quedarnos en este lugar inertes a la espera del enemigo no me parece en lo absoluto una buena idea. Ahora mismo Urquiza y sus tropas deben de estar cruzando el Paraná y nosotros no hacemos nada. Decía, con voz alta y severa, Mariano Chilavert, coronel encargado del cuerpo de artillería, mientras se paseaba de un lado al otro de la carpa
Delante de Chilavert, estando de espaldas a él, se encontraba Rosas escuchando lo que su subordinado decía mientras servía una copa de vino y lo miraba de reojo. Bebió su trago, dio la vuelta para verlo de frente. Le contestó con calma.
—Coronel, conozco de buena mano su historial militar. Sé que es un hombre con mucho conocimiento sobre la materia. Pero no debe usted olvidar que yo también soy militar y, por tal motivo, sé sobre tácticas militares
Chilavert se tragó la bronca, con ojos desafiantes y puños cerrados le respondió:
—Sí, eso ya lo sé. Pero de todas formas no deja de lado que puede estar cometiendo un error sin darse cuenta, como tampoco quita de lado que de vez en cuando no es mala idea aceptar un consejo.
Se ve que estas últimas palabras calaron hondo en el gran ego del Restaurador. Alguien lo había cuestionado, no estaba acostumbrado a esto. Su respuesta fue amenazante:
—Mire coronel —le dijo mientras los observaba fijamente con sus hipnóticos ojos celestes—. Ya me cansé de sus negativas, de su falta de hombría y de que me esté diciendo qué hacer y qué no. Superamos en número a nuestro enemigo, no tenemos nada que temer. Si es usted un cobarde y teme morir, puede marcharse, nadie lo detendrá en caso de que desee hacerlo.
Dándose por vencido, el coronel exhaló al ver que no había forma alguna de hacer entrar en razón a su general. Pero antes de marcharse le dijo:
—No es eso, mi general, no soy ningún cobarde y no pienso dejar la causa. Sólo quise manifestarle mis preocupaciones.
—Por lo visto ya lo ha hecho. Ahora márchese y déjeme tranquilo —con estas palabras el líder del Federalismo dio por concluida la conversación.
Chilavert, por su parte, se marchó de la carpa sin pronunciar otra palabra.
II
En el destacamento militar no sólo se habían instalado carpas, también los soldados prepararon apresuradamente algunos fogones. Si bien es cierto que hacía calor, se necesitaba fuego para poder preparar la comida, además, otra buena razón era que servían como grandes faroles para iluminar el sitio y así poder observar si algún enemigo se acercaba al lugar.
Cerca de uno de estos fogones, donde estaban conversando un grupo de soldados experimentados, se encontraba en una carpa un apacible chico de no más de dieciocho años, llamado Joaquín. El joven era oriundo de un pequeño pueblo cercano a la ciudad de Buenos Aires, antes vivía con su familia, integrada por su madre, padre y cinco hermanos; siendo el mayor de ellos.
La razón por la cual un chico tan joven se hallaba en un lugar como ese tiene que ver justamente con su familia. Esta era muy pobre y sus padres hacían todo tipo de trabajos para alimentarlo a él y a sus cinco hermanos. Su madre era mucama en la casa de una familia adinerada y su padre hacía todo tipo de changas que estuvieran al alcance. Por su parte él también llegó a trabajar, encontró empleo en la cosecha de un hacendado, pero lo que ganaba en ese lugar era muy poco y no alcanzaba para alimentar a tantas bocas.
Pasado cierto tiempo comenzó a ver que chicos de su pueblo empezaron a unirse al ejército, notando que luego de unos años, aunque en pocas proporciones, sus situaciones económicas y las de sus familias mejoraron. Dado los beneficios monetarios que otorgaba esta profesión en auge es que Joaquín tomó la decisión de enlistarse en el ejército.
En una primera instancia intentó charlar con sus padres, pero cuando estos escucharon lo que su hijo tenía en mente no podían creerlo. La madre quedó boquiabierta, con sus ojos a punto de salir de sus órbitas, mientras su padre exclamó negativamente sorprendido y llevándose las manos a la cabeza. Sus progenitores no podían creer la idea descabellada que su primogénito les propuso sobre la mesa. La discusión duró toda la tarde y culminó con Joaquín resignado, él tuvo que aceptar de mala manera que su madre y padre jamás aceptarían tal idea. Por eso en una segunda instancia decidió escaparse la noche de ese mismo día. En un rústico pedazo de cuero metió sus pertenencias y dejó retozando en su cama una carta en donde volvía a explicar a sus padres la decisión de unirse al ejército, dejando en claro que volvería sano, a salvo y con mucho dinero para mejorar sus vidas y dejando en las líneas finales saludos para sus hermanos. Él salió por la ventanita que había en la habitación que compartía con sus hermanos, al hacerlo tuvo que tomar el recaudo de no despertarlos. Se escabulló entre los arbustos que rodeaban la humilde casa de barro y techo de paja. Se fue sin mirar atrás, no fuera a ser que su corazón lo hiciese dudar de lo que estaba por hacer.
Esta osada aventura la emprendió cerca de dos meses atrás, durante los cuales aprendió ciertas cosas de la profesión militar: se le inculcó disciplina, cómo disparar un arma y, por sobre todas las cosas, a obedecer a sus superiores. En ese tiempo también se le asignó un grupo de compañeros con los cuales compartiría carpa, entre otras cosas, durante las maniobras y campañas del ejército. El grupo en cuestión estaba formado por férreos soldados portadores de múltiples y dantescas cicatrices, los cuales llevaban varios años peleando por la causa federal. Sin ir muy lejos, hace no mucho, participaron en la Batalla de la Vuelta de Obligado expulsando a la armada Anglo-Francesa de las costas entrerrianas.
Eran hombres bravos, de eso no había duda. Y ahí estaban, sentados con sus uniformes rojos, riendo y compartiendo anécdotas, como un grupo de viejos perros que se la pasaban recordando una mejor vida.
Joaquín se encontraba en la carpa ordenando sus pertenencias mientras sus compañeros de armas estaban alrededor del fogón pensativos. Uno de ellos exclamó:
—Necesitamos agua para el mate y también para preparar la comida —dijo Ambrosio, el más viejo del grupo.
Otro de los hombres, ciego de un ojo llamado Aparicio, le contestó:
—Tenés razón, que alguno vaya a buscar ¿Quién de ustedes puede ir? —decía mientras pasaba los dedos por su bigote.
El primer hombre volvió a hablar para contestarle a su amigo:
—Es muy peligroso ir ahora de noche.
—Ya se, pidámosle al guri.
—¡Eh, guri! —gritó el hombre.
Al escuchar estas palabras Joaquín se exaltó. Cuando pudo calmarse, unos segundos después, dijo de mala forma:
—¡Ya voy!
El comportamiento del chico se debía a la actitud de sus compañeros de siempre derogar las tareas más pesadas o difíciles a él; siempre que lo llamaban para hacer este tipo de cosas lo hacían exclamando “ Eh, guri” y acto seguido le indican que tenía qué hacer. Esto sucedió porque el muchacho era el miembro más joven del grupo, obligado, de tal forma, a ganarse su lugar llevando a cabo este tipo de tareas.
Joaquín dejó lo que estaba ordenando, se acercó al fogón con una caminata lenta y pesada. Al llegar lo esperaban sus compañeros con miradas frías y amenazantes. Los viejos perros tenían ante sí a un cachorro, el rechazo hacia él era palpable.
Ambrosio, el de la idea de llamarlo, se dirigió a él:
—Guri, te toca ir a buscar agua para el mate y la comida.
—Tenés que caminar colina abajo y luego pasar esos árboles que están a lo lejos. Andan diciendo que cerca de ahí se encuentra un pozo de agua, vas a tener que buscarlo.
Indicó el soldado señalando el camino a seguir con su mano derecha, la cual, además de arrugada, presentaba una larga cicatriz que comenzaba en el dedo índice y culminaba en el codo.
El chico giró su cabeza para observar el camino a seguir. La idea de tener que recorrer ese sitio de noche no le agradaba en lo más absoluto, pero sabía que no podía negarse, de hacerlo los soldados volverían su vida un infierno más de lo que ya lo era.
—Está bien, ahora voy y lo hago —contestó Joaquín con voz cansada y sin dirigirle la mirada a sus compañeros.
Acto seguido fue a la carpa, tomó un balde, una lámpara a vela, colgó en su hombro derecho su rifle español y se marchó.
III
Ya eran casi las nueve de la noche, en el cielo no había una sola nube y la luna estaba presente en todo su esplendor; lucía redonda e irradiaba una incandescente luz siendo hermosa y cegadora por igual. Joaquín por su parte había recorrido un par de metros cuesta abajo, le faltaba poco para llegar al camino arbolado. A espaldas de él aún se podía observar el fogón, parecía la llama de una vela en medio de la oscuridad. Con cada paso que daba se volvía cada vez más pequeña y luego ya no se vio más; ahora si ya se estaba completamente solo.
El silencio de la noche sólo era interrumpido por las pisadas que el joven soldado daba. Hizo un par de metros más y llegó a la arbolada, se detuvo unos instantes para poder observarla. Esta presentaba decenas de árboles de distinto porte y anchura que decoraban el lugar, algunos incluso a pesar de la estación aún portaban flores en coloridos ramilletes perfumando con su aroma el aire. Parecía que el lugar le daba la bienvenida.
Mientras Joaquín atravesaba la arbolada, observando con asombro el tamaño de los árboles, el silencio del lugar le dio paso a la voz de su conciencia, la cual, insistentemente le recordaba el dolor que le habrá producido a su madre al escaparse; también le venía a la mente la angustia que su padre haya tenido al leer la carta que dejó. Estos pensamientos maliciosos de su mente, junto a otros más, se fueron acumulando y dio por resultado que el pobre de Joaquín derramara un par de lágrimas. Dejó de caminar, apoyó el balde y la lámpara a vela y se llevó las manos a los ojos para así intentar contener el llanto. Trataba de no llorar, pero no lo logró. Los recuerdos seguían llegando, agobiando su conciencia. Entonces buscó entre sus recuerdos, en los recovecos de su memoria, alguno que le ayudará a seguir pensando que estaba en lo correcto, que todo esto no es un error y que no traicionó la confianza de su familia. Entonces pudo recordar, le vino a su mente el recuerdo de sus hermanitos: hambrientos, con sus rostros pálidos, cuerpos débiles y, por sobre todas las cosas, sus visibles costillas, esas espantosas marcas que deja el hambre cuando pasa por un cuerpo. Este recuerdo calló a esa voz tortuosa que no dejaba en paz al joven. Joaquín se recompuso, volvió a tomar el balde, la lámpara y dijo:
—No, no puedo darme por vencido. Debo seguir por ellos y con el dinero que gane estando acá podrán comer. Mis hermanitos no volverán a pasar hambre. Tampoco ustedes, padres
Prosiguió con su viaje dejándose llevar por lo que quedaba de camino por el embriagador olor de las flores; la sensación relajante lo ayudo a olvidar sus problemas. Pasado unos minutos llegó al final de la arbolada. Al salir no se encontró con nada que pudiera indicarle dónde podía estar el pozo, sólo tenía ante sí un campo llano con algunos pajonales amarillentos que le llegaban a la cintura, los cuales, por su humedad, servían de hogar para desagradables nubes de mosquitos.
Como no sabía para dónde ir decidió probar suerte eligiendo al azar una dirección para caminar. Opto por ir en una dirección recta con respecto a donde estaba parado al final de la arbolada. No le tomó demasiado tiempo decidirse porque los mosquitos no paraban de picarle, a pesar de llevar una camisa roja y pantalones largos, los cuales le tapaban todo el cuerpo.
Salió del lugar apresuradamente, librandose de los insoportables mosquitos, y luego de escapar de ahí estuvo caminando un rato por un terreno llano sin pista alguna del pozo. Cuando Joaquín ya estaba empezando a darse por vencido vio a lo lejos un punto gris. De lejos supuso que esa cosa gris podía llegar a ser el dichoso pozo, de modo que empezó a avanzar en dirección a él.
Con tranquilidad se fue acercando, a lo que parecía ser el poso. Luego, estando un poco más cerca, a una distancia aproximada de diez metros, extendió su brazo izquierdo,el cual portaba la linterna, y pudo advertir que lo que tenía en frente, en efecto, era el pozo descrito por sus compañeros. Tenía como ochenta centímetros de alto, los bloques que lo conformaban eran rocas de diferentes tamaños y colores; las más grandes eran grises y las más pequeñas marrones. Luego, la superficie del pozo presentaba dos palos de madera en forma de i griega que sostenían a un tercero dispuesto de forma horizontal del cual pendía una larga piola y al costado derecho una manija también de madera. Todo el pozo estaba invadido por la vegetación: un anillo de yuyos silvestres lo rodeaban, además, malezas de hojas purpuradas trepaban por él hasta llegar a los palos y la soga, descansando en colgajos. Todo esto hizo suponer a Joaquín que el pozo fue abandonado hacía muchos años por no tener más agua. A pesar de esta suposición, no deseaba irse de ahí sin intentar sacar agua y ver si esta, en caso de de haber, estuviese en condiciones de usarse. Poco a poco fue sacando las malezas que tenía y cuando quedó limpio procedió a atar su balde a la soga.
Luego apoyó la linterna en el borde del pozo y fue a girar la manija, costaba moverla debido a los años de inactividad, pero funcionó sin llegar a romperse. El balde se adentra en la oscuridad del pozo, no se lo podía ver, pero luego se escuchó a lo lejos un débil sonido de chapoteo, indicando de esta manera que aún había agua. Velozmente, Joaquín sacó el recipiente del fondo para ver si era potable. Se sorprendió al ver que el agua recogida de las profundidades del pozo era cristalina, totalmente transparente, inmaculada, no presentaba ni el más mínimo signo de haber entrado en contacto con basura o mugre alguna. Fue en ese momento cuando el chico comenzó a preguntarse por qué entonces la gente dejó de usar este pozo.
Desató el balde, tomó de nuevo la lámpara y emprendió el viaje de vuelta alegremente por haber podido conseguir lo que había buscado. Pero a los pocos metros de alejarse del pozo, empezó a sentir que un viento helado, de ultratumba, le recorría su cuerpo como si de una perversa forma lo abrazara. Acto seguido, por alguna razón, su instinto lo incitó a que se volteara en dirección al pozo; lo cual hizo.
IV
Desde la oscuridad que yacía por detrás del pozo podía verse una figura, la cual se encontraba en una total quietud.
Joaquín pudo ver, forzando su vista, que esta figura portaba botas de cuero negro y una camisa roja con dos bandas blancas que la cruzaban desde ambos hombros en forma de cruz. Estas características lo llevaron a pensar que aquello que tenía frente a él era otro soldado; un camarada que como él, vino a buscar un poco de agua.
El lugar se encontraba inmerso en un profundo silencio. Por eso a Joaquín se le ocurrió, para romper el hielo, hablarle a eso que tenía enfrente.
—Hola… Amigo… no tengas miedo, somos del mismo bando, no voy a dispararte. Acércate sin miedo.
La respuesta obtenida de la figura fue sólo un silencio mortuorio. Que no le contestara provocó miedo en él, un miedo que lo llevó, de manera impulsiva, a dejar el balde y la lámpara en el piso para luego tomar su rifle; se preparó para disparar.
Como si la figura supiera de las intenciones del muchacho, abandonando la oscuridad que la rodeaba, empezó avanzar hacia él, dejándose ver por completo.
Cuando esto ocurrió, Joaquín no pudo creer lo que vio con sus ojos. Al dejarse la figura apreciar por completo el chico pudo constatar que está era humana, pero, por más loco que pareciese y a pesar de que esto traspasara las leyes de la lógica, la figura era idéntica a él; una copia suya, como si de un hermano gemelo se tratase. Pero lo descabellado no terminaba ahí. A medida que esta forma homóloga se precipitaba hacia él, Joaquín pudo apreciar que su copia tenía la camisa rasgada y hecha pedazos por una extensa y desmedida herida que empezaba en el lado derecho del vientre y culminaba en el hombre izquierdo. Parecían dos labios carnosos dejando a la vista un grotesco mejunje de tripas y vísceras que salían chorreando sangre en el piso.
La figura siguió avanzando, a medida que lo hacía dejaba un derrotero de sangre a su paso. Ahora Joaquín la tenía a menos de seis metros. Siendo prisionero del miedo y el pánico quedó paralizado, más esto no le impidió ver otra cosa en la cara de su copia. La boca y nariz expulsaban sangre, los ojos estaban desprovistos de color y, entre ambas cejas, se encontraba presente un orificio de bala.
Joaquín no podía comprender lo que estaba ocurriendo. Por más que lo intentara no lo lograba. Se preguntaba una y mil veces, cómo era posible que aquello fuera real. ¿Cómo alguien podía ser idéntico a él? y peor ¿Cómo ese algo era capaz de caminar entre los vivos con semejantes heridas en su cuerpo? Mientras estas incógnitas navegaban por su cabeza en un acto de coraje, decidió dispararle a lo que fuera que sea eso. Pero, producto del miedo, manejó mal el arma y se le cayó al piso. Sintiéndose un idiota, se agachó para tomarla y, cuando volvió a erguirse con ella en manos, gritó del terror al ver que tenía ahora a aquella cosa delante de sus narices, cara a cara. La estaba viendo en todo su horrible esplendor, se quedó paralizado perdiendo el control de sus facultades físicas y lo único que llegó a hacer fue cerrar los ojos. La figura continuó avanzando y cuando parecía que iba a impactar con el cuerpo tembloroso del muchacho se desvaneció, desapareciendo por completo delante de él, de la misma forma como lo hace la niebla matutina cuando los primeros rayos de sol la alcanzan. Al abrir sus ojos, Joaquín vio que la figura ya no estaba, ni siquiera encontró en el lugar el camino de sangre dejado por aquella cosa. Los minutos posteriores a lo sucedido fue recuperando lentamente la calma, luego, puso de nuevo el rifle sobre su hombro, tomó el balde, la lámpara y se marchó con rapidez del lugar. Volvió a pasar por los pajonales, luego por la arbolada sin detenerse esta vez a disfrutar del aroma de las flores. Al salir de ahí empezó a ver de nuevo los fogones del campamento y a escuchar las voces y risas de la soldadesca, el trayecto que de ida le tomó alrededor de treinta minutos en la vuelta sólo le demandó unos cinco. Empezó a caminar cuesta arriba, al llegar lo esperaban sus compañeros, quienes al ver su cara de miedo empezaron a mofarse de él.
—¿Qué pasó, guri? Se te ve asustado. ¿Acaso te siguió el lobisón? —decía el soldado Domingo mientras expedía una carcajada dejando ver sus dientes negros y podridos.
—¡Acá tienen el agua! —contestó Joaquín tajantemente dejando el balde al lado del fogón.
Acto seguido se encaminó en dirección a la carpa comunal donde se hallaba su cama con sus pertenencias mientras de fondo se escuchaban las carcajadas de los soldados. Mientras ordenaba sus cosas no pudo, ni por un par de segundos, dejar de pensar en lo que vio allá en el pozo. Se preguntaba si aquello era real o producto de su imaginación. Después de ordenar se fue a comer y luego a dormir.
Reposando en su cama, moviéndose esporádicamente de un lado al otro, no lograba conciliar el sueño. El miedo era tal que ya no se preocupaba por lo que pensase su familia de él. No podía
sacarse de la cabeza la cara de aquella cosa. Para de alguna forma calmarse y lograr caer en
los brazos de Morfeo, dios del sueño, se repitió a sí mismo:
—No pasó nada, sólo fue mi imaginación —así hasta que se logró dormir.
V
3 de febrero de 1852 por la tarde. El ejército de Rosas huye derrotado, sólo permanece en el lugar, negándose a rendirse, el coronel Chilavert con sus cañones, mientras que el Restaurador, lejos ya del campo de batalla, está comenzando los preparativos para su viaje al exilio; tal vez en ese momento comenzó a lamentarse de no haber escuchado a Chilavert.
Por su parte el ejército de Urquiza avanza victorioso a paso firme sorteando cadáveres y rematando a los heridos, entrerrianos, correntinos, uruguayos y brasileños gritan victoriosos. Entre los muchos cuerpos, mutilados y masacrados hasta la deformidad más dantesca, puede verse el de un joven muchacho. Estaba boca arriba, con una herida enorme que va del lado derecho del vientre al hombro izquierdo, su boca bañada en sangre y entre las dos cejas se encuentra un orificio de bala decorando su cabeza. Es el cuerpo de un joven muchacho, uno que jamás volverá a ver a su familia y que ahora descansa para toda la eternidad.
La tierra se alimenta con sangre.
Notas:
Guri: Término coloquial empleado en el noreste argentino para referirse a un chico o chica.