No. 16

ENERO 2018

No. 16 ENERO DE 2018

PÁGINA 25

Solamente quiero resarcirme del tiempo del olvido, buscar el fuego prohibido y atizar la llamarada para que entre la humareda renazcan las plumas que destilarán tintas, rojas e iracundas, que formarán unas letras
siempre inconclusas.
 
En esta oportunidad deseo compartir dos cuentos cortos: La Profecía y El Ángel
, y a la vez invitarles a adquiri los libros de su interés en AutoresEditores.com
 

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MARIO BERMÚDEZ -COLOMBIA-

LA PROFECÍA
 
Con cierta perplejidad, el hombre entró al consultorio, que era un recinto de paredes altas cuyo techo estaba adornado por molduras de yeso, y de donde pendía una lámpara que se descolgaba, envejecida por el tiempo y la mugre, como una gigantesca araña de largas y pulidas patas, que relucían al destello de las bombillas amarillentas. La cámara permanecía en penumbras, y hacia uno de los costados había un altar dedicado a las deidades de la magia oscura, desde donde las veladoras y el incienso emitían el olor característico de lo arcano. Al frente de la puerta, estaba una ventana cubierta por una cortina roja, vieja y pesada, y, más adelante, el escritorio con los adminículos de la adivinación predispuestos con un orden meticuloso, hecho a propósito: una calavera, no se sabe si real o de plástico, en cuyo caso estaba bien simulada, y la bola de cristal que rebotaba los destellos de la habitación. No tuvo mucho tiempo de olisquear el consultorio, porque, al final de cuentas, era presa de un miedo constelar que penetraba hasta el tuétano de sus huesos; pero la resolución de hacer la consulta le escondió el pavor y un ánimo tranquilo se apoderó de él.
―Siga, por favor ―escuchó la voz de la mujer que estaba detrás del escritorio, que más bien parecía un armatoste, y que se le hizo más fingida que real.
―Gracias ―apenas se atrevió a contestar, así como entre dientes.
―Siéntese ―dijo la mujer.
Con ademanes meticulosos, bien calculados como si estuviera al borde de un desfiladero, el hombre se sentó enfrente de la pitonisa. No reparó mucho en el aspecto físico de la mujer, primero, porque el recito permanecía en penumbras y, segundo, porque el nerviosismo no se lo permanecía. No hubo mayores preámbulos, y la mujer estiró la mano hacia el hombre.
―Primero debes pagar ―dijo ella.
Él sacó unos billetes emburujados de entre su bolsillo y se los entregó a la adivina. No pensó en nada, pues tenía la mente en blanco. Ella recibió el dinero, lo desarrugó y lo contó dos veces.
―Está bien ―dijo ella.
Un desierto infinito y molesto se expandía en la mente del hombre.
―¿Ya? ―apenas se atrevió a prorrumpir él.
La pitonisa bajó la cabeza hasta muy cerca de la bola de cristal, y permaneció en estado meditabundo por algunos instantes. Luego, la mujer se quedó mirándolo con asombro; fue un instante que se le hizo eterno y candente. De pronto los ojos de la adivina brillaron con inmensa alegría; levantó la cabeza y se quedó mirando al hombre con una sonrisa misteriosa.
―Veo que usted, muy pronto, va a ser una gran celebridad ―pronosticó ella con su voz chillona, que no se sabía si era real o fingida.
El hombre despertó del marasmo insoportable a que lo tenía sometido aquella situación; levantó la cabeza, abrió más los ojos y un ímpetu altivo se apoderó de él:
―Y para eso ¿a cuántas personas tengo que matar ―preguntó él.
 

 

*    *    *

 
EL ÁNGEL

 
Iba caminando por un sendero polvoriento, escarpado, rumbo a un destino incierto. Caminaba a paso rápido, seguro, y balanceaba el cuerpo como si quisiera volar de un momento a otro. Era menudito, como si la existencia le hubiera cruzado apenas por el lado. Caminaba con prisa pero sin afanes, mientras el verdor de la ladera se derramaba hacia abajo hasta encontrar unas casas de ladrillo que se levantaban inermes en unas calles destapadas, producto de la invasión de los destinos inciertos. Abajo, y hacia el sur, se divisaba otra ciudad que era la misma de las desgracias consuetudinarias de quienes huían despavoridos de una pobreza mejor vivida a una miseria insoportable. Ya iba coronando la primera cúspide cuando, repentinamente, de entre unos matorrales salieron tres jóvenes con cara de malandrines baratos pero aterrorizadores.
De inmediato los imberbes vándalos lo rodearon, pero él permaneció impasible ante las puntas y los filos de unos cuchillos enormes que le apuntaban directamente al corazón.
―¡Quieto ahí y no se mueva!
―Denos todo lo que tiene o lo quebramos ―amenazó otro, profiriendo una sarta de vulgaridades.
Él no se inmutó ante las amenazas, que se convertían más peligrosas, no tanto por el arrojo de los asaltantes, sino por el temor que la incierta aventura de atracar a la gente se apoderaba en el momento definitivo de los jóvenes. Ante la actitud impertérrita del hombre, los rapaces comenzaron a inquietarse abruptamente.
―Es mejor que no lo hagan ―dijo el hombre en tono absolutamente sereno.
Ellos lanzaron algunos improperios indescriptibles y trataron de atrapar a su presa, pero en el momento definitivo, sucedió lo inconcebible: El hombre levantó las manos y estiró los dedos hacia ellos.
―Es mejor que no lo hagan, ya les dije ―replicó con tono aplomado el hombre―. ¡Soy un ángel!
En un primer instante, los muchachos se miraron desconcertados entre sí, pero sin dejar de amenazar al desconocido con sus armas; luego reaccionaron y comenzaron a reírse burlonamente a carcajadas. Algunos pájaros del atardecer escaparon de entre las ramas en medio de un canto crepuscular.
―¡Está loco de remate! ―gritaron al unísono, como si se hubieran puesto de acuerdo previamente.
Ya hastiados por la osadía calma del extraño, los vándalos quisieron finiquitar el asunto de una vez por todas, y se dispusieron a atacarlo. Con el rostro transfigurado, el hombre apuntó con mayor decisión sus manos hacia los muchachos y una llamarada salió desde sus dedos, alcanzándoles la ropa, que de inmediato se incendió. Presas de un pavor indescriptible y alegórico, los muchachos decidieron huir, arrojándose, en medio de tropiezos y tumbos, por la falda que bordeaba la trocha. Rodaron algunos metros por entre la maleza hasta que una pequeña explanada, en donde había unos arbustos espinosos, los detuvo. Se miraron entre sí y se consolaron porque el fuego de su vestimenta ya se había apagado, aunque las manchas carbonizadas permanecían como parches de ignominia. Voltearon, todavía en medio del espanto, a mirar hacia el camino, allá arriba, pero ya no vieron al hombre; solamente divisaron cómo una gran esfera blanca de plumas se levantaba parsimoniosamente, undívaga, hacia el cielo.