No. 19

SEPTIEMBRE 2018

No. 19 - SEPTIEMBRE DE 2018

PÁGINA 13

 

Solamente quiero resarcirme del tiempo del olvido, buscar el fuego prohibido y atizar la llamarada para que entre la humareda renazcan las plumas que destilarán tintas, rojas e iracundas, que formarán unas letras
siempre inconclusas.
 
En esta oportunidad deseo compartir el cuento alegórico Con la soga al cuello.

 

 

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MARIO BERMÚDEZ -COLOMBIA-

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CON LA SOGA AL CUELLO
 
 

Por un momento se sintió como una madre desnaturalizada, pero jamás llegó a imaginar lo que aquel miserable, que estaba detrás de los barrotes, iba a significarle. Era un medio día intenso, agobiante y soleado, y él tenía el prodigio de soportarlo todo; soportaba el calor y hasta la misma muerte, que merodeaba furtiva en cada palmo de aquel pueblo misterioso, maldito y perdido, como una vana ilusión, entre las montañas inhóspitas. Era un pueblo del que sólo tenían conocimiento sus habitantes, desdeñados y palúdicos, hipnotizados por la magia omnímoda de su alcalde. No existía en los mapas ni mucho menos en el presupuesto del gobierno, y más bien parecía una equivocación de la materia. A él solamente le bastaba mover un dedo para mandar, y, entonces, toda aquella cantidad de harapientos caían en el piso, como fulminados por un rayo zeuciano. Siempre lo habían visto con su bigote mazamorrero, su barrigota de señora embarazada, repleta de licor; lo habían visto con sus botas texanas, y los pocos que lo conocían más allá de los límites insospechados del municipio, llegaron a compararlo con uno de esos cherifes del oeste americano. Así que la realidad no solamente era una de esas odiosas comparaciones, sino algo más abracadabrante y acerbo. Él era la ley suprema, la voz dominante, el temor envuelto entre ese temor destemplado, poroso y rojizo. Siempre había sido el alcalde, y como el pueblo había desaparecido con la magia indisoluble del descuido, no había existido una autoridad mayor que él capaz de removerlo de su eterno cargo de sicario. Y en la forma más profunda, a los habitantes del pueblo no les cabía la idea de tener como jefe a uno distinto a él, y mucho menos que quienes lo mantenían en el olvido, fuesen a hacer dicha suplantación. Le temían hasta el desmayo, pero aquel era un canguelo acostumbrado y cotidiano, y no había acción que estuviera supeditada a la vigilancia y control de su minúsculo tirano. Después de todo, la vida seguía como una cuerda envuelta, tensa y monótona entre la polvareda desértica del pueblo, entre sus casas medio derruidas y descoloridas de tanto sol y agua que les había caído encima. La casa suya era la mejor, sus cultivos eran los mejores, era el único que tenía dinero y el que más mal le pagaba a sus peones, y eso si le daba la gana cancelarles el jornal. Así que aquel medio día se había quedado mirando fijamente al prisionero, mientras que con su displicencia de ogro, se retorcía los bigotes en el magnífico alarde de su poder ilimitado. Te voy a matar esta noche, le había dicho, y el prisionero se estremeció como un cataclismo, sudó copiosamente, y con los ojos dilatados y resplandecientes imploró una clemencia que le sería negada. Lo tenían entre las rejas por haberse robado un puñado de maíz de la hacienda, y con eso me pagas, desgraciado, le decía él, el trabajo te lo he dado, era un reproche intenso el de aquel vozarrón, estos harapientos no cogen escarmiento, continuaba diciendo, la semana pasada tuve que ajusticiar a otro por robarme la carne, y los otros desventurados no cogen vergüenza ni temor. El prisionero permanecía entre un silencio hostil y adolorido, pensaba decir que había tenido hambre, que la plata del estipendio no le alcanzaba para nada, entre otras, que él era un tirano, pero se mordía los labios y se contenía para no precipitar la muerte, ni sufrir otra golpiza, después de todo, valía la pena esperar resignadamente lo que más se pudiera, quién quitara que un imprevisto lo salvara, eran las últimas esperanzas, aunque lo más factible era que iba a terminar como muchos, muertos bajo el imperio de aquella podrida justicia inhumana, injusta e implacable; entonces, apenas se atrevió a mirar al alcalde con un repudio disimulado, amargo y consumidor. El alcalde de repente llamó a uno de los ayudantes. Ante la voz fragorosa como un huracán, apareció un hombre de aspecto hético, como envuelto entre una capa de fina muerte, desdentado, armado de un machete que había herido con sus infames destellos de medio día al prisionero en los ojos. A la orden, señor, contestó impávido el ayudante. El alcalde no lo miró. Ve a donde el carpintero y le dices que para mañana necesito una horca instalada en el centro de la plaza, musitó el alcalde. El prisionero, inmediatamente, comprendió las macabras intenciones del crápula, y el estremecimiento en su cuerpo se hizo más fuerte y doloroso. El ayudante salió de inmediato hacia donde el carpintero, y en medio del asombro le comunicó la petición del alcalde. El carpintero no podía creerlo, la vaina está más peluda ahora, se dijo, y al instante dejó sus quehaceres para dedicarse a la construcción de la horca; puso todo su empeño para hacerla en la mejor forma posible, y así satisfacer a plenitud al señor alcalde. El ebanista no durmió un solo momento, pero a las ocho de la mañana tuvo instalada la horca en la plaza del pueblo, ante la mirada atónita y asustadiza de los habitantes, que disimuladamente se santiguaban como queriendo volver a la realidad ausente de aquel infierno. El alcalde vio la horca desde una de las ventanas de su despacho, y rió con toda la fuerza explosiva de sus pulmones y con toda la alegría de su malévolo corazón. Fue una risa cortante como una navaja, que alborotó todos los sentidos del prisionero. El desdichado no abrigó más la esperanza de que algo imprevisto lo salvara, pues sabía que moriría irremediablemente, de la forma más horripilante. Pensó en suicidarse, pues se le hacía que estar colgado de la horca era algo peor que la misma muerte, pero una cobardía innata y superior a sus deseos, se lo prohibió. Entonces, entre un llanto disipado y álgido se dispuso a esperar lo peor. Mientras tanto, el alcalde contemplaba con dulzura suprema la horca, acariciándola desde la distancia con su mirada bigarda. Nuevamente llamó al ayudante, quien apareció de nuevo como un obsecuente autómata, dígale a los del pueblo que esta noche hay toque de queda, el que salga o siquiera se asome a la ventana, lo mato, sentenció el perdulario. Y la orden corrió como un mar turbulento de sangre, y los habitantes del pueblo se aprestaron a obedecer ciegamente el mandato del alcalde, y en medio del terror, se dedicaron al conteo de las ovejas imaginarias para dormirse más rápido, y no llegar a sentir la absurda tentación de asomarse siquiera a la ventana. Pensaron que al día siguiente irían a ver la ejecución, por primera vez hecha en una horca. Es más, el alcalde los obligaría a ir para que escarmentaran. La noche cruzaba lenta y titilante como un cometa apacible. El alcalde no se quitaba de la ventana, contemplando, ahora, la sombra inequívoca y fantasmal de la horca. Se volteó hacia su ayudante y le dijo, vete a dormir, para ti también es el toque de queda, y el ayudante obedeció desconcertado. El trepidar del cuerpo del prisionero se juntaba con el de la noche, el sudor era helado, insertado de muerte; deseaba hablar, pedir perdón, quería gritar, suicidarse, pero la sola presencia del alcalde no se lo permitía, porque él parecía expeler un vaho petrificante. El prisionero levantaba la cabeza por la ventanita, y a través de los barrotes veía la horca, y cuando se imaginaba colgado de ella, inmediatamente metía el rostro entre las manos, como queriendo apartar aquel cáliz de amargura. El alcalde lo miró con su gesto de tortura, ya salimos, dijo, mientras abría la reja y sacaba a empellones al desdichado, que ante el momento crucial había sacado valor de donde no tenía. Dicen que en el momento definitivo el miedo se convierte en coraje, y la zozobra, en decisión. Así que el prisionero, en aquel premonitorio instante, había quedado invadido por una serenidad abismal, como si toda la red nerviosa se hubiera desconectado en absoluto de su cerebro. Caminaron lentamente por la plaza, rumbo a la horca. Fue una travesía monótona, silenciosa y compungida. El alcalde permanecía mudo, pero el taconeo de las botas texanas rompía el silencio como un cristal. Le dieron la vuelta a la horca. El prisionero no salía de su anquilosamiento mental, aunque desde su cuerpo fluía el sudor como un áspero animal ponzoñoso. Subieron a la horca y el desdichado sintió a la muerte pegada a sus espaldas, como retorciéndose inclemente y preparándose inapelablementese para llevárselo. Fue un momento eterno ante el silencio y la soledad infranqueable de aquella noche mistérica, y hasta el rumor de la brisa había cesado en su presagio ustible. Posteriormente, un grito desgarrador cortó las mamposterías nocturnas, pero fue un ulular que no despertó a nadie, porque la orden era dormir y debía cumplirse por sobre todas la cosas. Luego se sintieron otros gritos más fuertes, que correteaban por la extensión de la plaza, eran unos estertores de vesania, el alcalde se puso la soga al cuello y se mató, se oían los gritos, que salían como turbonadas de la garganta del prisionero. Todos despertaron como si algo pesado y vaporoso se hubiera lazado hacia las inmensidades del infinito, y les hubiera dejado los cuerpos y los espíritus en paz. Se incorporaron de sus malolientes lechos, y a través de las ventanas vieron al prisionero corriendo enloquecido, anunciando aquella quimera, y como no creyeron en aquel imposible, salieron de sus casas para comprobarlo con sus propias manos, y, en efecto, vieron y palparon el cadáver del alcalde que pendía de la horca como una maldición esfumada.