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HENRY ALEXANDER GÓMEZ -COLOMBIA-
—ANOCHE UN sueño me dijo
que ya estás muerto, Jorge.
—Y tú qué vas a saber, María,
a ti sólo te importan las cuentas,
las sumas que registras una y otra vez
en ese cuaderno que escondes
detrás de los tarros de harina.
—Te lo juro,
a ti te llevaron cuando tenías siete años.
Nunca más supimos de ti.
Te devoraron los largos pastizales
y los fusiles puestos a secar al sol.
—Puro cuento, María,
a ti siempre te gustó inventar historias.
—Nada más cierto, Jorge,
tienes que aceptar que ya estás muerto.
Por eso, cuando entraste por esa puerta
sólo yo te conocí, que soy tu hermana.
—No hables más mujer. Mira
que en el pueblo
el gallo no ha parado de cantar.
* * *
GALLINAS
En las mañanas,
largos instantes me revelaron
el juego de su pluma,
el cacareo del mundo desde
una noble idiotez.
Su peculiar danza
me habló de un linaje perdido,
la firme intención de ser viento borrado.
Entendí, entonces, la difícil tarea
de romper
con las ataduras del aire,
la música cercana de escarbar en la tierra.
Es verdad que en las gallinas
el día ha encontrado su eje,
el cordón umbilical
en el que sostiene la luz.
Al igual que ellas, escribo la dicha
de ser pájaro caído.
A Felipe García Quintero
* * *
PARÁBOLA DEL PADRE
Padre siempre se sumerge en las más
extrañas empresas.
En un diálogo mudo con la vida,
en una incesante errancia
por el orden prohibido de las cosas,
hizo de la derrota
su sello personal,
una enorme roca de aire para empujar cuesta arriba.
Un día compró una rueca de hilar nubes.
Decía que en la plaza bien podría abrir
un negocio celeste para achispar acontistas.
Pasaba horas golpeando el pedal,
hilando el día,
ovillando la lana.
Desde allí urdió toda la orilla del cielo
sin conseguir una sola moneda.
Otro día
se hizo a un viejo auto
para sortear la soledad de los caminos.
Con él cruzaría las fábricas del humo,
las páginas secretas de las grandes montañas,
hasta llegar a La Habana
o Nueva York.
Pero la noche lo dejó tirado a un lado de la carretera,
reparando el veterano motor oxidado.
Raras tareas emprende mi padre,
cultivó los sueños de los ondeadores de banderas,
comerció con olvidos,
amasó el pan
para el inspector de patatas fritas,
escribió cartas de despedida para amas de casa,
hasta afiló los lápices de tercos burócratas
en una corte de un país
que no aparece en ningún mapa.
Hoy comprendo que mi padre
es un poeta a su manera,
atesora la derrota
como quien guarda
palabras perdidas en la billetera.
Sin saberlo, padre,
con cada inútil negocio,
me ordena mi noble función en el mundo:
el oficio de escribir,
a cada instante,
el arte de la pérdida.
* * *
LOS HUESOS DE LA BISABUELA FELISA
Aparecieron de repente,
estaban metidos en un cajón de madera negra
y cargaban el aire roto de la noche.
Andaban por el camino de los años
apretados a cualquier rincón de la casa.
Prima Betty los descubrió por error,
buscando en el cuarto de trastes algún juguete perdido.
Susto de perros esos huesos ladrando la muerte.
Sortilegio. Oscura brujería. Asesinato en el balcón del silencio.
Fue abuela quién recordó que eran los huesos olvidados
de la bisabuela Felisa. Habían llegado décadas atrás
y buscaban ser un puñado de viento,
una flor soñolienta.
Al fondo de la caja, la extraña carta del abuelo
confirmaba la noticia y reclamaba un lugar junto a su tumba.
Insólitos los ríos
que cruza la piedra después que la lluvia se extingue.
Años de errar debajo de las camas,
rechinando entre sombras, auscultando la tierra,
los huesos,
la vida,
como un planeta cansado,
gritan su parte del mundo, justo ahora que exhumamos
los restos del abuelo.
Allí descansan,
los dos,
en una bóveda sin fondo,
en un osario celeste, examinando la luz.
El corazón se busca más allá de la carne.
* * *
LA ALBERCA
Habité por años aquel estanque perdido
en medio del patio.
Alimenté el corazón del agua, el pozo sin fondo
donde tío Jaime guardaba los peces traídos desde el río.
Fui náufrago sin cielo,
árbol sumergido en la mitad de la tormenta.
Buceé el torrente de hogueras submarinas
y, como Julio Verne,
vi el relámpago de la música adentro de un pez dormido.
Navegar era mi oficio, destejer las raíces del mar,
dibujar en cartas de navegación
las líneas turbulentas de aguas ecuatoriales.
Los bajeles, el sextante,
los peces bañados en el tiempo,
boqueando el alba hasta perecer.
Mi puerto eran las manos de mi madre lavando la ropa.
* * *
ROBERTO JUARROZ
He abierto la palabra amor
y, adentro, encuentro otras palabras
que no dejan de mirarme fijamente.
Escojo una de ellas,
le hago también un orificio,
para ver más adentro en el lenguaje,
y allí encuentro una palabra
que se parece al corazón del mundo.
En medio de las dos mitades del lenguaje,
sobre la línea que separa el comienzo y el final,
comprendo que un vocablo,
más profundo
que el abismo de Dios, nos sostiene.
Todo lenguaje se contiene a sí mismo,
como toda palabra que decimos o callamos,
lleva adentro la soledad del hombre.
* * *
ARQUEOLOGÍA
Enterrar una palabra,
esconder su tumba entre las piedras.
Desenterrarla después de muchos años,
quitarle la tierra endurecida,
los restos de polvo,
el óxido,
hasta que brille como una antigua reliquia.
Colocarla en medio de la página en blanco
y estudiar su antigüedad, interpretar su pasado,
descifrar el color original,
establecer su importante papel en la historia.
Incluso admirar su dignidad de estrella olvidada.
* * *