No. 20

NOVIEMBRE 2018

No. 20 - NOVIEMBRE DE 2018

PÁGINA 17

 

HENRY ALEXANDER GÓMEZ -COLOMBIA-

Del libro La noche apenas respiraba (Gobierno del Estado de México. Toluca, 2018)
 
 
PRIMER DÍA
 
Una suerte de poema ciego ardía
a nuestras espaldas.
                                     Cada pequeño niño
era pasado por la máquina y la bota militar
para dejarlo hecho un hombre capaz de arrancarle
el sudor a la noche con su aliento.
 
El aire quieto del batallón nos respiraba
por la comisura de los labios.
El capitán cosió en nuestras muñecas
las raspaduras de la guerra,
nos ató los tobillos
con el grito del guerrillero dado de baja.
 
El salto de la liebre fue la gran partitura. 
 
Corrimos por la Plaza de Armas
como quien intenta susurrarle un secreto
al oído del viento,
lloramos en el campo de tiro,
                                    en medio de una risa sideral.
 
                        El peso del fusil entonó toda rendición.
 
Nada termina por crecer en esta tierra,
ni siquiera el silencio y sus pesadillas.
 
Cada soldado llevaba
                un huevo negro en la palma de su mano.
 

 *     *     *

 
 
GAS MOSTAZA
 
Un cielo tejido por la lepra
llenó el canal que había en la falda de la montaña
y nos rodeó de punta a punta.
El teniente Rojas disparó varias veces su lanzagranadas
como quien clausura las puertas de un laberinto
donde la hiedra ha perdido el camino.
Las granadas incendiaron la prisión
y la soga del humo nos apretó el cuello
hasta dejarnos desechos los pulmones.
Incluso el aguacero se colaba
debajo de nuestros cascos de guerra
e intentaba encontrar un pequeño orificio
por dónde respirar. 
El infierno tiró al suelo el armamento.
El soldado Orozco le pidió a gritos
a la Virgen María
que le atara el cordón de su bota militar.
El sudor de los fusiles, por primera vez,
me expropiaba del aire
y me cosía los huesos uno por uno
a la risa astuta de la guerra.
Nada quedó a salvo,
ni siquiera las uñas aferradas a las paredes de cal.
      
              —Han dejado de ser reclutas —nos gritó
el teniente Rojas—, se acaban de graduar como miembros
activos de las Fuerzas Militares de Colombia —replicó.  
 
Despertamos con el uniforme lleno de odio,
              viejos,
como niños expulsados del paraíso,
con una constelación de sombras rotas detrás de las orejas.
 
Existe en el mundo
un alto riesgo de caer en las cadenas
                        que nos ofrece la victoria.
  
                        Las cosas iban perdiendo su color natural.
 

 *    *     *
 

  
 
DE PATRULLA
 
Las mujeres
venían desde cualquier rincón
y nos saludaban
con sus pañolones caídos. Fundaban
todo un continente en nuestras vísceras.
 
      —Yo le pago la que quiera,
soldado Gómez —decía el capitán—,
usted sólo escoja.
 
El Escalón Rojo era un vendaval de frutas ácidas
moviéndose a lo Héctor Lavoe. Las extrañas
genealogías del amor
crecían desde la barra del bar al lanzagranadas
terciado a mis espaldas.
El humo escarlata
de los cigarrillos se acomodaba en los sillones
donde cada soldado urdía la geometría simple
de los mundos inacabados.
 
        —Vengo desde atrás de la lluvia —me decía
Maritza y su rímel se propagaba por el aire
hasta llenar de estrellas
cada puesto de guardia en el batallón.
 

 *    *    *

 
 
 LOS 40 LADRONES
 
El largo bastón que traigo de la guerra
sostiene el arte milenario del hurto calificado.
 
Cada cosa era usurpada en el ejército:
las toallas, las colchas, las cucardas, la munición;
hasta robábamos el aire que llenaba nuestras bocas,
luego de las patrullas nocturnas. 
 
Aprendimos, desde el primer día,
a dormir con los setenta y cinco cartuchos como almohada,
con el Galil anudado al brazo del sueño,
para nunca perder la costumbre de ser víctima
                                                                          y asesino.
 
Nacimos, como François Villon, para guardar el mal
en nuestras tiendas de campaña,
para usurparle a Alí Babá cada una de sus sortijas de oro.
 
No podía ser de otra forma,
vivimos con la certeza de caminar
por el filo de la orilla,
sin ataduras,
o, por lo menos,
con la promesa de robar siempre en el patio donde
Dios habilita todos los comercios. 
 
Corsarios, piratas, bandidos, lobos de asalto,
somos igual que el mal ladrón crucificado
y condenado por Jesucristo,
a imagen y semejanza de Bonnie y Clyde,
de la raza ladina de Lex Luthor.
 
No fue Vincenzo Peruggia quien robó la Mona Lisa,
fuimos nosotros, los soldados de Colombia,
que siempre andamos con la sed guardada en los bolsillos,
con una tercera mano
para llegar a donde no nos alcanza la suerte.
 
Hay verdades que simplemente no son nuestras,
                          pensamientos
                          semejantes a una gradería de piedra
                          en la que se asciende al bajar los peldaños:
 
igual que la guerra: pequeña metáfora  
                                            que le hurta los ronquidos a Dios. 
 
Henry Alexander Gómez (Bogotá, 1982). Magister en Creación Literaria de la Universidad Central y Licenciado en Ciencias Sociales de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Es director del Festival de Literatura “Ojo en la tinta”. Ha recibido diferentes distinciones, entre ellas, el Premio Nacional de Poesía Universidad Externado de Colombia, el Premio Nacional Casa de Poesía Silva y el Premio Internacional de Poesía José Verón Gormaz de España por el libro Tratado del alba (2016).  Otros libros publicados: Memorial del árbol (2013), Segundo Premio Nacional de Poesía Obra Inédita; Diabolus in música (2014), Premio Nacional de Poesía Ciro Mendía; Georg Trakl en el ocaso (2018) Segundo Premio IX Concurso Internacional Bonaventuriano de Poesía; y las antologías Teoría de la gravedad (2014), publicado en Quito, Ecuador y El humo de la noche rodea mi casa (2017), Colección “Un libro por centavos”, Universidad Externado de Colombia. Sus poemas aparecen diferentes antologías y revistas de Colombia y el exterior. Es cofundador y editor de la Revista Latinoamericana de Poesía La Raíz Invertida (www.laraizinvertida.com) y docente del Pregrado en Creación Literaria de la Universidad Central.