MARÍA DEL REFUGIO SANDOVAL OLIVAS -MÉXICO-

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Capítulo II
Conociendo el terreno


El jinete llegó ante ella y preguntó: — ¿Es usted la nueva maestra? —Sí, contestó con orgullo. —Era la primera ocasión que alguien le llamaba así y ostentar el título le venía a la perfección en esos momentos que necesitaba afianzar su autoestima y confianza. —Soy Isidoro, vengo del rancho “Arroyo del agua”, usted se va a hospedar en nuestra casa ya que el cuarto que teníamos en la escuela como vivienda de maestros se le cayó el techo en la temporada de lluvias. —Mucho gusto señor, —contestó. — Puede llamarme María. — ¿Sabe montar a caballo? — Preguntó Isidoro. —Claro que sí, —contestó orgullosa. —«Agradeciendo la práctica que había tenido como jinete cuando iba con sus primos a apoyar en las labores del campo». Isidoro acomodó sus pertenencias sobre las ancas del caballo, cuidando que quedasen bien amarradas, después le ayudó a montar. Conforme iban avanzando por un terreno solitario, cubierto de huizaches, matorrales, cercos de piedra y ganado bovino que se encontraba pastando; ella aprovechó para observar con disimulo a quien la iba guiando. Era un hombre de una edad aproximada a los treinta años, complexión robusta y corta estatura, arrugas prematuras se marcaban en su rostro curtido por los rayos solares; cuando hablaba o sonreía podía notarse el hueco que dejó la falta de un diente; el resto de la dentadura, tenía un color amarillento; su vestimenta era propia de los hombres del rancho, camisa vaquera, pantalón de mezclilla, sombrero y unas botas viejas que cargaban el polvo del camino. Sacó un cigarrillo, ofreciendo uno, la joven rápida y presta negó con la cabeza; él aspiró una gran fumada y una bocanada de humo se expandió por el aire. María sintió un vuelco en el estómago, no había desayunado, el camión hizo cuatro horas de viaje por un camino de tierra, con hoyos y baches que no le permitieron descansar un momento; los compañeros de viaje contribuyeron a incrementar su malestar. Unos fumaron dentro del camión, un chiquillo volvió el estómago en el asiento contiguo, los aromas corporales de ciertos viajeros daban muestra fehaciente que no eran muy asiduos al aseo.
 — Mire maestra, —dijo Isidoro. —«En mi casa hay siete chamacos, cinco ya están en edad de ir a la escuela, hace mucho que no tenemos maestra, por lo que casi creo que los huercos más grandes ya se les olvidó lo que aprendieron». — ¿Cuánto tiempo se hace para llegar al rancho? —Preguntó la joven sintiendo desfallecer. El mareo, inanición, sol candente y sentimientos diversos encontrados habían hecho presa de ella. — En dos horas, ―contestó, ―si seguimos avanzando a buen paso, pero si usted gusta, podemos parar bajo un árbol para que coma estas deliciosas gorditas de nata y café que preparó mi esposa. De la alforja del caballo sacó un pequeño bulto, envuelto en un limpiador bordado de lomillo, extrajo las gorditas y las extendió hacia ella, al mismo tiempo que abría una botella de coca cola de vidrio, tapada con un trozo de olote, que hacía las veces de corcho; en su interior venía un aromático café con leche. María saboreó el delicioso manjar, recobrando fuerzas y ánimo, deseosa de llegar al rancho, conocer a sus futuros pupilos y la escuela que estaría a su cargo. A partir de ese momento, ella sintió renacer el ímpetu y entereza que la caracterizaba. Isidoro era respetuoso. Hombre de rancho, que a pesar de doblarle la edad, la veía y trataba como la autoridad educativa que representaba. — Mire, —señaló Isidoro, ya nada más cruzamos ese río y ahí está mi casa que a partir de hoy es la suya también. Un espiral de humo se erguía sobre el firmamento, el tejado de la casa aparecía ante su vista. Cuando llegaron a la orilla, aguas caudalosas, raudas, rebotadas y fuertes corrían por éste, señal inequívoca de que estaba en fase creciente; por lo general, julio, agosto y septiembre son los meses con lluvia copiosa, donde las presas almacenan el agua necesaria para su abastecimiento. En épocas de sequía, los arroyos crecen y el río aumenta su cauce. María esperaba ver algún puente colgante por donde pasar o algún rodeo para llegar a la casa, sus esperanzas se desvanecieron cuando Isidoro le dio una soga y le pidió que la amarrase a la cabeza de la silla de montar, ya que debían atravesar las aguas para llegar al otro lado donde se veía el humo subir. Isidoro envolvió sus pertenencias en un hule negro y se lanzaron al agua. No con pocas dificultades cruzaron hasta la otra orilla, sus ropas estaban mojadas, pero de algo estaba segura, su aventura magisterial ¡Apenas comenzaba! En definitiva, esa no era la mejor impresión que había pensado causar en sus alumnos, pero dadas las circunstancias, se acomodó el cabello con los dedos de 26 sus manos, sonrió al divisar la hilera de chiquillos que los esperaban a la puerta de la casa. Después de los saludos y presentaciones pertinentes, pasó al interior de la vivienda, la cual constaba de dos cuartos de adobe, con piso de tierra. El punto de entrada era la cocina, hizo un conteo rápido al posar su vista; había una chimenea encendida en el rincón, una mesa vieja de madera, dos bancas, cuatro sillas, un trastero, un molino de mano y un metate. En la habitación contigua, había un viejo ropero, un baúl y tres catres, uno de estos, fue designado para la maestra. Atrás de la casa estaba el corral, cercado por piedras y un portón grande de madera, el cual hacía las veces de sanitario, además se utilizaba para encerrar cerdos, chivas, borregas, la vaca y el becerro que tenían para la leche. Paula, esposa de Isidoro, poseía una sonrisa franca y abierta, cuya silueta mostraba los estragos de haber albergado en su vientre siete embarazos; vestía una falda negra que caía por debajo de su rodilla, una blusa blanca y su cabello largo trenzado, dejaba entrever con sutileza algunas canas incipientes. — Maestra, —le preparé agua calientita para que se dé un baño, viene empapada y puede resfriarse. Le acompañó hasta un cobertizo donde estaban las pasturas, un pequeño espacio separado por una cobija amarrada de lado a lado; misma que hacía las veces de puerta y daba la intimidad necesaria para entrar a un balde grande de lámina galvanizada, maltrecho por el uso, pero que a María le proporcionó el deleite y descanso necesario después de todas las emociones vividas. El canto de los gallos le despertó muy temprano, miró a su alrededor, sorprendida al divisar dos cabecitas asomaran por entre las cobijas; afuera se escuchaba el barullo propio de voces y sonidos emitidos por los animales. Un aroma delicioso llegó hasta su olfato, era el café de olla hirviendo y las tortillas de maíz al coserse sobre el comal. Le sorprendió que a la hora de sentarse todos a la mesa, inclinaran su rostro con fervor y dieran gracias a Dios por los alimentos que iban a recibir. Paula le explicó que solo había tres casas en el rancho: la de su comadre Chonita, quien tenía cinco hijos, «tres en edad escolar», la de ellos y la escuela; por lo que supo en ese momento que la inscripción total sería de ocho alumnos. Sin tener una formación didáctica, debía atender un grupo multigrado, con todas las carencias de recursos pedagógicos. La escuelita contaba con tres mesa bancos viejos y un pizarrón de gis. En su primera clase, propició que los niños hablaran e interactuaran entre ellos y así pudo conocerlos un poco más. 27 — Bien, —expresó. —Me van a decir su nombre, edad, qué han aprendido, qué hacen en su tiempo libre, cuáles son sus sueños y qué les gustaría aprender en clase… Todos se miraron entre sí y bajaron su cabeza. Les daba vergüenza hablar y quizá fueron tantas las indicaciones que olvidaron lo que debían comentar. Entonces, María recordó un juego que había puesto en práctica en sus clases de catequismo. — Me van a decir su nombre, luego van a decir cuatro cosas que les gustan y que inician con la letra de su nombre. —Observen. — Musitó mientras escribía en el pizarrón. — Yo soy María y me gusta masticar manzanas muy maduras… — Ella es Emilia, y le gusta: escribir enunciados elegantes… ¿yo? —Ofreció el gis a los niños. Saúl se levantó rápido, no quería que nadie le fuera a ganar la palabra que tenía en la punta de sus labios y pugnaba por salir. Con orgullo escribió: “ermoso”. Muy bien, —dijo la maestra. — Hermoso se pronuncia con la e, pero lleva una letra antes que no tiene sonido, ¿ésta se llama? — H muda, —dijo Emilia. —Huevo, es una palabra que tiene h muda. — Díganme, — ¿Qué otras palabras conocen que tenga esta letra al inicio? — Hombre, hogar, hoy, respondió Emilia, el resto se mantuvo al margen de participar. Entonces María escribió varias palabras en el pizarrón y les pidió que escribieran un enunciado que la contuviera. En ese momento se percató que había dejado la actividad de la presentación inconclusa y se había brincado a otra; por lo que tuvo cuidado de confirmar que todos los que no lo habían hecho en clase, sería la tarea pendiente y que además debían pedir ayuda y cooperación a sus padres. — Mis papás no saben escribir, — dijo Saúl. — Tampoco los míos, — contestó Servando. — Pero saben hablar, — argumentó la maestra con prontitud, tratando de ocultar el asombro y tristeza que esa noticia le causaba. Ahí, tenía una tarea pendiente más a la cuenta. ¿Cómo enseñar a los padres para que apoyaran a sus hijos en el proceso educativo?
 — Ana, —expresó, — dile a tu mamá que te mencione varias palabras que empiezan con esa letra y las escribes, para que las puedas utilizar. Es muy fácil: “Ella es Ana y le gusta armar aviones, abrazar y amar”. — Pero es que tampoco yo sé escribir, —musitó. Tres manitas se levantaron con timidez, para expresar que ellos también desconocían el proceso de leer y escribir. Y de esa manera, sin ser una docta en la materia, hizo su primer diagnóstico de grupo: tres alumnitos en nivel cero, dos en el primer nivel y tres en nivel segundo. Sus edades fluctuaban de entre seis hasta catorce años. He ahí otro factor de riesgo. Ella contaba con quince años, por lo que, desde ese momento, intuyó que tendría problemas con Octavio, descubrió que a pesar de ser un joven un poco tímido, sentía como su mirada le seguía por doquier, quizá era la primera adolescente que estos chicos conocían, fuera del ambiente familiar. Los días se sucedían con tranquilidad; la distancia para llegar a la escuela era de veinte minutos caminando; trayecto, aprovechado para enseñarles ciertas canciones o para tararear melodías que escuchaban en la radio, ya que este, era el único medio de conexión con el exterior; juntaban piedritas que hacían las veces de ábaco para las operaciones matemáticas, aprendía de la experiencia que estos chiquillos tenían de la vida campirana y les compartía un poco de su poca experiencia. María estaba acostumbrada al baño diario, este fue uno de los hábitos inculcados por el maestro Alberto, quien educaba con palabra y ejemplo; decía: —“Jóvenes, nunca olviden estar pulcros, el cuidado y esmero que pongan en su apariencia, será la mejor carta de presentación, elevará su autoestima y les brindará una proyección de seguridad ante los demás”. Cuando Octavio se percató que la maestra a diario se levantaba temprano e iniciaba la rutina de sacar agua de la noria, la ponía a calentar en la chimenea y no con pocas dificultades la cargaba al improvisado cuarto de baño, decidió sorprenderla y aligerar su carga, por lo que, para su sorpresa, en los días siguientes, estos menesteres ya los había hecho el chiquillo, y cuando ella se incorporaba del lecho, solo tenía que gozar del placer que brinda el agua calientita sobre el cuerpo.
María advirtió que en casa, los domingos eran días dedicados al baño y a la muda de ropa, de igual manera, no utilizaban pijama o ropa especial a la hora de ir a la cama; por lo que buscaba las palabras precisas que no hirieran los sentimientos de la buena mujer y poco a poco logró cambios significativos en  ese rubro; por la noche, convidaba a todos los integrantes un chorrito de pasta dental, que era colocado en el dedo índice a falta de cepillo, les explicaba la importancia del cepillado diario y la higiene bucal; Isidoro y Paula comentaban que las tortillas de maíz quemadas eran las encargadas de limpiar sus dientes, pero a la semana siguiente, cuando Isidoro bajó al pueblo a hacer las compras, llegó con una pasta dental para la familia. Esa aventura se prolongó por un mes, a pesar del buen trato recibido, de lo mucho que se estaba encariñando con los chiquillos y de los avances mostrados en la adquisición de conocimientos. La joven sufría en silencio la ausencia del hogar y de la familia; además, soñaba tanto con asistir a la escuela, vivir su juventud con intensidad, disfrutar los bailes, las amigas y las ilusiones propias de la adolescencia. Debía regresar al pueblo a cobrar su primer sueldo como alfabetizadora; por lo que esa noche no pudo dormir, debía tomar una decisión pronta y medir las posibles consecuencias de esta; le dolía dejar a esa familia, el no seguir apoyándolos, volvió a repasar los momentos vividos a su lado, las lágrimas corrían por sus mejillas y sentía una especie de sufrimiento y gozo por volver al pueblo. Por la mañana volvió a guardar sus pertenencias en el veliz junto con sus sueños e ilusiones. La despidieron con abrazos, lágrimas y pidiéndole que no se olvidara de ellos y volviera a visitarlos. Octavio tenía un rictus de desesperanza, enojo y frustración en su rostro, se negó a decir adiós y se refugió en el campo.
 


 

Maestra jubilada. Mexicana, 57 años de edad. Tengo siete libros publicados de distintos géneros literarios. Este capítulo es del libro “Huellas en polvo de estrellas” He participado en diversas antologías tanto digitales como físicas a nivel nacional e internacional. Editorialista del periódico “El sol de Parral” y colaboradora de la Revista Latina N.C.
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