ANA LUISA ORTIZ MARTÍNEZ -MÉXICO-

La presencia
 

¿Cuánto tiempo ha pasado ya? No lo recordaba. Tan solo sentía el llamado que la hacía brotar de ese lugar donde las sombras nacen. Era justo al caer la noche cuando las luces de la ciudad se encienden y el cielo en lugar de verse lleno de estrellas, lucía oscuro y brumoso. Como todas las noches lo veía aparecer frente a ella. Caminaba a su lado violentando sin reparo su espacio personal, jugando a bloquearlo y otras simplemente traspasando su piel. Y es que a veces, se veía oprimiéndole el corazón. Anhelaba hacerlo, algo en su interior le gritaba, le ordenaba apoderarse de su ser hasta dejarlo sin aliento. ¿Podría ir a otro lugar? No, estaba atada a ese hombre de mirada sensual y retraída que escondía a la muerte atrás de su sonrisa. Encadenada a ese a quien miraba sin ser vista, hablaba sin ser escuchada, al que tocaba sin ser sentida... tan lejos y tan endemoniadamente cerca.
Un día más en que lo veía tomar un cigarro sin encenderlo, recargó la espalda en un poste de luz mercurial, le pareció verle murmurar algo, no alcanzó a comprenderlo. Comenzó a caminar, lo siguió sigilosamente mientras se preguntaba a dónde irían está vez, porque no le vio tomar sus rondas habituales. Acaso ¿se detendría?, ¿la noche por fin lo redimiría? No, diferente camino, mismo destino, llegaron a aquel viejo edificio con la fachada llena de cartelones descoloridos, paredes corroídas y letras garabateas en aerosol negro, rojo y azul. De algún lugar sacó unos retazos grandes de plástico que acomodó en el suelo. A pesar de su mirada apacible ya sabía lo que a continuación seguía. Regresaron a la calle, caminó junto a él observándolo tan atentamente, que, quien la pudiera ver pensaría era como quien mira a su enamorado. Llegaron hasta un bar, lo vio entrar y sentarse en un banco, en una de las esquinas de la barra, sonaban unas buenas notas de jazz. Pacientemente lo observó beber un vaso tras otro. El cigarro nunca fue encendido, a ratos lo ponía sobre su oreja, a ratos lo jugaba en la mano. Pasaron un par de horas en los que su mirada paseaba entre rostro y rostro, hasta que por fin encontró lo que buscaba. Al salir la pareja caminó frente a ella, una sensación ya muy conocida, una mezcla entre angustia y placer, surgió de sus entrañas, si es que acaso las tenía.
Eran las tres de la mañana cuando llegaron al edificio, al cuarto que había sido preparado. Lo único que acompañaba al silencio eran los latidos de corazón acelerados, y los rítmicos jadeos. El calor emanado, los aromas de la piel desnuda, le eran imposibles de percibir. Un golpe y un estruendo irrumpieron de súbito el roce de los cuerpos. Era el momento, al escuchar eso sus ojos se tiñeron de negro, su ser perturbado absorbió la precaria luz que se asomaba tímidamente por las ventanas a medio cubrir con trozos de tablas de madera. La temperatura descendió y un vapor negro emergió de ella, pareció abrazar al joven que sin inmutarse continuaba su rutina acariciando en silencio el cuerpo que yacía en el suelo sobre los plásticos. Estaba alimentándose del momento y le supo al cielo, ese lugar que no lograba alcanzar.
Recordaba casi nada de su pasado, salvo algunas emociones, como este instante que para ella era un recuerdo de una vida que también se fue en un golpe y un estruendo. No le hizo falta tocar a la mujer, pudo percibir como el corazón lentamente se dejaba ir, apagando para siempre su luz divina, mientras el cuerpo era ultrajado una y otra vez sin el más mínimo decoro. Casi podía sentir los embates que daba el joven contra aquel despojo receptor en turno de sus más grandes fantasías y demonios, hasta que alcanzó la culminación en un frenesí de placer en el que se corrieron ambos, victimario y testigo mudo. Una vez que lo vio disponer del cuerpo, lo acompañó en su camino de regreso. La luz del día comenzaba a alejar las sombras, pero aún no era suficiente para ella, permanecería al lado de ese joven por quién sabe cuánto tiempo más. Estiró sus manos tratando de estrujarlo fuerte contra su pecho, ¿sería acaso un recuerdo del amor que por él sintió? Si tan solo pudiera quedarse un poco más...
 
Entonces los rayos del sol aparecieron para bañarla, sus manos comenzaron a desvanecerse mientras su alma torturada liberó un grito desgarradoramente silencioso.
 
 
 

Buscando sombra

 
El hormigueo en el estómago incomodaba más que el terrible calor de las tres de la tarde. Un paso, dos tropiezos. Quizá el motivo de sus tropiezos tenía relación con que sí bien los pies tenían la orden de caminar, desconocían hacía dónde dirigirse. También podía deberse a la falla de motricidad que le dejó su amiga de la botella cristalina. Dentro de su boca seca se le pegaba la lengua al paladar.
¿Quién querría? ¿Quién sería amable esta vez? ¿Alguien? Al menos una persona que no le hiciera ninguna cara dura, ni le profiriera palabras insultantes. Alguien cuya mirada no proyectara repulsión. ¿Quién sería hoy?
El imaginarlo casi le hizo dar la vuelta y regresar a su esquina-hogar bajo un puente peatonal en desuso, pero un chirrido del estómago le obligo a continuar caminando. De no muy lejos le llegó la voz alterada de una mujer que señaló a un niño tener cuidado con “ese viejo cochino”. Pobres cerditos, le molestaba que los usaran para insultar gente.
¿Cuándo comenzaron los desprecios? Todavía alcanzaba a recordarse sentado en la humilde mesita de la casa de su madre, esperando con ansiedad otro de sus ricos guisos, con suerte un menudito. Ella nunca le hizo ninguna mala cara, y así fue hasta el último aliento de su existencia.
Recordó que ningún drama lo llevó a su condición actual. Mucho tiempo libre, quizá. Al principio era tan divertido, y que sabroso era sentir el primer trago en una calurosa tarde en el rancho. ¿Sería alrededor de los diecisiete años cuando comenzó?, o ¿sería a los dieciséis?, ya no estaba seguro. Recordaba observar a sus tíos a diario en los sillones, con sus botellas de cerveza mientras observaban la televisión. Lucían tan amenos entre risas y uno que otro grito de “gol”.
Un tiempo después, comenzó a sonar una voz en su cabeza que le indicó que su afición se salió un poco de control, generalmente bastaban otros cuantos tragos más para callarla. Y ciertamente él mismo fue consiente que no estaba realizando ninguna actividad productiva. No se sentía diestro en ninguna materia, ni logró conseguir un buen trabajo, el sueldo invariablemente era una miseria, con turnos mixtos, y sometido a actividades extenuantes. No, eso no era para él, más sin dinero que gastar era difícil mantener su vicio. De alguna forma encontró cómo colarse con sus familiares para aprovechar cualquier bautizo, cumpleaños, o reunión. Resultó muy ventajoso que fueran tan numerosos. Desgraciadamente las risas y chistes, al tiempo se tornaron en gritos y reclamos, todos dirigidos a él, todos exigiendo la necesidad del cambio, de “sentar cabeza”, de “hacer juicio”. ¡Es tan fácil señalar al vecino de enfrente! ¡Qué conveniente es encontrar un tiro al blanco en la espalda de alguien que no es uno mismo!
¿Cuándo se le pasó la mano? ¿En qué momento se convirtió en una desgarradora necesidad? De pronto ya nadie quería estar cerca de él, le sacaban la vuelta como esquivando a un animal con rabia. ¿Por qué tanto interés en que cambiara? Estaba bastante a gusto con sus días, además, no molestaba a nadie, ¿o sí? Estaba convencido que si el rumbo de su vida lo hacía feliz no tenía motivo alguno para cambiar. Inclusive al faltar su madre, las múltiples advertencias de sus hermanos no le hicieron el menor ruido, y debido a ello, sin más contemplaciones lo echaron a la calle. La condición para regresar era bastante obvia. ¿Pero en dónde encontraría fuerzas para cambiar? ¿Realmente tenía intenciones de hacerlo? Hasta el momento la estaba pasando muy bien. ¿Qué mejor cobija que el cielo estrellado y la luna de compañera?, se decía entre resollo y resollo.
¿Cuánto duraron esos pensamientos impulsados por el orgullo?, ¿tres días?, quizá cuatro. La realidad es que rápidamente se encontró temblando en el suelo empapado en sudor, implorando a algún ser supremo que lo liberara del dolor, pero imploraba que el dolor se alejara a través de su bebida predilecta. Llevaba demasiado tiempo viviendo de esa forma, ya no recordaba lo que era un día sobrio, prefería no recordarlo. Así que entre limosnitas aquí y allá, pepenando otro tanto, nunca le faltaba para la botella, aunque la comida era otro cuento.
El calor se intensificó, probablemente porque dejó de soplar aire. Al levantar la vista se encontró frente a un pequeño puesto de tacos. La dueña generalmente lo corría a gritos. Se esforzó en buscarla con la mirada, en apariencia no se encontraba, aprovechó para acercarse, las tripas no dejaban de chillar. ¿Cuánto tiempo tenía sin comer sentado en una mesa, como aquella pequeña de la casa de su mamá?, ¿un año?, ¿acaso eran más?, ya no recordaba. Todos sus días se volvieron una calca del anterior: temblores, sudoraciones, dolor. Aun así, no se sentía ni un poco arrepentido, ni siquiera por los cada vez más constantes vómitos con sangre.
En el puesto de tacos se encontraba una señora que alguna ocasión antes fue amable con él. Intentó hablar, trató de decir algo, más de su boca salieron sonidos sin sentido. ¡Qué sensación tan curiosa!, sabía lo que intentaba decir, pero su boca atontada no logró unir las palabras. Y qué afable señora, en señal de entendimiento y compasión le entregó un vaso con agua fresca de jamaica, y un plato con tres tacos. Le comentó que no podía comerlos en el puesto: “Es por la dueña, no vaya a llegar. Además, los clientes, me los puede asustar”. Agachó la cabeza en señal de gratitud, pero al darse la vuelta la mano se volvió laxa y el vaso cayó al suelo chisporroteando los mocasines rotos que calzaba. Sintió una terrible vergüenza por estropear tan buen gesto. Agachó aún más la cabeza, apenado, y trató de continuar su camino. En eso la mujer le detuvo por el brazo, le estaba ofreciendo otro vaso. Si era posible sentirse más apenado, lo estaba, lo tomó y al sentir una nueva arremetida de su estómago, le dio un trago. La frescura que experimentó lo hizo sentir un poco renovado en ánimo, y con un esfuerzo descomunal pudo decir: gracias, luego se alejó caminando. Y por unos instantes apareció una añoranza del hogar perdido, de la comodidad, la seguridad, los tiempos gratos. Un dilema sobre su estilo de vida que a recientes fechas aparecía un poco más seguido en sus pensamientos, pero en el que su amiga, la de la botella, ganaba siempre.
Dio un gran suspiro bajo el abrasador sol, miro al frente, sonrió al observar justo lo que buscaba: un árbol cuyas grandes ramas lo invitaron a sentarse bajo su sombra.
Un paso, dos tropiezos. Y pensó lo difícil que se estaba volviendo mover ese par de piernas.
 

 

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Seudónimo: Luisa Romero


Nombre real: Ana Luisa Ortiz Martínez
Semblanza: De profesión abogada, escritora formada por la pasión a las historias de terror y gracias a talleres y diplomados tomados tanto en la UANL, como en Cálamo Centro Literario. El relato Nadie & August publicado por el semanario digital el Ojo de Uk fue seleccionado para formar parte de una compilación de relatos por Ita Editorial (Colombia). Los relatos Eternidad y La Espera fueron seleccionados para formar parte de la antología digital de Finis Mundi de Escritores Neoleoneses Emergentes. Actualmente estoy trabajando en mi primera novela de terror.