<                    >

PÁGINA 33

Nacido en Buenos Aires en 1945, anglófilo contradictorio y francófilo ambiguo (como buen argentino porteño, blanquito y de clase media), pero graduado en Lengua y Literatura Rusa en la Universidad de la Amistad de los Pueblos “Patrice Lumumba” de Moscú, URSS (R.I.P.) en 1971, traductor y luego intérprete de la ONU en Nueva York y más tarde Jefe de Intérpretes de la ídem en Viena, jubilado en 2005, tres matrimonios con todo y papeles, y cuatro con todo pero sin papeles, dos hijas, Valeria de 18 y Xóchitl de 11 -mexicana de nacimiento aquella y por decisión soberana ésta-, gran amante de la música, la buena mesa, el buen vino, los trenes y la literatura, buen prosista y poeta mediocre pero voluntarioso, nostálgico de la piel angélica de las mujeres que ya no paran mientes en mí, resignado, en suma, al poco lúbrico consuelo de la filosofía y las series policiales de TV. Conozco buena parte del mundo y nunca he dejado ser -o sentirme, en todo caso- comunista, convencido de que este sistema de mierda de los ricos para los ricos tiene que cambiar. Ah, y soy de los pocos fumadores de pipa que quedamos en el planeta.
 

SERGIO VIAGGIO -ARGENTINA-

XÓCHITL EROTOCOSMOPOLITA
 
Domingo 23 de agosto de 2020
 
Estamos cenando y Xoch exhuma su vademécum electrónico y espeta: Te voy a dar una clase de LGBT. Acto seguido me muestra la pantalla de su táblet en la que exhiben su polícroma ontología dos o más decenas de pabellones cuyas leyendas rezan: pansexual, intersexual, polisexual, genderqueer (!?), género binario, género no binario, género fluido, agénero, androfilia, neutrio y demás clasificaciones para mí impenetrablemente crípticas. Los intentos exegéticos de mi vástaga no arrojan demasiada luz. Las palabras ceden protagonismo a la configuración paralingüística, a saber, brazos en alto, ojos como perdidos en trance, manos tipo danza tailandesa, que no atino a descifrar, pero, francamente, me importa un cazzo, porque la miro enredada en su afán didascálico y me pregunto cómo habría reaccionado mi viejo si, a sus trece años, mi hermana hubiera osado explicarle las sutilezas del amor no tradicional. ¿Se habría suicidado de inmediato o la habría asesinado primero? En todo caso, no habría tenido tiempo de enterarse que uno de les compañeres de Xoch es transgénero, a diferencia de transexual, si entendí bien. ¡A los trece años! Yo, por las dudas, mañana mismo entro a acopíar válium.
 
 
 
LA BRUJA MOLLY (REMEMORANDO A BRADBURY)
 
Si no yerro, en Crónicas Marcianas, Ray Bradbury tiene un cuento maravillosamente melancólico, cuyo título recuerdo seguramente mal, lo mismo que la mayor parte los detalles, de modo que me aplico a recrearlo con todo descaro, ya averiguará el lector por qué.
 
La bruja Molly vive recluida en el bosque con su pequeño y travieso nieto. En un descuido de su abuela, cuando tenía tres o cuatro años, el pequeño se había bebido una pócima que lo tornó invisible. No recuerdo si era mudo de nacimiento o dejó de hablar al tiempo que se tornó traslúcido. Desde entonces, la anciana lo seguía por el crujir de las tablas del piso, la metralla apagada de los cacharros, el quejido de los goznes de la puerta o las ventanas o al ver hundirse cada vez más de año en año los muelles del colchón o la grísea nube de la almohada. ¡No revuelvas los platos! -lo regañaba con dulzura-; ¡Ya deja de corretear tras los gorriones!; ¡Entra que te vas te vas a empapar con la lluvia!
 
Cierto día, Johnny supo había cambiado para siempre y se marchó. Molly no percibió –tal vez porque no quiso- el susurro de las hojas que se alejaba hasta desaparecer bosque adentro, o tal vez afuera, y continuó su vida de siempre, entre sus calderos de hierro y sus cuencos de arcilla. ¡Sé que estás ahí, Johnny! –imprecaba camino del gallinero en que acaban de agitarse las ponedoras. ¡Otra vez has dejado abierta la ventana! –se lamentaba cada vez que el viento vencía los postigos. ¡Ya deja de bromear -le encarecía en los momentos en que la duda se le colaba por las grietas del alma- y entra que se ha puesto fresco!
 
Y así siguió envejeciendo y regañando dulcemente al nieto que ahora no veía porque había dejado de estar.
 
Hasta aquí la memoria de Bradbury, que me vino cuando pasé por tu cuarto y vi, a través de la puerta que Ely dejo abierta para seguir intentando volverlo a la civilización la próxima vez, el caos escandaloso de trapos y cosméticos y chanclas y libros y baratijas y zapatos y lápices y cintos y gorros y lápices esparcidos a su capricho o amontonados en cajas y cajones desparramados por la cama o por el piso. ¡A ver si acomodás de una vez este desorden de mierda! –me oigo protestar dentro del cráneo. ¡Y no te olvides de tirar la cadena! –reconvengo mentalmente cuando me parece adivinar un movimiento en su baño. ¡Acordate de lavar los platos que hayas usado! –tengo el impulso de intimar a cada murmullo que se cuela por la ventana de la cocina. Solo que, a diferencia de la vieja Molly, yo no puedo engañarme que no te has marchado. Me queda, nomás, el paciente consuelo de saber que todavía no es para siempre.
 
 
 
 
CRÓNICA DE LA METRÓPOLI FANTASMA
 
Lunes 23 de marzo de 2021
 
Acabo de salir a tirar la basura, sacar guita del cajero y comprar fruta. El barrio está desierto, Si acaso cuatro o cinco personas con bolsas de supermercado, Los quioscos y el verdulero (uno de dos) abiertos, pero el Farmacity cerrado a cal y canto. Mis vecinos parecen disciplinados, Cada uno limpia espontáneamente el palier de su piso. Los más jóvenes (todos menos yo, bah) se ofrecen a hacer las compras y atender las necesidades de los gerontes,
 
Por la tele, el drama de los argentinos (¡como trescientos!) varados en la India, muchos de ellos allí desde hace meses (o sea, desde antes del quilombo). Hay una chica embarazada otra con un mal crónico para el que se le han acabado los medicamentos. Los están echando de los hoteles y se han quedado sin seguro médico. ¡Qué desastre! Cuentan que la Embajada los atiende con toda solicitud, pero no tiene cómo ayudarlos.
 
            Negocios cerrados (unos cuantos definitivamente, desde antes de la pandemia), vidrieras muertas, anuncios de cosas que no podemos comprar, de sitios que no nos es dado visitar, restoranes donde no es posible comer; mercados que se derrumban, aeropuertos que dejan de funcionar, hoteles, líneas aéreas, empresas de turismo, bufetes de abogados, peluquerías, ferreterías, clínicas de cirugía plástica, librerías que quién sabe cuándo volverán a abrir; plomeros, gasistas, electricistas, cerrajeros, pintores, albañiles, trabajadores en negro que se quedan sin el ingreso que les hace morfar; niños y maestros sin escuela… Hizo falta un virus de mierda -porque, si lo miramos bien, es eso, nada comparable al ébola o la gripe aviar, la fiebre amarilla, ni hablar de la peste negra) para que se revelen inevitables todas las grietas del capitalismo real y virtual, el de las mayorías vulnerables y los bonos, las acciones y los billones de billones de dólares electrónicos que nadie ha visto ni verá nunca porque, en rigor, no existen. Empresas hasta hace semanas todopoderosas y prepotentes, economías familiares que no reflotarán cuando finalmente sobrevenga el reflujo de las aguas. Y nosotros con un país en ruinas, endeudado hasta los tuétanos y sin posibilidades de mendigar un peso a los banqueros (que, ellos sí, flotan seráficos sobre la debacle planetaria), con una infraestructura descalabrada, sin espaldas para ayudar a satisfacer las necesidades mínimas de atención y alimentos. El mercado ha desaparecido y con él la ilusoria panacea de su mano invisible. Los gurúes del neoliberalismo no se atreven a asomar el hocico, por miedo de la repulsa, la befa y el contagio. Las casas de Dios no ofrecen garantías mínimas de asepsia y la fe ha de ser más que nunca ciega y sorda, porque las pruebas circunstanciales de la existencia de Dios, o, en el mejor de los casos, de su omnipotencia y su bondad no abundan.
 
            Y en medio del desastre, Cuba mandando médicos y medicamentos… a la mismísima Italia. Cuba embargada desde hace sesenta años, Cuba con su lastimosa producción de tabaco, azúcar y otro par de cosas que hacen mal, Cuba que hace malabarismos para dar comida, educación y salud hasta al más remoto de sus habitantes, Cuba, sí, con su libertad dudosa, con su partido único, con su cúmulo de disparates (lo dijo el propio Fidel en su discurso de no recuerdo qué aniversario clave de la Revolución), Cuba, que le ha dado alas a sus cubanos pero no los deja volar, Cuba, con su diáspora de gentes que no han vacilado en desafiar tiburones en busca de horizontes quién sabe si tanto más promisorios ahora que la sangre llega al río. En la cancha se ven los pingos. Bueno, esta es la cancha.
 
 
CRÓNICA HAGIOFIDEDIGNOMESOPOTAMÍSTICA
 
Jueves 8 a lunes 13 de enero de 2020
 
Jueves
 
Para mi insondable sorpresa, Xoch resolvió aceptar el convite a pasar con José dos días en Rosario y otros dos en Paraná. Sorpresa porque el viaje a Europa estuvo al borde del fiasco porque la ex Porcinetta ya no encuentra mayor solaz en estar siquiera cerca de mí. El milagro fue en gran parte obra de Ely, que le dijo, Tu padre está viejito (¡LPMQLP!), después te vas a arrepentir de no hacer ahora cosas con él; pensalo. Y, como ella misma le explicó luego, en efecto, lo pensó. De forma que salimos hacia las diez y media de la mañana en busca de mi amigo. Demasiado tarde me percato de que me he dejado la compu en casa. ¡Horror de horrores: tendré que escribir estas pamplinas de memoria y post facto! Por mor de los viejos tiempos, resolvimos almorzar en La Catedral, nuestro viejo manducatorio campanense (vide “Crónicas hagiofidedignas”), donde los dos recordábamos el exquisito pescetto al horno con papas. (¿qué será de la vida de Mavi, Diego y Sabrina?). Llegamos a Rosario como a las cuatro. José había reservado en el Ariston, un hotel medio mediopelístico, pero funcional y bien ubicado. Xoch, claro, habría preferido su propia habitación, pero el horno crematístico no estaba para bollos. Desensillamos y nos fuimos al Museo Castagnino, que tiene una bellísima si no muy proficua colección de pintura argentina. De ahí, José quiso ir a darse un chapuzón en la pileta y Xoch y yo enfilamos para el centro a ver de comprarle un regalo de cumpleaños a su tía Cristina, que también es mi hermana. Bajamos por Córdoba camino del centro. Salvo un par de honrosas excepciones, las edificaciones de las primeras dos cuadras son, en el mejor de los casos, anodinas. Pero llegando a la plaza San Marín la ciudad se embellece abruptamente. Edificios de abolengo itálico los de dos plantas y soberbiamente madrileños los de altos y, desde luego, la monumental Facultad de Derecho. Pero, entre el calor insoportable y la debacle de “esos días”, la cosa no prospera y como a las cinco o seis cuadras nos dimos por vencidos (bueno, ella), nos sentamos a saborear un helado y regresamos al hotel. Entre tanto reservé mesa en La bajada de España, en el predio de la vieja estación Rosario Central, cuyo complejo arquitectónico, por suerte, ha sobrevivido, aggiornado, la masacre de nuestros ferrocarriles y donde fue la cena de despedida la vez pasada (vide “Crónicas rosarióbicas”) donde comimos lo más bien nuestra nueva cuota de pescáu del Paraná. Por fortuna, mi vástaga parece estar pasándolo más que razonablemente.
 
Viernes
 
Me despierto, como tantas veces, a las cinco y me dedico a proseguir la lectura del formidable ¿Quién mató a Nisman?, de Pablo Duggan. A las ocho bajo a desayunar y le traigo sus medialunas y jugo a la otrora jabaliciña. A las diez salimos con José con dos metas: llevar a la già cinghialina al Museo de la Memoria, sito poéticamente justiciero en la que fue el Comando del Segundo Cuerpo de Ejército, porque bueno es que vaya comprendiendo la abominable realidad del fascismo y aprendiendo la vera historia argentina. Y ahí están, las fotos de esa niñita sonriendo entre sus padres y, ya cuarentona, huérfana y sola. Y están las fotos de los torturadores y asesinos, como mi siniestro general Díaz Bessone. Y está el mapa de las decenas de centros clandestinos de detención y martirio diseminados por todo el país. Y el de los quince o veinte de Rosario. Y los testimonios de los sobrevivientes o de los familiares de los muertos. Y las fotos de los nietos recuperados. Y los nombres de los por recuperar. Y el como rollo de Torá en que se inscriben testimonios de tantas matanzas y desmanes cometidos en nuestra América todos estos años. La petiza no me dice ni mu, pero sé que está conmovida.
 
            Ahora a recorrer la peatonal en busca de algún negocio idóneo. Así recalamos en La Favorita, con su inconfundible aire de gran tienda de entonces, a lo Gath y Chávez o Harrods, con su boiserie, molduras, arañas y ascensores originales (esos que supieron ser comandados por ascensoristas de uniforme que daban velocidad con la palanca, anunciaban los rubros de cada piso y abrían y cerraban las puertas ufanos de su poder y autoridad. Como siempre, encuentro dónde sentarme y aguardo a que Xoch agote su afán. Terminamos adquiriendo un saco para Cristina y tres o cuatro prendas para ella. La consigna es, Si de veras lo necesitás, te lo regalo yo, si es un capricho, lo pagas vos con tu plata. Por suerte, uno de los trapos sale de su peculio.
            José nos lleva a almorzar a los Silos de Davies, un restorán de la costanera, donde nos zampamos: una parrillada de surubí, pacú y dorado José y yo y un wok de pollo Xoch. Aquí, José se saca su medalla de honor, porque se pone a explicarle pacientemente la necesidad de hacer ejercicio y cuidarse en las comidas. Xoch lo escucha enfrascada. Se nota que cada palabra le da en el blanco. Cuando nos levantamos de la mesa, con una sonrisa de las que no regala así nomás en mi presencia, afirma, ¡Comí muy bien!
            Ahora al shopping en que han degenerado los talleres del ferrocarril, donde le compré aquella Barbie como premio a su conducta ejemplar aquella vez (vide “Crónicas rosariosas”). Damos una vuelta por la ciudad y regresamos al hotel. Mientras José se va para la piscina y Xoch se absorbe en su Tablet, yo me voy camino del Monumento a la Bandera frentecito al cual queda La Marina, el restorán español de la primera cena le vez pasada donde recuerdo haber comido inolvidablemente. Dejo el auto por ahí y me voy a dar una vuelta por la costanera y a admirar la ciudad moderna, con su muro de edificios asomándose al bosque que media hasta el río. Contra el farallón pescadores solitarios o en familia, sobre el parque, familias y parejas entregados a la insoslayable ceremonia del mate.
A las ocho y media hemos bajado al sótano donde prácticamente no cabe ya un alfiler. Pero la cena es un desastre. El mozo no tiene idea de nada, ¿Cómo viene el surubí a la marinera?, Y, es un pescado, Sí, ¿pero cómo viene?, Y como todos, No: el dorado viene a la parrilla y el surubí a la marinera, ¿por qué no vas a averiguar? Regresa para explicar que viene con una crema creo que de tomate. ¿El dorado puede ser con papas españolas?, ¿Y para usté cómo son las papas a la española? (El restorán, por cierto, se supone español, bien que no haya un solo plato con reminiscencias peninsulares).| En desagravio, vamos a tomar un helado.
 
Sábado
 
Entregamos la habitación y emprendemos la ruta de Paraná, pero no sin detenernos, por consejo de José, en Victoria, un pueblo como tantos, agobiado por la canícula, soñoliento y desierto. La Catedral, que por fuera no es gran cosa de ver, por dentro es acojonante: Como San Pietro de Perugia (vide “Crónicas paleomondescofiliales”) no tiene un centímetro cuadrado sin decorar. Columnas, muros, arcos cubiertos de arabescos o frescos de reciente factura (José dice que cuando la visitó hace un par de años todavía no terminaban los trabajos). Los colores son tirando a pastel y claros, lo que multiplica la fulgurante luz que inunda, salvados los vitrales, la amplia nave. Una auténtica joyita. Empachados de tanta belleza, salimos a recorrer el pueblo. No es gran cosa, aunque destaca la opulenta –y algo cursi- Società Italiana, el suntuoso Club Social y la desgraciadamente cerrada tradicional tienda The Sportsman, con sus aires de Harrods rural. Almorzamos perfunctoriamente en el café Martínez y seguimos hacia la Abadía Benedictina, un imponente complejo, seguramente demasiado grande para quienes lo ocupan, con una especie de mercado totalmente vacío del otro lado del estacionamiento. José nos ha hablado maravillas de los alfajores artesanales que venden en la tiendita junto con otros productos, pero no hay y he de conformarme con un lemoncello y un licor de naranja de similar complexión. El paisaje, de gran belleza, es preludio a las cuchillas uruguayas. Es un relieve suave como vientre de mujer que remeda un mar apenas agitado por el viento, verde que te quiero verde y profusamente arbolado de a ratos. La carretera está impecable y somos casi los únicos que la surcan. Unos kilómetros más adelante nos adentramos en la Aldea Protestante, seguramente poblada de descendientes de alemanes, donde abundan los chalets de pro, y contamos dos iglesias de vaya uno a saber qué denominaciones.
 
            Confirmo la impresión que me llevé cuando viajé a Corrientes y Resistencia con ocasión de la Fiesta Nacional del Chamamé (vide “Crónicas litoraleñosas”): Todo alrededor de la carretera tiene la apariencia mendaz de un país casi del Primer Mundo. Hay que pispear a los costados para detectar la muerte del asfalto. Los pueblitos son pulcros, la gente bien vestida, los manducatorios llenos. Es preciso meterse en Santa Fe o, sobre todo, Rosario para toparse con la realidad brutal de los rancheríos infectos.
 
            Y llegamos a Paraná. Salvo los barrios que bordean la barranca, profusamente arbolados, con sus bulevares y monumentos, la ciudad es francamente fea. Queremos ir a los museos de arte e histórico, pero están cerrados literalmente con candado. Tal vez es por la siesta… No, volvemos a pasar en pleno horario y nada. ¿Será porque es sábado?
 
            El hotel Postal del Sol queda justiniano a metros de la boca del túnel subfluvial. Es un edificio albo, de dos plantas, plantado en medio de un parque que rodea ampliamente una hermosa piscina circular. Esta noche hemos quedado en cenar con Marta, Esteban y Clarita (vide Crónicas //) en el Club Náutico de Santa Fe. Nuevamente pescado Fest y grata tertulia, yo, por supuesto, molestando a Clarita.
 
Domingo
 
Damos por agotada Paraná y enfilamos para Santa Fe. No bien encaramos la autopista, a centímetros del túnel, me para la cana: voy con las luces apagadas. Tres lucas y media después mutamos de provincia y buscamos dónde comer sobre el bulevar Gálvez. José se encuentra para chismear con Marta y con Xoch nos vamos a dar vuelas por una hora. El azar nos lleva a la vieja estación de los ferrocarriles del estado, un edificio debidamente monumental, tras el cual se extiende el predio casi interminable de lo que fuera el patio de maniobras. Miro el prado verde imaginando las hordas de vagones inmóviles y el lento discurrir de las locomotoras de maniobra, fantasmas del viejo pasado que, como señala el tango, ya no se puede recuperar. Ahora encaramos la costanera desde el puente hasta casi el final. Comienzan las playas públicas y, del lado de la tierra firme los chalets de los suburbios. Regresamos, nos adentramos por el microcentro y damos finalmente con el café Bilbao, donde nos aguardan nuestros amigos. Retornamos al hotel y, mientras Xoch se queda enfrascada en su mundo, me uno a José junto a la pileta. Por no irme virgen, me atrevo al remojón en el agua deliciosamente templada. Se nota que hace años que no nado, porque me agoto a las dos o tres brazadas… ¡Juventud, divino tesoro, ya te has piantáu pa´ no volver! Me siento a leer entre fumaradas y vuelvo a la habitación. Contra todos mis principios, mi dogma y mi doctrina, resuelvo aceptar la sugerencia de José de cenar en el hotel. Es, de lejos, la mejor comida del viaje y sus alrededores: el dorado y el surubí que compartimos con Xoch es una delicia y el servicio a la par.
 
Lunes
 
Entregamos la habitación y a eso de las diez y media salimos camino de Gualeguay por los arrabales de Paraná avanzando por una calle de doble mano de tráfico lerdo. Por suerte, media hora más tarde estamos en la carretera prácticamente desierta. El paisaje es, otra vez, de un verde sereno. Llegamos a Gualeguay como a la una. La ciudad empieza anodina, chata y desierta. La cosa mejora apenas llegando al centro. Algunos edificios de aquellos y poco más. Buscamos dónde comer pero todo, hasta los pocos restoranes y cafés que vemos están tapiados. ¡Claro, es la hora de almorzar! La gallega del GPS nos dice que el Club Social está, si Dios quiere, abierto. En, por fortuna, efecto. Es el edificio más noble de la metrópoli, sito frente nomás a la plaza. Por dentro, pero, la cosa se modifica: Los amplísimos salones de prosapiosa boiserie se conforman con muebles de tercera. En el salón de actos, tras una primera hilera de, por lo menos, sillones de tal vez pana, sillas plegadizas. Viene a atendernos el mozo singular que, tras ordenar José su agua mineral y yo mi vino, indaga, ¿Y el niño que va a tomar? Menos mal que Xoch lo toma en solfa. Optamos por el menú. La entrada de salamín y queso esperablemente mediocre; las milanesas, en cambio, de lo más aceptables-
 
            Nuevamente en el camino pronto autopista. Atravesamos los majestuosos puentes del complejo Zárate-Brazo largo, ingresamos en Buenos Aires y como a las cinco, tras haber dejado a José en su casa, estamos en casa.
 
            ¿Lo pasaste bien, hijita? –pesquiso sin escarmentar. Zí.