OSWALDO MANTILLA AGUIRRE -ECUADOR-

PÁGINA 38

 

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Seudónimo: Tabacundo. Realizó el Taller de Docencia y Comunicación en Lima, Perú; y un Diplomado en el Instituto Internacional de Periodismo José Martí en La Habana, Cuba. Licenciado en Comunicación Social, Universidad Central del Ecuador. Fundador de la revista Enfoque. Autor de los libros: “Trinity en la 24”, “Relatos Cortos”, “Re-cuerdos”, “Juegos populares de antaño” (4 ediciones), “Duendes”. Presidente del Taller Cultural Retorno, miembro de la Sociedad Ecuatoriana de Escritores SEDE y de la CCE, Extensión Pedro Moncayo.
 

 

EL APARATO  Ok.
 
El pueblo de Segundo estaba ubicado en las faldas del cerro Mojanda, que esconde las hermosas lagunas de aguas cristalinas, llenas de mágicas leyendas. Dos calles paralelas cruzaban de un extremo al otro, aquel lugar paradisíaco donde sus habitantes son dedicados a la agricultura y muy devotos de la Virgen de Natividad que lo veneran cada 23 de noviembre.
La gente de este pueblo siempre alegre, es su característica que se extiende por cada una de las familias con quienes comparten sin importar su condición social ni su credo, la unidad y ayuda necesarias con total desinterés. La buena vecindad, hicieron de sus habitantes conocerse mejor.
Las casas ubicadas a lo largo de las dos avenidas, con pequeñas intersecciones a cada 100 metros, dan la sensación de ver una escalera gigante acostada a lo largo del pueblo, como sosteniendo las frágiles casas con corredores y pequeñas ventanas dándonos la apariencia de rostros humanos.
Una de ellas era la casa de los padres de Segundo, amplia, con grades corredores que permitían recibir a los visitantes o comerciantes que descansaban mientras iban de paso con sus productos para la venta.
Segundo, el último de la familia, un niño muy inquieto y travieso ponía en jaque a todos sus hermanos en la casa de adobe, con un amplio patio construido por sus padres, junto a la antigua plazuela de los peloteros.
Aquel patio era un espacio ideal para los juegos, y también el lugar predilecto para las tareas diarias de Papa Lucho, un hombre dedicado al comercio y a la cría de chanchos faenados los fines de semana para la venta dominical. Desde aquel lugar se podía divisar el majestuoso Cayambe, con su cresta blanca contrastando con el azul celeste del cielo que brillaba con los rayos del sol en las mañanas de verano.
Los tocadiscos, las radiolas, el megáfono eran algunos de los aparatos electrónicos de gran auge en los pueblos pequeños y reliquia de unos pocos; aparatos mágicos que arrancaban suspiros con cada melodía romántica y añeja como el tiempo.
La tienda del papá de Segundo, era muy concurrido por los moradores del barrio, para abastecerse de productos alimenticios y darse unos gustitos extras con unos traguitos.
Junto a la alacena llena de colas y cervezas, se divisaba un antiguo Radio con dos perillas que sobresalían a los costados. Su color café oscuro con una rejilla metálica como una gran sonrisa daba la bienvenida con música popular de alguna radio capitalina.
Los biombos de madera y cubiertos de tela de liencillo, servían de división de los amplios cuartos, tumbados altos, y paredes blanqueadas con cal. La tienda, ubicada a la entrada de la casa de Segundo, tenía uno de esos biombos, que lo arreglaban con vistosos afiches de los productos puestos a la venta.
En el pueblo fue un verdadero festejo cuando Luis llegó cargado del moderno aparato musical adquirido con el fin de escuchar y hacer bailar a toda su clientela que domingo a domingo se apostaba al filo del corredor de la casa. Con una sonrisa a flor de labios, y su sombrero de paño negro puesto en su cabeza caminaba por las calles empedradas del pueblo acompañado de Boby, que corría presuroso como queriendo adelantarse con la noticia a sus amos.
Su mujer y sus hijos haciendo calle de honor miraban boquiabiertos aquel equipaje cubierto con una sábana blanca que minutos antes había sido descargada y bajaba de la parrilla del bus “Reina María”.
Aquel bulto abrazado con mucho cuidado por el controlador del bus inquietaba a los mirones que se apostaron junto al viejo vehículo que hizo su arribo desde la capital, sin saber lo que llevaba dentro. Al llegar a casa Papa Lucho retiró la sábana del aparato adquirido para alegrar el ambiente familiar y de quienes frecuentaban la tienda-bar.
En medio del cuarto que a la vez era tienda de abarrotes, puso el tocadiscos color rojo intenso deslumbrando a los presentes que en ese instante hacían algunas compras del diario. Era una especie de caja, pues todo estaba cubierto de madera, inclusive las tres perillas que servían de volumen, los bajos y el encendido.
El sonido perfecto y la luminosidad de aquel aparato se esparcían por la casa dando un ambiente de discoteca. Toda la familia sentía una satisfacción y alegría que fue creciendo hasta la noche; también Boby, que moviendo su colita, se paseaba por entre las piernas. Una mesa de madera fue instalada en la esquina del cuarto para poner el aparato de un color rojo sangre, que al encenderlo cobraba vida con los discos que despedían melodías muy alegres.
“…Dónde venderán un buen trago,
De mañaniiita.
Ahora quedó mi guambra,
Triste y soliiita.
Cuando me ven con platita,
Soy julaniiiito.
Y cuando no tengo medio
Soy botadiiito…”
¡Qué volumen!, así da ganas de pegarse un taco, decía el papá de Segundo, mientras su hijo mayor seleccionaba los discos de 45 RPM, comprados en la capital, para ser insertados en el tubo del tocadiscos.
Los quehaceres domésticos en la casa y el trabajo diario, parecían más livianos y llevaderos por parte de la familia que no ocultaba su alegría y de los vecinos del barrio que compartían estos momentos. Cada uno de la familia compartía las tareas para tener listo las ventas, los alimentos preparados que despedían un aroma delicioso, lo que aumentó el negocio.
Uno a uno, bajaban los 10 y hasta 15 discos puestos en esa noche, tonadas, sanjuanitos y los inolvidables yaravíes que arrancaban lágrimas y nostalgias. Segundo, ilusionado con aquel aparato, no despegaba su mirada, hasta parecía estar hipnotizado pues nunca había un tocadiscos que bajaba automáticamente lo discos de color negro con unos surcos lineales por donde recorría la aguja hasta llegar al centro.
Los fines de semana en la casa con amplios corredores arrinconada a un costado de la plazuela de los peloteros y la feria dominical, se convertía en días festivos. Los torteros, braceros y la cocina de leña comenzaban a prepararse para la venta de las comidas típicas, los caldos de patas, los tamales y el infaltable ornado asado la víspera en el horno de leña.
Los encuentros de los peloteros y el bullicio de los chicos apostados alrededor de la cancha desbordaban momentos coloridos y de algazara. La familia madrugaba para tener listo la venta que era el sustento económico.
Cada domingo, el padre de Segundo, arrimado a la compuerta de la tienda, esperaba paciente la llegada de los jugadores de pelota, mientras algunos trasnochados descansaban en los corredores de la casa, fumándose los últimos “puchos” de los tabacos.
La preparación de los helados de cono, se los hacía por las noches, en grandes baldes enlozados. Varias frutas eran compradas en el mercado para combinar los sabores. Las moras, los taxos, las naranjas, los plátanos, se convertían en pocos minutos en deliciosos helados distribuidos cuidadosamente en los conos y puestos en la congeladora.
El pequeño Segundo se encargaba de vender los helados, claro está con la condición de obtener una comisión; el hermano mayor preparaba la música solicitada con insistencia mientras se servían la chicha de jora. Tres tonadas un sucre pagaban por cada pedido que se extendía hasta la media noche.
La alegría de los peloteros se extendía a lo largo de la plazuela, que se complementaba con la música a todo volumen del novedoso tocadiscos que para esa ocasión lo sacaban al corredor de la casa.
En ocasiones cuando el jefe de la casa amanecía con el hígado virado, el festejo terminaba abruptamente, sacando a empellones a los borrachos asegurándose de que hayan pagado todo lo consumido.
El jefe del hogar ponderaba su tocadiscos aludiendo el gran volumen de los parlantes que se dejaba oír en los barrios vecinos y por ese motivo la clientela aumentó y también por los emborrajados de patas de cerdo, tan apetecidos por el zapatero de la localidad.
 
Entre semana, la familia se concentraba a las tareas diarias, se veían alegres tarareando algunas de las canciones en su nuevo tocadiscos marca telefunken.
“Soy del Carchi”, “Chola cuencana”, y las tonadas de San Pedro, eran algunas de las canciones que más se escuchaban en el flamante tocadiscos.  Segundo, el último de los hijos se apostaba en la silla ubicada junto al aparato para, sin pestañear, seguir con su mirada aquella aguja que surcaba el disco y luego de una pausa esperar la caída de otro y repetir la secuencia.