ALEX DARÍO RIVERA -HONDURAS-

PÁGINA 17

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Santa Bárbara, Honduras, 30 de julio 1975. Catedrático de Ciencias Sociales del nivel medio y universitario. Amplia experiencia en procesos de gestión y ejecución de programas y proyectos de desarrollo. Colaborador de diversos periódicos y revistas nacionales e internacionales. Ha publicado en poesía: "Introspecciones extintas", "Desde los balcones", "Mortem" (En México y El Salvador) y “La lluvia no llega”. Libro de microhistoria “SITRAMEDHYS, medio siglo de lucha" (2015). En cuento: "De fugas y acechanzas" (2012), "Recuentos a media luz" (2013) y "Hendiduras" (2020). Antologado en "Honduras, sendero en resistencia"; "Poetas en los confines"; "Kaya Awiska, Antología del cuento hondureño"; "Antología del cuento hondureño Siglo 21"; "Tratado mesoamericano de libre poética: ecos náhuatl Honduras-México"; "Letras sin fronteras II"; "El baile del dinosaurio", antología de minificción hondureña"; "Despierta humanidad" Antología Poética Internacional Homenaje a Berta Cáceres" y en la Revista Olteroceano (Honduras Tierra de Sueños y Utopías. En El Bicentenario de la Independencia) de la Universidad de Udine, Italia; entre otros. Sus artículos han sido publicados en diversos periódicos con análisis político, económico y cultural, y traducidos parcialmente a otros idiomas.
 
 
 


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Fotografía: Adjunta. La autoría de la fotografía es de la poeta Mexicana Mónica González Velázquez
 

Estoico


Hay espacios de la casa en los que se detenía solamente en días aciagos, en horas de ocio, y recogía de dichos rincones, evocaciones que suponía no existían en su memoria visual, olfativa, auditiva o táctil. Algo de él y los suyos, sobrevivía en los recovecos de esa casa que habitaron y les habitó.
Esas eran las modestas trincheras donde él se salvaguardaba del odio y el olvido, mientras le llegaba la muerte.
 
 
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Cotidiano

 

“Cómo llenarte soledad sino contigo misma.”
Luis Cernuda

 

Las rayitas en el contramarco de la puerta, lo confirmaba. En el amarillento calendario, las hojas fueron desprendiéndose otoñalmente, una a una, con el paso del tiempo. El colibrí esmeralda visitó cada flor acampanada del jardín. Las penetraba dos o tres veces suspendido en un vuelo excitado por el polen. El solsticio de invierno les había parecido el fenómeno ideal para el reencuentro, la noche más larga del año, y desde entonces, él deliraba que todos días eran solsticios.
En la sombra del tejado creciendo al oriente, develaba el paso del tiempo. A momentos escuchaba el golpeteo sutil propinado con los nudillos en el portón, se levantaba lentamente de la mecedora, se acomodaba los reacios cabellos canos, erguía el cuello de la camisa, corregía el plise del pantalón, el brillo de los mocasines era alentado frotándolos con la parte trasera de la gabardina, carraspeaba para aclarar el tono de la voz, retiraba del cuenco el manojo de rosas, y caminaba a prisa. Corría la aldaba, y la ausencia de ella se le insinuaba una y otra vez cayendo la tarde. Volvía la mirada en las dos direcciones del camino antes de entrar de nuevo y sentarse en la silla mecedora de siempre.
Recontaba las rayitas grabadas en el contramarco de la puerta, verificaba el año, el mes y el día en la pálida página del calendario. Levantaba la mirada buscando estérilmente el colibrí esmeralda. La sombra se había convertido en una mancha enorme que ocultaba casi todo. Y de nuevo, guardaba silencio pretendiendo escuchar los llamados en el portón. Esperaba que el viento le trajera respuestas a cada una de las místicas señales de humo que extraía de un tembloroso cigarrillo entre sus dedos, y que él, con los labios carentes de la memoria reciente de un beso, colgaba con primor en la húmeda brisa de la tarde.
Se levantaba lentamente de la mecedora, se acomodaba los reacios cabellos canos, erguía el cuello de la camisa, corregía el plise del pantalón, el brillo de los mocasines era alentado frotándolos con la parte trasera de la gabardina, carraspeaba para aclarar el tono de la voz, retiraba del cuenco el manojo marchito de rosas rojas, y caminaba lento. Aseguraba la aldaba, y presintiendo la ausencia de ella que se le insinuaba una y otra vez, cayendo la noche, a tientas, buscaba su cama.

 

 

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Desnudo


Al llegar y golpear tres veces la puerta, él fingió no haber tenido urgencia por verla.
Ella, sonrió ante el descaro, y guardó silencio.
Lo había escuchado subir corriendo las escaleras.
 
 
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Algo entre manos


Al parecer un cosquilleo descendía desde la punta de sus dedos hasta convertirse en torbellino en la palma de sus manos. Las manos navegaban en un desasosiego extraño. Eran frotadas una contra la otra, y en acción refleja se contraían y extendían los dedos buscando palpar algo que físicamente no estaba presente, pero que, para nosotros, los improvisados testigos oculares, nos parecía con toda certeza que él imaginaba su forma, sopesaba su tamaño y parecía evocar su textura. Todos éramos meros prejuiciosos que, aprovechando su aparente abstracción de la realidad, nos dábamos el lujo de aseverar que él pensaba en naranjas, manzanas, mangos u otra fruta que por su tamaño pudiese encajar en aquel teatro manual que improvisaba sin estar, al parecer, plenamente consciente de su entorno, ni de la atención provocada en nosotros.
 
Minutos después, él dilucidó la incógnita al salir de su temporal transe y reírse junto a nosotros del percance. Lo confesó en seguida con un leve semblante que oscilaba entre la vergüenza y la picardía. Lo único en que cavilaba en esos instantes de desatención, era en lo increíble que el azar caprichoso del universo había provocado para que sus manos hubiesen evolucionado miles, tal vez millones de años, a tal punto que coincidieran a la perfección con el tamaño de los senos de aquella delgada muchacha que visitaba regularmente sus sueños.
 
 

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 Divagación


La buscó en cada rincón de su memoria; y la encontró clara, limpia, en detalle: olores, texturas, miradas, sonrisas, suspiros, sabores, expresiones y formas. El problema era que, a pesar de que la imaginaba por todas partes, ella no estaba. Y ante su ausencia, los relojes parecían cangrejos metálicos avanzando en reversa.
 
 

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Tentativa


Entre ruidos exteriores y silencios íntimos, la recordó desnuda. Se imaginó intentando abrir los candados de su boca, y descifrar los enigmas de esa mirada en la que se reflejó con avidez buscando los misterios húmedos de su carne. Soñaba con su cuerpo retozando sin sosiego en la blancura de las sábanas, sin temor a naufragar en esas delgadas manos suyas, manos que no servían para otra cosa que no fuese modelar las formas ondulantes de su cuerpo, y conservarlas en su memoria. Memoria en la que ahora reaparecía sin esfuerzo, abriéndose espacio entre las circunstancias rutinarias del sobrevivir. Memoria que luego se negaba olvidar las sensaciones percibidas por sus manos que habían comenzado a estrujarse, tal vez a morir. Manos que esa tarde cincelaban unos versos tristes que, con suerte, apenas conservarían el amarillento papel donde él suponía estar escribiéndolos.
 
 

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Delirium*


Pronunciaba algunos nombres en voz alta, en voz baja, en susurro, a ratos, los gritaba. Solo percibía de ellos el sonido apagado de las cosas huecas, que de alguna manera se extinguieron, murieron, fueron abandonadas, echadas al olvido, ninguneadas. Y entonces, entre las hojarascas grises de otros nombres, se filtraba el suyo invadiendo un terreno al que no pertenecía. Y al imaginarlo, recorría mentalmente sus sílabas y letras que en conjunto le nombraban. Un nombre solo de él, ilegal, prohibido, exiliado y clandestino, pero que, a pesar de ello, provocaba que esa solitaria habitación en la que apagaba la noche, en la que incineraba la lista de nombres marchitos y secos, se llenara de música, de colores, de aromas... y era desde ese delirio que sobrevivía alentando el arribo de la madrugada.
 
*Delirio
 

 
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Introspección


Llovía, y esparcidas por el patio: hojas, ramas, mangos del solar ajeno, flores ruborizadas por el ultraje del viento. Era testigo de cómo el humus eyaculaba sobre las simientes.
Guardaba silencio íntimo para escuchar el agua cantar, el viento gritar, y ver la forma en la que un relámpago ahuyentaba la modorra, mientras la corriente intentaba su eterna fuga al río, al mar.
No logró verlo, pero lo intuyó, creyó sentirlo: uno que otro recuerdo irrumpía la memoria de la tierra, y haciendo la señal de la cruz con sus dedos índice y pulgar, juró, que también en la suya.
 
 

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Desbarajuste

 

“Los domingos,
sobre todo por la tarde y si estás solo…”
Patrick Modiano

 

No sabía por qué divagaba, aunque se planteaba algunas hipótesis inconclusas, banales. Eso sí, de algo estaba convencido, y era que el silencio es más estruendoso e hiriente los domingos por la tarde. Como ese domingo, esa tarde que agonizaba pintando de dorado un horizonte que se empeñaba en viajar a las sombras con el mismo ímpetu con que él deliraba escuchar su voz en ese mudo teléfono que, de rato en rato, bostezaba entre sus manos.