CLAUDIO E. MAMUD -ARGENTINA-

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 Presentó en 2017 su primer libro de ficción: Sólo para ella. Dictó un Taller Literario destinado a quienes desean escribir cuentos.  Por el primer cuento que escribió, Sólo para ella ha recibido una Mención de Honor en el XLVI Concurso Internacional de Poesía y Narrativa “La importancia de la palabra 2015”. Su cuento El anuncio fue seleccionado en el XXXI Certamen Nacional de Poesía y Narrativa Breve para integrar la antología Letras Argentinas de Hoy 2015 y, además, obtuvo una Mención en dicho certamen. Su cuento La frase de la puerta recibió una Mención de Honor en el 51º Concurso Internacional "Premio a la Palabra 2016". Su cuento La modelo recibió una mención en el Concurso Literario organizado por la Fundación Cátedra. Obtuvo el segundo premio por su cuento La competencia en el XXI Certamen Nacional "Antonio Nelson Romera" y Cuento Breve "Francisco Castañeda Guerrero" y también un segundo premio por su cuento El peor castigo en el XI Certamen Literario de Cuento y Poesía "Alejandro Vignati". Recibió una Mención de Honor en la categoría Microrrelato en el Concurso Internacional “Hacía Ítaca 2019” por su microrrelato llamado Admirador. Ha sido finalista del Certamen relato corto Verano de cuento 2019 (España) con su cuento Contigo aprendí. Resultó ganador del Concurso Literario “Norberto Pannone” con su cuento Maneki Neko. Recibió una Mención de Honor en el X Concurso Nacional "Piero Penduzzu" por su microcuento llamado Escasa memoria. Obtuvo el tercer premio en el 27º Concurso de Cuento breve del Rotary Club de La Falda por el mismo cuento, Maneki Neko.  Recibió una Mención de Honor en el X Concurso Nacional "Piero Penduzzu" por su microcuento llamado Escasa memoria.   Le otorgaron una Mención Especial por su cuento Esposo elegante en el 5º Concurso Literario Internacional "Juan Pedro López" (Uruguay).   Fue finalista del VII Concurso de Relato Breve Osvaldo Soriano por su cuento Maneki Neko. Su microrrelato La orden fue seleccionado en el Concurso Literario Camp de Turia para ser publicado en Valencia. Sus cuentos El no tan extraño caso del señor Chitrulli y Bestsellers han sido publicados por la revista literaria internacional “Pluma” y el primero de ellos también fue publicado por la revista cultural plurilingüe de Estados Unidos “Furman 217”.
¨Sus cuentos han sido narrados por diversos narradores en espectáculos.
 

 

TICÍGORAS, EL PERDEDOR
 
¡Sófocles! ¡Sófocles! ¡Sófocles! El pueblo en las gradas aclamaba a su autor favorito; vencedor, una vez más, del concurso dramático de las Grandes Dionisias.
El laureado anciano, al parecer emocionado, recibía las salutaciones de quienes estaban a su lado y de aquellos que pugnaban por acercársele y tener el honor de, al menos, tocarlo. También otros autores, que nunca se animarían a competir con él, lo saludaban, reconociéndolo como el gran maestro.
Alejado de la multitud, odiando a todos, se encontraba Ticígoras, el autor de dieciséis tragedias y cuatro comedias, que nuevamente fue derrotado. “¿Cómo es posible que gane otra vez? ¿Hasta cuándo participará Sófocles?”, rumiaba. También lo derrotaba en las Leneas, las otras fiestas importantes que se celebraban en honor a Dioniso.
Ticígoras no tenía dudas sobre los motivos de esas reiteradas victorias. ¿Cuántas veces había ganado? Ni se acordaba. Seguramente, el mediocre Sófocles lo sabía. Porque para él, Sófocles era eso, un mediocre. Un escritor del montón, que sólo era premiado por sus amistades, cuidadosamente elegidas; ¿a cambio de qué? Es ridículo pensar que el jurado no hubiera considerado su amistad con ese historiador llamado Herodoto o con ese otro, el que se dedica a la política, Pericles. Quedaba claro que los miembros del jurado no podían dejar de lado a alguien tan vinculado a ellos. Los demás, los escritores de verdad, debían embromarse: hasta que Sófocles no se muriera, todas las victorias le pertenecerían. Y Sófocles parecía no querer morirse nunca. Los años pasaban para todos, menos para él, que seguía viéndose muy saludable.
En cambio, a Ticígoras ya se le estaba cayendo el cabello y muchos de los pelos de su larga barba habían mutado a un odiado blanco.
No, esta vez no iría a saludarlo. Durante años, con notoria hipocresía, se había acercado a felicitarlo por el nuevo logro alcanzado. Recordaba algunas palabras que salieron de su boca, algo así como: “Sófocles, se ha hecho justicia; sus obras son la gloria de toda Atenas”. Luego se recriminaba a sí mismo por semejante mentira; para peor, Sófocles apenas si se percataba de su presencia. Lo miraba como si fuera una cucaracha. ¡Sí!, ¡así lo miraba! ¡A él! ¡Al gran Ticígoras! Estaba convencido de que, en otra ciudad, se haría justicia, pero, claro, estaban en Atenas, y allí todos honraban a Sófocles, el hábil arribista Sófocles.
Ticígoras sostenía que Sófocles, ya de joven, sabiendo que su talento era limitado, había decidido atraer la atención hacia sí mismo como pudiese. No por nada bailó desnudo para celebrar la derrota de los persas en la batalla de Salamina. Él todavía no había nacido, pero le contaron de su gran belleza y su gracia al danzar. Era evidente que lo hizo para capturar la mirada del gentío, y lo logró.
Su afán por ser reconocido lo impulsó a escribir. Le contaron que, en dos oportunidades, hasta actuó. Parece que este Sófocles haría cualquier cosa para ser famoso. ¡Cómo le hubiera gustado estar entre la multitud para gritarle los peores vituperios, para desenmascarar a ese escritorzuelo!
Todos saben que fue intrascendente en las tareas políticas que se le asignaron; al menos, a Ticígoras siempre le pareció escuchar eso. Ticígoras, hasta llegó a preguntarse si no sería él mismo un tonto, al pensar que no necesitaba a nadie, que sólo su talento lo llevaría a la gloria. No, él no era tonto, era honesto: estaba seguro de que el merecido reconocimiento le llegaría por su extraordinario talento.
Por si fuera poco, el arrogante Sófocles complicó todo. ¿Qué es eso de introducir un tercer actor en la escena? ¿Está loco? Nadie entenderá nada. Con una persona, dos a lo sumo, las obras conmueven; conmueven si están bien escritas, por supuesto. ¿Qué más se le ocurrirá? Quizá así el pobre anciano escriba algo que logre perdurar, pues, está claro que sólo es una moda. En cuanto se muera, su nombre y sus obras caerán en el olvido. Serán las tragedias de él, las de Ticígoras, aquellas que la gente deseará ver y los actores, interpretar. El público venidero será el auténtico juez y los autores que le seguirán tomarán sus comedias y tragedias como modelo para escribir las propias.
Es cierto que hasta ahora no tuvo mucho éxito, pero estimaba que era por algunas circunstancias imprevistas que conspiraron para que los pocos que asistían a las representaciones pudieran apreciar el verdadero valor de sus creaciones. Además, sostenía, el gusto del público estaba corrompido por las obras del anciano.
Ticígoras odiaba también a Sófocles porque lo consideraba un ladrón: la gente le atribuía una frase que había creado él. No una frase cualquiera, una gran frase, la que tiene que ver con nuestra existencia.
Era corriente que, por cualquier motivo, una persona le advirtiera a otra: “Ten cuidado, nuestras miradas y palabras determinan nuestro destino”. Montones de veces escuchó la frase en las más diversas bocas; ¡y esa frase era de él! ¡Sí! Él la creó para su drama Pasífae. Cuando la mujer enamorada del toro blanco le cuenta de su extraña pasión a Dédalo con el fin de que la ayude para poder copular con la bestia, éste le dice eso: “Ten cuidado, nuestras miradas y palabras determinan nuestro destino”. Pasífae se representó únicamente dos veces, ante muy poco público. Ticígoras lo atribuyó a que la gente no se enteró de su representación; pero estas dos veces bastaron para que alguien retuviera la frase y, vaya uno a saber por qué vericuetos, comenzase a atribuírsele a Sófocles, que, para Ticígoras, era incapaz de escribir algo ni siquiera parecido. Y Sófocles no decía nada. ¡El muy ladrón! En su ceguera, el verdadero autor de la frase no se percataba de que, a pesar de ser muy buena, no tenía nada que ver con el diálogo que escribió del futuro constructor del laberinto y la pervertida adúltera. Era ajena al drama; quedaba claro que se le ocurrió a él —o se la copió a alguien— y luego no supo dónde ponerla.
Además, no había contado con el apoyo de los actores y el coro. De nuevo, en sus obras el coro parecía moverse sin gracia alguna; a los actores apenas se los escuchaba, como si estuvieran desganados; hasta la llama del altar de Dioniso parecía más débil. Eso lo enojó mucho. Pero Ticígoras no se podía quedar así, de modo que, durante una representación de Andrómeda, del maldito Sófocles, se acercó a uno de los coreutas y le preguntó por qué sus compañeros y él no cantaban tan fuerte y con tanto entusiasmo en sus obras como lo hacían en ese momento en la tragedia de Sófocles. Recordaba cómo el hombre se le quedó en silencio, mirando al cielo, como buscando una respuesta y, al fin, le contestó: “Es que son distintas”. Ticígoras no tuvo tiempo de responderle, el coreuta ya se aprestaba para entrar a la orchestra, el lugar en el que se movía el coro, para declamar los versos y bailar junto con los demás. Ticígoras se le quedó mirando y se fue de allí. Ni le interesó ver cómo seguía el drama.
Sólo a un depravado se le ocurriría hacer toda una obra sobre una mujer desnuda encadenada a una roca. No pensó que una mujer desnuda encadenada a una roca —en la representación estaba toda tapada— era menos impúdica que una mujer que deseaba copular con un toro.
Ticígoras conocía muy bien los gustos degenerados de Sófocles. Su lascivia era ilimitada. Todo el mundo sabía que, a pesar de estar casado con Nicostrata, tenía una relación que parecía no terminar jamás con la inmunda cortesana Teorides, con quien ya había tenido, al menos, un hijo. ¿Con cuántas mujeres más tendría relaciones ese libidinoso? Él, en cambio, estaba casado con Nedia, y le era muy fiel, aunque aún no había asumido que ya no la amaba y que apenas la soportaba. Ella parecía sentir lo mismo por él. Más de una vez lo sorprendió mirando insistentemente a alguna joven, y eso le causó ser regañado por días. Los reproches de Nedia eran insoportables.  Sí, es cierto; a Ticígoras le hubiera gustado estar con otras mujeres; no importaba a qué se dedicaran.
Cuando se retiró de esa función de Andrómeda, se fue pensando en que, sin duda, ese hombre del coro quería ascender a corifeo y por eso elogiaba esa bazofia. ¡Otra locura de Sófocles! Aumentar la cantidad de miembros del coro y poner a uno como portavoz del grupo. ¿Para qué? Si así estaba todo bien, se decía Ticígoras.
Ya no quería saborear la amargura de la derrota. El año próximo, Sófocles no tendría que participar de los concursos. Era la única garantía de que su talento se reconociera. Pero ¿cómo? Algo debía hacer. Algo seguro.
Recordó cuando les sugirió su deseo a Fleandro y Decítrides, dos que se consideraban sus amigos, pero a quienes él no apreciaba tanto. En esa oportunidad, ambos estaban de acuerdo en lo que pensaba de Sófocles, pues ellos también escribían y, al igual que él, aseguraban que sus obras eran más valiosas que las del famoso autor. Ticígoras los miraba con desprecio, conocía sus tragedias, y ni siquiera eran lo suficientemente aceptables para ser representadas en una plaza pública; eran malas, no despertaban interés alguno los personajes y menos las situaciones, que distaban mucho de emocionar a cualquier espectador. Pero a Ticígoras le gustaba estar con ellos porque podía destilar su veneno libremente. Decítrides dijo que tenía una solución. Ticígoras se entusiasmó, pero luego se reprochó esa breve alegría. A ese bobo únicamente podían ocurrírsele sandeces.
Decítrides contó que tenía dos amigos que se podían encargar de matar a Sófocles. Fleandro, ¡otro bobo!, aplaudió la idea. Ticígoras, molesto por tener que aclarar lo obvio, les dijo que eso no serviría, que lo único que lograrían con el asesinato de Sófocles sería elevarlo aún más en la categoría de autores amados por el pueblo. La muerte lo convertiría en otro semidiós, justo lo contrario de lo que deseaban. Completó su idea: era necesario matarlo, sí, pero como autor. Sólo así, él tendría oportunidad de ser reconocido. Al instante, hipócritamente se corrigió: “ellos” tendrían oportunidad de ser reconocidos.
Fleandro y Decítrides lo miraron sin responder. Ticígoras se fue pensando en que ésa era la mejor solución. Ahora la pondría en práctica. El único problema era Nedia.
Su esposa lo urgía para que terminara esa tragedia que estaba escribiendo y la representara de una vez por todas. Ticígoras se tomaba su tiempo, le contestaba que no podía escribir lo primero que le surgiera, que el personaje era original, que nunca se había tratado y que merecía una obra que fuera resultado de la inspiración y no del entusiasmo. A Nedia no le interesaba ni la inspiración ni el entusiasmo, sólo le importaba que los escasos dracmas que su esposo le daba apenas les alcanzaba para comer con un poco de dignidad.
Cada tanto, Ticígoras pensaba en esa obra que había interrumpido a poco de iniciada. Al principio le fascinó la protagonista, Éride, la diosa que siembra la discordia al arrojar la manzana con la inscripción “Para la más bella” en medio de tres mujeres. Y todo porque no la habían invitado a una boda. A Ticígoras siempre le encantó esa manera de vengarse. Él debería hacer algo similar, aunque no aspiraba a crear una guerra, y menos tan grande como la que inició ese acto de Éride. Sólo pretendía que Sófocles fuera despreciado, nada más que eso.
Camino a su casa, al regresar de la derrota del certamen, imaginaba los gritos e insultos de su esposa. Esta vez no los soportaría. Le taparía la boca con el engaño que pergeñó; si ella se lo creía, el beneficio sería doble: se desharía de Sófocles y callaría a su esposa por un tiempo, hasta que, como todos los demás, se rindiera a sus pies.
Ni dejó que comenzara a hablar. En cuanto Nedia levantó una mano para empezar a gritar, le dijo que un hombre muy importante —por suerte, su esposa no le preguntó quién— le sugirió que se trasladase a Eleusis, que no estaba muy lejos de Atenas, que allí podría representar semanalmente sus obras, pues el público ansiaba conocer nuevos autores que fueran valiosos, y resaltó la palabra “valiosos”.
Nedia empezó a hacer un poco de escándalo. Era claro que debía descargar todo lo desagradable y cruel que había pensado decir, pues presentía el tradicional fracaso de su marido; pero, en cuanto éste le dijo la suma de dracmas que ganaría, se calló.
Ticígoras le informó que en una semana se irían. Era el tiempo que necesitaba para ir a ver la ciudad y cómo se las podría arreglar realmente en otro lado. Lo fundamental era desaparecer por un tiempo —un año, por ejemplo— y regresar ya preparado para llevar a cabo el golpe que haría caer por siempre a Sófocles.
Se quedó tranquilo; estimó que, si bien era imposible llegar a la cantidad de dinero que le había asegurado a su esposa, estarían lo suficientemente bien como para sobrevivir. Eso era lo importante: sobrevivir; luego, alcanzaría la merecida gloria.
El mismo día en que llegaron a Eleusis, Ticígoras se rasuró el cabello y la barba. Ya parecía otra persona, pero necesitaría cambiar su aspecto un poco más, por las dudas. Se sometió a un régimen estricto y bajó veinte kilos; mitigó su hambre con su odio.
Para intentar obtener el dinero prometido a Nedia, se paró en una plaza muy concurrida de Eleusis y comenzó a narrar partes de sus tragedias y comedias. No juntaba mucho. Con desazón, veía en la bolsa las pocas monedas que aguardaban ansiosamente a sus compañeras.
Atribuyó el escaso éxito al gusto vulgar del pueblo y, a su pesar, comenzó a incluir partes de obras de Arquíloco, Tirteo, Anacreonte, y luego de Frinico, Esquilo y Eurípides. Nunca de Sófocles; quería darle a su público siempre lo mejor. La tristeza y la alegría, ambas por igual, lo invadieron cuando reconoció que la gente reaccionaba de manera más favorable cuando escuchaba los versos de esos autores. La bolsa se llenaba rápidamente, lo cual hacía que Ticígoras, cada dos o tres relatos, se detuviera para poner las monedas recogidas en otra bolsa más grande que tenía cerca para evitar los frecuentes hurtos. Más de una vez se encontró con tetradracmas. Al regresar a su casa, cuando se los mostraba a Nedia, los ojos de la mujer brillaban más que las monedas.
El dinero ganado evitó las preguntas de Nedia que tanto temía sobre las representaciones de sus obras en esa ciudad.
Estando en Eleusis, le llegó el rumor de que Sófocles estaba preparando la representación de una nueva tragedia. Sí, el viejo seguía escribiendo. Alguien le había comentado que luego se dedicaría a escribir una continuación de su Edipo rey. “¿Cómo? ¿No decía Sófocles que ahora las obras debían ser independientes? ¿Y quiere escribir una continuación de esa porquería, con un personaje tan insulso como Edipo? Ojalá que la escriba; si nadie recordará la primera parte, como es seguro, menos, la segunda”, le afirmó a quien le había traído el mensaje, que lo miraba extrañado, sin decir ninguna palabra.
La obra que Sófocles iba a estrenar era sobre Electra, la hija que anhela matar a su madre y al amante de su madre por haber asesinado a su padre. “¿Es idiota? —pensó de inmediato Ticígoras— ¿no sabe que otros ya escribieron sobre ella?”. “Es evidente que al viejo se le están acabando las ideas”, concluyó. También pensó que era el momento de regresar a Atenas.
Tuvo que asegurarle a Nedia que ganaría más dinero aún para que la mujer no le hiciera escándalo. Con pena, Ticígoras comprobó una vez más que a ella sólo eso le importaba: el dinero.
En Atenas hizo lo mismo y tuvo igual éxito. Luego de terminar cuatro relatos, se cuidaba mucho en afirmar que estaba dispuesto a interpretar a Egisto en cualquier obra que se representara; pero que sólo lo haría si el autor era realmente bueno. Ticígoras imaginó que, en la tragedia, Sófocles habría incluido al amante de la madre de Electra, y aspiraba a representar ese papel. Pensó que, probablemente, el rol de Orestes ya hubiera sido confiado a algún actor famoso.
La estrategia fue muy buena. Sófocles se enteró y lo convocó para representar a Egisto. No lo reconoció. Ticígoras lo atribuyó a que él estaba muy cambiado y a que, como es natural, el viejo tenía muy disminuida la visión. Lo cierto es que el laureado escritor nunca se había percatado de su existencia.
No se desilusionó al notar lo breve de su intervención. Lo importante era estar allí y comprobar cómo el oprobio, motivado por él, acabaría con el nombre de Sófocles. Por fin, Ticígoras brillaría.
Se cuidó muy bien de aprender y actuar como Sófocles quería. En su tragedia, Egisto aparece hacia el final, luego de que Orestes mata a Clitemnestra, su madre.
Ticígoras iba un rato nada más, sólo a ensayar su parte. No debió asistir muchas veces; todos se quedaron convencidos de sus extraordinarias dotes actorales.
El día de la representación, el Teatro de Dioniso estaba colmado. Ticígoras veía con envidia la cantidad de personas —¡más de quince mil!— que esperaban ansiosas el comienzo de la tragedia. Incluso, muchos quedaron sin poder entrar. Ticígoras nunca había podido presentar una obra allí; se consoló pensando que luego de esa tarde todo sería distinto. Imaginó las gradas igualmente llenas para presenciar una representación de su Éride. Se emocionó ante su futuro éxito.
Todos estaban preparados para comenzar. Ticígoras elevó la mirada; el sol brillaba más que de costumbre.
La representación empezó. Junto con los demás actores, él esperaba su momento para entrar. Se deleitaba con su intervención. Había pensado mucho qué palabras decir; serían unos versos muy vulgares, lo suficiente para que el deshonor de Sófocles sepultara su anterior prestigio. Mientras se repetía a sí mismo las ignominiosas palabras, las saboreaba una a una.
Se sentó cerca de Nelibios, que, por suerte, no lo reconoció. Él sí se acordaba, y muy bien, del actor. Fue el protagonista de su tragedia Polifemo engañado. La tragedia no gustó; Ticígoras le echó la culpa a los coturnos, los zapatos que se ponían los actores para quedar más altos. Los únicos que pudo conseguir para Polifemo no eran tan altos como deseaba, de modo que, en su tragedia, el cíclope tenía la misma altura que Odiseo y sus marineros. ¿Cómo, entonces, la gente podría entenderla?
Nelibios ahora estaba a su lado y, por lo que le contaron, haría el rol de Pílades. Le pareció extraño: el maravilloso actor que tuvo el rol principal en su tragedia, con textos largos y, para su creador, sumamente inspirados, intervenía en una obra de Sófocles haciendo un rol mudo. En efecto, Pílades no dice ni una palabra en toda la tragedia; sin embargo, Ticígoras veía a Nelibios ansioso, entusiasmado, feliz.
Ticígoras se sorprendió por la manera en que Sófocles principió su Electra: Orestes y el Preceptor dialogan acerca de la artimaña que usarán para ingresar al palacio para que Orestes mate a su madre y a su amante. Ticígoras no pudo contenerse y se dirigió a Nelibios: “¿Es tonto este Sófocles? ¿Cómo va a sorprender al público si le está contando todo desde el principio?”. Nelibios lo miró a los ojos. Tranquilo le respondió: “Es que al maestro no le interesa el suspenso de la obra, sino la conmovedora plasmación de las emociones de sus personajes”. Ticígoras se quedó mudo. Decidió alejarse de ese actor mediocre.
La tragedia proseguía. Electra se lamentaba de su destino. ¡Qué largo le pareció a Ticígoras el parlamento! Él lo hubiera resuelto con seis o siete versos. Decidió pensar en su éxito venidero. No obstante, su atención volvió hacia la hija de Agamenón cuando mencionó a Egisto, su rol. El coro de mujeres se lamentaba con ella y trataba de calmarla: “¿Por qué te enamoras así del dolor?”, le preguntaban a la desdichada hija. Luego de la pregunta del coro, Ticígoras no quiso escuchar más. Por un motivo que aún no conocía, la pregunta le quedó retumbando.
Ahora llegaba la hermana que se había quedado con Electra en el palacio. Para obligarse a no prestar atención, Ticígoras comenzó a girar su cabeza para observar la reacción del público. A pesar de los parlamentos que parecían no terminar nunca, todos estaban atentos. Algunos hasta inclinaban el cuerpo hacia adelante, como si quisieran ellos mismos entrar en la obra y ayudar a Electra a vengarse para, así, detener su sufrimiento.
Cuando volvió a mirar el escenario, Electra dialogaba con su madre. No sabía cuándo había comenzado esa conversación. A Clitemnestra se la escuchaba tan fuerte como a los demás, ¡y qué bien que actuaban! Prestó atención para saber qué trivialidades Sófocles había puesto en boca de tan extraordinario personaje. Clitemnestra se mostraba, a la vez, dolorida y enojada por las acusaciones de su hija. Ticígoras observó la actuación. Esta Clitemnestra levantaba los brazos al cielo, gritaba, y ¡con qué voz le prometía a su hija que la castigaría! “¿De dónde sacaría esa voz tan terrible?”, se preguntaba Ticígoras.
El Preceptor apareció; Ticígoras se sobresaltó. Como los demás, escuchó el falso relato de la muerte de Orestes en la carrera de carrozas. Como los demás, se olvidó de la escena inicial de la obra y siguió el relato del Preceptor como si esa primera escena no hubiera existido. Hizo un esfuerzo para no emocionarse. Ya no miró a su alrededor. Se quedó paralizado al escuchar las palabras con las que reaccionaba Clitemnestra ante la muerte de Orestes. Era su propio hijo, pero, a su vez, ella temía que también quisiera vengar la muerte de Agamenón. Interiormente, para estar más tranquila, deseaba que Orestes no existiera; pero ¿qué madre desea la muerte de su hijo? Ticígoras reconoció el mérito de Sófocles en hallar las palabras adecuadas para expresar tan complejos y contradictorios sentimientos.
Pero hizo un esfuerzo y siguió repasando las palabras que diría. Se sonrió: el final de Sófocles estaba cerca. Luego iniciaría una campaña para que su nombre se borrase de todos los concursos que había ganado. Con sus obras no haría nada; luego de esa representación, el público mismo se encargaría de quemarlas. Con excitación, imaginó las altas llamaradas de la pira.
Al mirar de nuevo, Electra y Orestes se reconocían. Siguió el extenso diálogo sin perder palabra. Para distraerse, volvió a mirar al público. Todos estaban emocionados y no tenían reparo alguno en expresar aquello que les sucedía. Varios lloraban de alegría ante el reencuentro de los hermanos.
Se concentró de nuevo en la escena al escuchar los terribles gritos de Clitemnestra mientras era asesinada por su hijo. Esos gritos le erizaron la piel. Se acercaba el momento en que debía salir a la plataforma y actuar. Orestes le decía de manera no directa a su hermana que ya había matado a su madre. A Ticígoras le gustó cómo se lo contó. Le pareció una forma original y muy poética.
En su boca seguía masticando las vulgaridades que pensó para arruinar la tragedia y a su autor. No cesaba de repetírselas, no quería equivocarse. El coro le dio el pie. El momento tan anhelado había llegado, pero no pudo. Al aparecer ante el público, se sintió conmovido, agradecido y afortunado de poder participar en semejante obra. De su boca no salieron las palabras que tan vilmente creó, sino las que había creado el otro; las que, debió reconocer mientras contenía las lágrimas, él nunca podría escribir.