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SOLEDAD SILVINA MONTICELLI -ARGENTINA-
* * *
Primera parte:
Libertad bajo la luna.
Lo que nunca te dije.
Siempre me interesó lo no dicho,
los espacios entre las palabras,
los silencios,
los vacíos.
Ese breve páramo en el que tus ojos
pierden el brillo a medida que se alejan prendidos
de algún cometa.
Ese mismo instante en el que te vuelves
solo cuerpo mientras tu alma vaga
por paraísos secretos de los que no me cuentas.
Tu boca que se apaga en un tierno gesto y
tu piel que se hace piedra.
Ese segundo en el que te me escapas
Tras tus murallas de madreselvas y clausuras
todos los accesos.
Es entonces cuando más me interesas,
cuando tu palabra no me toca,
cuando tu voz no me llama,
cuando sólo eres vacío, papel en blanco, misterio.
Cuando con tu dolorosa y fría ausencia me recuerdas
que no necesito estar para que tú seas.
Crees que duermes.
Crees que duermes mientras fuera la lluvia
doblega los malvones resignados.
Crees que escapas en tus sueños al único
país que es solo tuyo.
Nada de esto es cierto.
Rozo tu pelo con mis dedos temerosos
como si fueras una diosa,
despiadada Cleopatra tendida sobre mis sábanas blancas.
Mientras tú crees que duermes.
Que tienes el mando.
Que tu fuga ha sido exitosa.
Que puedes desterrarme sólo cerrando tus ojos.
Postergar mi amor hasta que despiertes,
congelar el tiempo y convertirme en piedra.
Creo que te amo y te odio mientras la lluvia
oscurece el cuarto.
Mientras crees que duermes y te ríes
dándome la espalda.
Mientras te baña la luz de algún paraje lejano.
Mientras crees que me importa.
Y yo, que te amo y te odio tanto,
quiero sacudirte, agitarte, espabilarte y
que te unas a mi palidez nublada.
Pero también quiero que me abraces y me abduzcas,
y caminar juntos bajo la mágica cascada
que te despoja del misterio,
de tu escapismo deliberado, de tu cruel ritual diario.
Crees que duermes subyugándome, a mí, a la lluvia
y al tiempo mientras corres descalza a través
de campos amarillos o escapas de sugerentes laberintos.
Te observo como tantas veces y sonrío.
Ya sé tu secreto.
Nadie duerme.
Todos creen que duermen, pero sólo escapan.
Me convierto en un Dios al saberlo.
Y ya no eres Minerva: eres una liebre temblorosa
corriendo a su madriguera.
Ahora tú eres la exiliada. Huye, cobarde. ¡Huye!
Pero te quiero tanto…que como bondadoso Dios que soy
me apiado.
Cierro las cortinas y te abrazo.
* * *
Del trepar los recuerdos y sanar.
Siempre regreso a esa esquina,
es otoño dentro de este recuerdo
que como hábil prestidigitador sobrevive en el tiempo.
Mi abuela amontonó una pila de hojas secas cual cerro de los siete colores
entreverando los frágiles cuerpos de infinitas variaciones de sepia
dentro de un averno que gira, se enciende
y humea amalgamando almas de mohos y de grillos.
Me veo correr por esas veredas encontradas con mi vestido favorito,
mis piernas son cortas y mi piel es nueva.
De pronto, aparece el árbol que siempre estuvo allí,
trepo,
lo veo todo desde arriba como un dios o un pájaro;
El mundo gira como un trompo sobre un suelo donde no hay aún mentiras
ni trampas.
Mi abuela aviva la hoguera y observo el humo ascender formando una cuerda
que se acerca a mis pies y a estas ramas altísimas.
Me aferro a ese ancestral cordel que me une al mundo.
Huelo la penetrante esencia de la tierra, los dorados minerales evaporados,
las plateadas moléculas de agua disolviéndose en briznas anaranjadas.
Las hojas quemadas decantan su áspera esencia perfumando el cielo,
oscurece alrededor de este corazón palpitante de fuego.
Me deslizo sin miedo y sin peso hacia abajo, abandonando
los dominios fértiles de la clorofila y la corteza.
Me veo feliz y salvaje corriendo y rodeando la hoguera,
entrecortando gritos y danzando, en un ritual primitivo, puro;
y las estrellas sobre mí parecen depender de mi canto,
la noche entera se sostiene como sombra de este furioso fuego arcano.
La noche escupe luces naranjas y su garganta crepita
revelando la voz de todos los seres misteriosos
que esconden su magia en el revés de sus chispas.
Me sacudo, bailo, me zarandeo en la danza pura de la libertad, en un tiempo
sin ridículo, sin prejuicio, sin pesares, sin reglas.
Por un instante soy una con el mundo y me siento plena;
soy el Axis Mundi que une al barro profano con la región de Ares y Atenea.
Aspiro el oxígeno acendrado, comienzo a entender que la felicidad
tiene algo que ver con el calor y el hollín en mis manos, sonrío, no dejo de bailar;
bailo hasta que me reencuentra alguna estúpida trivialidad:
Me llaman desde lejos, ladra un perro o suena el teléfono,
entonces, caigo del árbol.
Vuelvo al sol rebotando en el calendario,
al desayuno rápido, a las peripecias con la cuenta bancaria,
a los niños caprichosos pidiendo helados,
a la casa abarrotada, a la desesperanza arañándome la espalda,
a los platos sucios y al espejo, cada día más desmejorado.
Por azar o por milagro, cada tanto, esa esquina regresa.
Su visión me reencauza como bote sobre el lecho de un río estremeciéndome,
Impulsándome con su soplo de vida anaranjado.
Se calientan de golpe las yemas de mis dedos,
el mundo gira como un trompo sobre un suelo donde no hay aún
crueldades ni armas.
Con la luz tibia de un cerillo mis ojos brillan y los dioses me dicen
que no todo está perdido,
mi abuela revuelve las hojas con su porfiado rastrillo,
el mundo vuelve a ser bueno, abuela me observa y sonríe.