No. 19

SEPTIEMBRE 2018

No. 19 - SEPTIEMBRE DE 2018

PÁGINA 21

 

 

Mi nombre es Malcolm, pero mis amigos me llaman Malky. En cuanto a mí, soy licenciado en lenguas modernas, con maestría en lingüística aplicada y especialización en enseñanza del inglés. Soy muy abierto, franco, sincero y exigente, de mente progresista y vanguardista. Me gusta la música vanguardista, la literatura americana y europea, la gente abierta y confiable, la historia, las postales, la nueva era y la neo-conciencia. Soy escritor, lingüista, intérprete, traductor y profesor universitario. He sido escritor desde los 14 años y empecé a escribir para escapar de una crisis profunda en la que estaba. He escrito novelas, relatos, crónicas, ensayos, cuentos, novelettes y artículos. Soy de Medellín, Colombia.

 

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MALCOM PEÑARANDA -COLOMBIA-

 

LA MUJER DEL CURA NO VA A MISA

 

 
Serie: PUEBLO CHICO, INFIERNO GRANDE
Infierno inspirador: San Pedro de Los Milagros
Provincia, Estado o Departamento: Antioquia (Colombia)

 
Una plaza grande de pueblo chico con aires de ciudad grande. Unas cuantas pueblerinas emperifolladas que caminan moviendo sus caderas con calculados movimientos, como si no quisieran parecer demasiado coquetonas ni demasiado reprimidas.
Al atravesarla, te preguntás si al remodelarla quisieron darle un toque de modernidad o proyectar el ego agrandado de algún alcalde.  Se siente fría, impersonal.
Contrasta con la grandiosidad de la catedral, imposible de ignorar y magnética como la que más. Ingreso en ella después de muchos años y me vuelve a fascinar su nave central y esa ornamentación que te hace pensar que estás en un pedazo del Vaticano, versión pobre que embolata las tripas con la hostia.
Allí no hay arte de grandes artistas ni turistas boletosos, pero encontrás una devoción casi mística, que raya en la obsesión mezcla de fervor y tradición.
Hay unas cuantas señoras camanduleras que visten ropa oscura y mantilla como si fuesen para una semana santa en Sevilla.
Algunas rezan en murmullos. Otras lo hacen en voz alta en un español difícil de entender, como de pregonero de carreta que quiere vender cien productos en un solo aliento.
Las miro con desparpajo y me pregunto cómo hacen para respirar y rezar al mismo tiempo. Una me pilla en mi atrevimiento y me mira como abuela regañona. Luego sonríe hipócritamente como impulsadora de supermercado y me invita a rezar con ellas.
Trato de seguirles el ritmo, pero ni siquiera mis habilidades de intérprete me dan para competir con esas correcaminos bíblicas. Rezo con ellas lo básico, pero luego me pierdo cuando empiezan a rezar “los mil jesuses”. Me siento más descoordinado que fofo en clase de aeróbicos.
Salgo disimuladamente como quien se escapa de una fiesta aburrida. La maruja que me instaba a rezar, me hace señas con los ojos, con las manos y hasta con los hombros para que vuelva al grupo. Opto por darle dos golpecitos con el dedo a mi reloj para indicarles que tengo prisa.
Me voy al despacho parroquial con el pretexto de averiguar cuánto es el estipendio de una misa para un enfermo y cuando compruebo que el empleado está solo, aprovecho para preguntarle por la mujer que busco.
Cuando menciono su nombre, el tipo se frunce y me mira extrañado, como preguntándose por qué carajos un forastero preguntaría por Amanda en ese despacho. Arguyo que necesito sus servicios, pero es obvio que no me cree. Empero, me indica cómo llegar a su casa.
Ella vive a un par de cuadras de allí, en una casa grande y vieja, de fachada austera y espacios internos tan amplios que despiertan la envidia de quienes vivimos en apartamento y no en casa.
Cada cuarto parece un mundo, un gran caleidoscopio por el que querés mirar hacia otras épocas, hacia otras vidas de un pueblo que encierra tantos pecados, tantas historias. Hay tantos cachivaches y tanta ornamentación que te sentís como en un museo que se quedó sin recursos antes de abrir al público.
Amanda es una mujer bella, alta, elegante y bien hablada. Su tono de voz tiene una mezcla de rigor de maestra, dulzura de madre y amabilidad de vendedora. Le calculo unos cuarenta años bien vividos y tiene un cuerpo que parece de tía maratonista, de esas que arrastran a los sobrinos cada domingo a la ciclovía. Me atortola su presencia. Ella lo nota de inmediato.
Me presento y trato de ser lo más honesto posible contándole el motivo de mi visita. Ella se ríe y me dice que no entiende por qué un escritor querría escribir algo sobre ella. Saco mi tableta y le muestro una de mis historias para tratar de convencerla. Ella la lee con avidez y su mirada se desvía después de cada párrafo como aprobándome. Me siento allí impertérrito, esperando que Amanda mi historia esté amando y no censurando.
-¡Y me imagino que venís por los chismes que me armaron en el pueblo!”, me dice con sonrisa burlona.
-“No, vengo por esa mujer que ama sin miedo al qué dirán.”, le respondo decididamente.
Ella sonríe nuevamente y yo me siento como padre de familia al que le aceptaron su niño insoportable en colegio de alta reputación. Me invita un café y me dice que admira que tenga yo las pelotas para abordarla sobre un tema tan delicado.
Su voz se torna misteriosa y empieza a contarme cómo pasó de vestir santos a desvestir curas. Descubro que su nombre es más merecido que el de ninguna otra Amanda. Ella nació para amar, para dar muestra infinita de su inagotable espíritu, de su encanto de sirena de pueblo.
Su sonrisa va y viene alternada por unos labios en pausa y un mirada oscilante mientras me cuenta que se casó muy joven con uno de los más ricos del pueblo. Su matrimonio duró menos de dos años, pues a su esposo lo mataron en una riña. Heredó de él solamente la casa donde vive y un gallo que le recordaba lo malo que era su marido en la cama. Un día se lo regaló a una viejita que luego le contó que lo había cocinado para hacerle un sancocho a sus hijos.
Renunció por un tiempo al amor y llegó a pensar que las mujeres no tenían derecho a gozar porque eran simples receptáculos de la pasión animal de los hombres.
Todo cambió cuando se le ocurrió poner una sastrería en su casa y por ir tanto a la iglesia, se ganó la confianza de los curas que llegaban al pueblo y a los que les confeccionaba sus aburridos pantalones grises y negros.
Me asegura que nunca le ha hecho mal a nadie y que la gente habla sin conocer su corazón. Y para corroborarlo me dice espontáneamente que se enamoró del Padre Pacho cuando éste la besó desprevenidamente mientras trataba de tomarle las medidas para hacerle un pantalón. Ella se asustó. Su mente le decía que era pecado mortal. Sus labios le decían que era un santo pecado, una manzana que quería morder y saborear.
El  Padre Pacho la convirtió en su tiniebla. Nunca salió con ella ni le conversaba en la calle. Sus encuentros eran frecuentes pero clandestinos. Agazapado en la oscuridad de la noche, el fogoso cura llegaba hasta su casa y golpeaba con suavidad tres veces de manera continua.
Tres cortos años duró ese romance de sotanas y faldas largas. Y como es costumbre en muchos pueblos, al Padre Pacho lo trasladaron porque las feligreses del pueblo pecaban de manera diferente. Sus visitas nocturnas a Amanda no fueron tan secretas como ellos creían. Y en un pueblo frío y aburrido, es más entretenido espiar pecadores que rezar el rosario.
Pasaron unos cuantos años en los que Amanda se dedicó a confeccionar ropa para los ricos del pueblo. Su fama de sastre y modista competía con su reputación de ser “comecuras”, que es como se refieren a ella en los costureros y las tardeadas. En el fondo, las mujeres del pueblo la envidian por ser una mujer independiente que es dueña de su sexualidad y de su vida porque no depende económicamente de ningún hombre.
Luego llegó el Padre Bernardo, el gran amor de su vida. Un par de años menor que ella y bastante atractivo, le generó odios entre todas las solteronas del pueblo porque Amanda no solamente estaba comiendo “carne bendita” sino que además era “carne pulpita”, como ella misma lo describe. El tipo parecía más un galán de telenovelas que un cura de pueblo. Alto, rubio, fornido y de ojos azules, mostraba en las fotos una sonrisa genuina y una mirada penetrante que parecía decirle a las babeadas mujeres del pueblo: “vení y contame cómo pecás, querida!”.
Berni, como ella lo llamaba, se quedó más de diez años en el pueblo, pues aunque las envidiosas del pueblo no se tragaban que Amanda se les comiera su jamón, tampoco querían dejar de disfrutar de ese "caldo de ojo” por el que iban a misa todos los días. De ellas no podríamos decir que vivían a Dios rezando y con el mazo dando, sino a Dios rezando y con el cazzo soñando.
Cuando le pregunto si lo ha vuelto a ver, me cuenta que lo trasladaron a Guatemala y que aunque lo visitó una vez, no le gustó el país y le parecía demasiado engorroso tener que tomar dos vuelos y volar todo un día por las largas conexiones en El Infierno, para ver a su amado unos cuantos días y tenerse que devolver con las ganas de abrazarlo.
Luego me asegura que un clavo saca otro clavo y que el clavo que le llegó clava mejor. Me habla entonces de Ramiro, un muchacho que tiene más cara de seminarista que de cura. Cuando veo su foto pienso que Amanda lo corrompió, pero ella parece leer mi pensamiento y se apresura a asegurarme que fue él quien le mandó la mano. Y remata con una frase genial: “¿Vos pensás que yo soy asaltacunas? No mijito, yo soy es asaltacuras!”
Su risa sonora retumba por todo el caserón y es imposible no encariñarse con esta mujer tan auténtica y tan dueña de sí misma. Pasé un par de horas en su casa escuchando sus historias y confirmando lo que muchos católicos modernos pensamos: que  los curas también tienen derecho a amar y ser amados, que las mujeres tienen derecho a amarlos sin que les pongan etiquetas o letras escarlatas.
Al despedirme me convenzo de que Amanda morirá amando, entregando su corazón y su alma a esos hombres solitarios a los que las sociedades pacatas les niegan el derecho al amor y al placer. Tal vez se equivocó de religión o de pueblo. Igual ella seguirá en su infierno grande, sin ir a misa pero siendo un ejemplo de amor al prójimo.  
 
© 2018, Malcolm Peñaranda.
 
Glosario de Paisismos y Colombianismos
Emperifollada: mujer llena de joyas y accesorios.
Camanduleras: mujeres que rezan mucho y utilizan una camándula o rosario.
Los mil jesuses: oración de algunos católicos paisas en la que invocan el nombre de Jesús mil veces y van rezando un montón de plegarias.
Sancocho: sopa típica colombiana con verduras y pollo, carne o pescado.
Tiniebla: amante en las sombras, con la que nunca salís a la calle.
Tardear:  reunirse con amigos al final de la tarde a hablar de cualquier cosa tomando café o cerveza.
Caldo de ojo: placer visual, recrearse viendo el cuerpo de alguien que te gusta.
El Infierno: forma coloquial en la que los colombianos denominamos a Bogotá, nuestra caótica capital.