EL PODER DE LA PALABRA ESCRITA DE LOS ESCRITORES Y POETAS INDEPENDIENTES

¡RETORNANDO!

PÁGINA 25

MICHEL ZAMUDIO -MÉXICO-
 

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Es un gusto conocerte, lector.
Me llamo Michel. Me mudé de Tijuana al surrealismo de la CDMX.
En este relato plasmo mi esperanza, mi sueño, y mis pedos desde que soy becario. Con esto a ver si creo un lazo de conexión entre los que pasamos por esto.
Hola y gracias por leerme.
PD: odio mi foto pero es en la que salgo menos mal.
 
Ganador del 1er Lugar del Concurso “Relato corto: Un día en la vida cotidiana de un becario CONACYT 2019”.

 

 

DEL POSTGRADO AL HIPERREALISMO
 
 

No sé qué pesa más, el silencio en mi habitación o la indiferencia.
 
¿Realmente vale la pena?
 
Preguntas se pasean por mi habitación, ponen en duda si estoy en el camino correcto.
¿Estoy bien? ¿Estoy mal?
¿Realmente es esto lo que quiero?
¿Qué hora es? ¿Le volví a ganar al despertador?
Estiro mi mano y palpo a lo largo de la cama, busco el celular para revisar la hora.
 
—¡Ugh! Cinco quince, pude haber dormido sin pedos media hora más. — La luz del celular me encandila, siento la boca seca, el cabello alborotado y muchas dudas en mi cabeza. Todo parece indicar que será uno de esos días dónde no me siento muy animado, donde la gravedad es más fuerte de lo normal.
 
Arrastro mi cuerpo a lo largo de la habitación, desactivo la alarma, bebo un poco del agua y siento como esta recorre mi garganta, siento perfectamente como el frío del agua recorre mi cuerpo hasta mi estómago. Me arrastro otro poco más para darme un baño.
 
“¿Qué tanto tengo que hacer hoy? ¡Ah, ya sé!” Pienso mientras el agua de la regadera se desliza por mi cuerpo, por mis pliegues, por mis dedos.
 
– No quiero ir al hospital… quizá debería inventar un pretexto para faltar. – Continúo hablando conmigo mientras el chorro de la regadera termina de despertarme.
 
Mientras me arreglo para iniciar mi día, reviso mi celular.
— Casual, cero llamadas, cero mensajes. — Un suspiro largo llena mi habitación. Me quedo observando al reflejo del espejo, a veces me veo y no me reconozco. En definitiva, no soy el mismo de antes, el mismo que estaba tan emocionado al iniciar el postgrado.
 
Seis de la mañana, esta hora y minutos se fueron rápido. Tengo mi mochila con lo que necesito, la bata limpia y planchada, las libretas necesarias, dos folders en los que guardo papers para referencias en tesis. Mi termo listo con cuatro cucharadas de café instantáneo y un litro de agua caliente porque no me alcanza para una cafetera, antes de salir de casa le pego el primer trago.
 
“Cartera, llaves, celular, ¿por qué siento que algo me falta?” Repito en mi mente, algo me falta, no estoy seguro de qué es, pero algo me falta. Reviso el reporte del clima en el celular. El cielo de la CDMX me indica que quizá llueva como a las seis, me la jugaré y no llevaré paraguas “¿Por qué siento que algo me falta? ¿Qué es? ¿¡QUÉ ES!?” No se me viene a la mente, en cuanto cierro la puerta de mi casa se viene a mí como un chorro de agua fría “¡EL GAFETE!” Y a repetir el proceso, abro puerta, corro a mi habitación, tomo el triste gafete y abandono mi casa.
 
Tomo mi primer autobús, al subir, sondeo el ambiente, es la CDMX, nunca se puede ser muy cuidadoso. En el autobús sólo observo caras largas, expresiones grises, ojos cerrados. El sol apenas y nos regala unos cuántos rayos para indicar que está amaneciendo. Nadie habla, todos callados, ningún gesto amable, todos se ven tan parcos, la empatía ese día no subió al autobús. Coloco mis audífonos y como uno más, me pierdo en lo gris de la rutina. Coloco el reproductor en aleatorio, lo que salga es bueno. El conductor maneja a como Dios le dio a entender, salvaje, brusco, poniendo mi integridad física en riesgo, pero no mi puntualidad.
Gracias, culero.
 
Cuando eres foráneo y te mudas a la ciudad de México, das gracias por todas esas lecciones de orientación que aprendiste viendo Dora la exploradora. Toma un camión, bájate en “Indios Verdes”, transborda en “Hidalgo”, de “Hidalgo” te bajas en “General Anaya”, busca el camión que diga “Xochimilco” o “La Noria”, si tomas el que dice zona hospitalaria, te avienta hasta periférico y ahí ya te pasaste y te perdiste. Toma un camión que diga “Paradero – Pantitlán”, no el que diga “Paradero – Zaragoza”, tomas la línea cinco hasta “La raza” o “Instituto del Petróleo”, transbordas o tomas un camión. La ciudad de México es un lugar un tanto raro que un autobús o un metro equivocado te puede llevar kilómetros lejos de tu destino y joderte toda la mañana o la tarde o la noche o la vida, tú eliges.
 
Creo que es un punto importante que olvidé mencionar, soy foráneo. Uno de mis sueños en la vida era ser Doctor. En algún punto de la licenciatura afiancé esa decisión y decidí esforzarme para llegar lo más lejos posible. Quizá los catedráticos de mi universidad consiguieron contagiarme por su amor de la investigación, no lo sé, aún cuestiono mi sanidad al perseguir este sueño.
 
Ocho y media de la mañana, por fin llego al hospital. Es un ambiente gris, parco, nada cálido. La gente se pierde en su pequeño universo, los médicos en su mundo coqueteando con las enfermeras, las enfermeras coqueteando con los paramédicos, es un círculo vicioso y raro. Yo soy un sujeto más perdido, quisiera relacionarme en ese círculo de promiscuidad, pero no me animo, soy demasiado recto en mi carácter para unirme a ese mundo, no puedo pensar en acariciar un cuerpo si no me hace sentir algo en lo emocional primero. Aquí en el hospital fui aceptado por mi asesor, la persona después de un par de entrevistas me consideró apto para compartir su trabajo conmigo. Llevamos trabajando un rato, pero la persona no me transmite nada, la inseguridad de que vaya a revelar su investigación no se lo permite. Las conversaciones que se desarrollan son yo, preguntando, la persona respondiendo, en una palabra, típicamente en monosílabos.
 
— ¡Buenos días Doctor! — Saludo con ánimo mientras entro al consultorio — ¿Cómo está? — Y dibujo una sonrisa muy pronunciada en mi cara, espero que esta amabilidad o algo así se le contagie a la persona.
 
—Buenos días. — El saludo se siente casi forzado — Bien, gracias. — Su rostro tan inexpresivo, tan mecánico.
 
—¿Qué y qué tenemos para hoy, Doctor? —Mi ánimo no decae, aún tengo la esperanza de que se le contagie un poco, aunque ya llevo muchos meses así fracasando.
 
—¿Qué te queda de pendiente? ¿Ya terminaste de hacerle las correcciones al protocolo? — Inmutable, tanta carencia de expresión en las palabras es de sorprenderse. Su mirada fija, incluso parece que no parpadea. Sus manos no se desprenden del teclado y muy a penas y me voltea a ver, como si no fuera digno de su mirada. Siempre que le observo me pregunto si me voy a transformar en eso…
 
Doy por perdida esa batalla, me centraré en dar una revisión más al protocolo que debería de estar ya terminado y por razones de burocracia se han retrasado con firmas. También tengo una montaña de papers para terminar de leer. Puedo leer hasta seis papers en un día con una comprensión muy básica, muy simplona, pero mi asesor quiere que tenga un dominio excelso, y a pesar de que me esfuerzo, siempre existen diferencias en el modo que yo lo expreso, evidentemente no del agrado de la persona.
 
¿Qué puedo hacer?
No me dice nada, pero se le nota en la mirada.
 
Pasan las primeras cuatro horas, mi ánimo llegó de 10 y conforme progresa el día va decayendo. Leo cosas que a veces no entiendo, y corro a las bibliografías que contradicen lo que estoy leyendo. Algunos artículos hablan de procesamiento de señales cerebrales y cuando lo busco en las referencias me manda a procesamiento de imágenes. Me causa frustración cuando no entiendo, me hacen sentir tonto y me molesta cuando usan palabras o líneas como “con un sencillo cálculo”, “aplicamos esta fácil transformación” ¿con base en qué es fácil? ¿Por qué lo expresan así?
 
“Chinguen a su madre cada vez que respiren”, pienso: de todas maneras, los usaré de referencia para mi tesis y mi artículo. Cada vez que me topo con esta situación de frustración, mi ánimo decae un poco y me cuesta mucho el levantarlo. Quisiera acercarme a mi asesor, aunque, a veces es tan cerrado que sólo me manda a leer más y limitarse a decir que busque en las referencias.
 
“¡Carajo!”, pienso, pero no puedo mostrarme del todo enojado, al final terminaré por asentir y buscar en algún lado que me aclaren lo que no entiendo.
 
El ambiente en un entorno hospitalario es un factor importante, nadie habla, nadie dice nada, lo único que se escucha son llamados para doctores en cierta área.
 
“Doctor Reyes, favor de reportarse en trauma”, “Doctora Sara, se le espera en enfermería”, y no hay más. El escucharlo me hace soñar que algún día alguien me dirá “Doctor” pero luego veo el ambiente de trabajo y termino por preguntarme:
¿Es esto realmente lo que quiero?
Mi ánimo decae otro tanto.
 
El día pasa de largo, y mi ánimo decae un poco más con cada minuto que pasó aquí encerrado. Todo en silencio, todo olvidado. El único ruido que escucho es la música en mis audífonos que no debo escuchar tan alto por si alguna razón mi asesor me habla para algo. Casi las dos del día, inicié muy contento, ahorita me siento cansado. Tengo que mantenerme positivo y optimista por si llega un paciente.
 
¿Cómo se supone que ayude a alguien con mi investigación si mi rostro refleja lo contrario?
 
Media hora más tarde llega Karina, uno de los sujetos de prueba. Tiene hemiparesia, cuando recién llegó tenía sólo un 30% aproximado de rango de movimiento, después de un par de semanas ha logrado aumentar hasta un 68%, me gusta mucho darle terapia, de ahí saldrá mi postgrado y me hace feliz la idea de ayudar a alguien. Esta parte del día es mi comodín, porque si mi ánimo baja drásticamente por el ambiente y por todo lo que cargo, cuando sé que ayudo alguien, esta crece, aunque no tanto. La satisfacción más grande es ver la emoción del resultado en el rostro del paciente.
 
“Estás en el lugar adecuado”
Me digo mientras dejo que el Doctor hable con el paciente y yo recojo todo el equipo usado.
 
El día sigue pasando, cuatro de la tarde, no he comido nada, mi estómago me lo hace saber de manera sutil con una orquesta no ordenada. Me levanto, a esta hora ya cerró la cafetería y me siento para comer en un pasillo del hospital. La gente pasa y me mira como un bicho raro, yo sólo me coloco los audífonos y comienzo a comer mi almuerzo, un par de sándwiches que fueron fáciles de preparar y de cargar al hospital. Subo el volumen mientras doy el primer bocado. Cada bocado me recuerda a que extraño mi hogar, y aunque desde los 18 años yo ya preparaba de comer, se extraña esa compañía a la hora de la comida, esas preguntas básicas:
¿Cómo estás? ¿Cómo te fue hoy? ¿Qué te agobia?
 
Estoy solo, sentado, escuchando música comiendo un sándwich en un pasillo de un hospital esperando a que pase algo extraordinario. El ánimo baja un escalón más.
 
Llega la hora de la salida, y me retiro del hospital, y me retiro la bata porque ir por la vida con bata se me hace muy naco, mi asesor me despide sin pena ni gloria, como si no fuera nada, intento ignorar esa actitud.
 
Nuevamente me sumerjo en este mundo del transporte de la ciudad de México. Siento como cada transborde, cada camión, cada muchedumbre mi energía va drenando. Mi ánimo va en declive, y por más que busco cambiar la música para que me anime, de algún modo siempre alguna canción me arrastra un escalón más abajo. Son casi las siete de la tarde y me estoy apagando.
 
Me propuse hacer ejercicio para elevar mi ánimo y por eso voy al gimnasio. Intento hacerlo tres veces por semana y aunque noto el progreso, lo que más me ayuda es a dormir sin tanto problema. Pero igualmente soy un punto que hace su rutina, cada quién en su mundo y nadie dice nada. El sujeto que saludo siempre o el que se me acerca para que le ayude, no conozco sus nombres.
 
Son las nueve pasadas y ya estoy en casa. Mi habitación está maldita, porque a pesar de todo, siempre me arrastra a un estado no deseado. Cada noche, todos los días, preguntas me inundan, dolores me inundan.
¿Hice bien?
¿Hice mal?
¿Es esto lo que quiero?
¿Aquí debería de estar?
¿Cómo está mi hogar?
 
Cuando dejé mi ciudad natal, tenía más de 20 “amigos” y una relación de cuatro años, pasado el año ese grupo de amigos se redujo a cuatro y la relación, pasado el segundo año, mis amigos se redujeron a tres y me quedé sin relación, dolió demasiado, creí que ahí me casaría. Llevo un año que me arrastro buscando recuperarme; me ha costado mucho trabajo. Intento hacer amigos, pero la edad y el modo de pensar de la gente no se presta para tanto. La falta de afinidad en gustos, el mal hábito que tengo de perderme en mis actividades y contestar mensajes cada tres horas no me ayuda. Alguna vez fui con un terapeuta y sólo se limitó a decirme que el corazón poco a poco va sanando.
 
“¿Cuánto tiempo ha de tomarme? ¿Otro año?” Me digo mientras aprieto mi puño.
 
La vida como becario inició fácil, maravillosa, pero se me ha ido complicando. Los años, las crisis, la gente que viene y se va, todo esto que tengo que enfrentar todos los días antes de dormir. Esta fuerza de voluntad y ganas de vivir, de hacer algo más con mi vida, de llevar mi proyecto más y más lejos. De sentirme útil pero cuando tus refugios se han derrumbado no te queda tanto. Esta autoestima que fluctúa todos los días. Cada mañana me enfrento al yo del espejo al que siempre desconozco.
 
Todos los días me enfrento a preguntas que debería dejar ir, pero cuesta trabajo. Esa gente que me dijo que me amaba y que hicimos planes juntos pero que no soportaron el trayecto, es fecha que todavía duelen y me cuesta seguir avanzando, intenté ser su amigo, pero me pesa muy cabrón su indiferencia.
 
Este camino no ha sido tan fácil ni maravilloso. Me he llenado de dudas, de miedos, incertidumbres y de cuestionarme más seguido de lo que me gustaría:
¿Hago lo correcto?
¿Estaría mejor en mi ciudad?
Cada noche abrazo a mi incertidumbre, duermo y comparto la cama con una orgía de emociones. Me entrego a tantas cosas que no entiendo, que no sé si hago bien o hago mal. Los años se me van entre las manos y cada duda es más difícil de despejar, se quedan ahí para que las ignore diario.
 
Todos los días, cada noche, me quedo aquí, con ganas de llorar, luego recuerdo que lo hago por un bien mayor y es ahí cuando me siento más seguro de que en este camino no estoy tan mal.
 
Y sólo así puedo cerrar los ojos y pensar.
“Aquí todo está bien...”
Me digo todas las noches antes de ponerme a descansar.