WALTER HUGO ROTELA GONZÁLEZ -ARGENTINO-
PÁGINA 9
Huellas en el salar
Con un grupo de inversionistas, camuflados en un contingente de turistas, recorrimos parte del salar Uyuni, el más grande del mundo, ubicado en Bolivia, en el mes de enero de 2019.
Pedimos a Jesús, el guía, que condujera lo más lento posible, pues llevaba la camioneta 4X4, cual conductor del rally Dakar que, de hecho, se celebra en esta zona desértica en el mes de enero. Este año, 2019, no pasó por aquí, pero sí el año pasado. Nuestro conductor y guía, de tez oscura y renegridos bigotes largos, usa todo el tiempo sus gafas para el sol y un gorro de pescador que le cubre incluso la nuca. Los lentes oscuros son indispensables pues el suelo pedregoso de los alrededores como el del salar brillan ante la presencia de Inti, el dios sol. Sin ellos, su labor se torna dificultosa.
George y yo, junto con Mary y Estéfany, le solicitamos al guía que nos llevara lo más adentro posible del salar. Él dudó y nos explicó los motivos. Sin embargo, nosotros exhibimos unos cuantos billetes para tentarlo acceder. Su duda no se aclaró. Expuso que es tan vasto el salar que, si no tienes puntos de referencia, te pierdes. Y agregó: “En cierto punto las comunicaciones caen, y las brújulas se vuelven locas. En años anteriores -prosiguió- teníamos equipos de radio, pero como los dueños de las camionetas no pagaban, las más de las veces, la gente empezó por tomar los equipos de radio para venderlas y así, cobrar la deuda”. Es una triste realidad de esta gente que ante la escasez de trabajo se interna en este desierto, arriesgando incluso la vida - pues hubo casos de vuelcos - intentando ganarse el pan. Tras mucho hablar decidió llevarnos hasta cierto punto y aclaró que tenía comida para 48 horas y agua para un poco más, siempre y cuando lo racionáramos. Pero, trataría de no perderse y volver lo antes posible, pues debía dar explicaciones a la empresa, o sea, a alguien a quién, seguramente, tampoco importaba dar explicaciones.
Lo que siguió del trayecto por el interior del salar pasó de ser una carrera a un paseo tranquilo. Eso sentíamos en ese momento. Quizás sea porque incorporamos la ingesta de vino, queso y unos fiambres secos que trajimos para la excursión. Jesús, al principio, no quiso aceptar, pero después sí. Todo el camino lo vimos consumir unas raciones de maní con cáscara oscura, de sabor algo picante. Todo el camino, lo ingirió, bocado a bocado, de tres a cuatro manís por vez, como quien masca chicle.
Sobre las 19,30 horas Jesús se detuvo lentamente. Nos miró a todos y nos explicó, pausadamente, que no avanzaría más de esa zona. No es prudente – agregó. El paisaje que teníamos ante nuestros ojos era increíble. Foto tras foto, el paisaje mutaba, se volvía más y más brillante en medio de la oscura noche estrellada. Jesús había conducido en línea recta todo ese tiempo, volvería para atrás en sentido opuesto, siguiendo, en parte, sus propias huellas, una línea imaginaria que nos llevaba a la civilización. Los puntos de referencia que teníamos al principio, se habían esfumado, sólo el cielo estrellado estaba por doquier.
Jesús apagó el motor, después de dar una vuelta en U. Los celulares estaban sin señal. Él subió al techo del vehículo y bajó uno de los tanques de combustible. De la parte trasera de la camioneta extrajo mantas y nos invitó con algo de comida que llevaba allí.
La noche estaba increíble. Las estrellas se reflejaban en la fina capa de agua que cubre grandes zonas del salar, pero no todo. Apenas bajó el sol tras la inasible línea horizontal cayó la temperatura. Intentamos realizar la mayor cantidad de fotografías posibles. Nada nos preparó para lo que sucedió veinte minutos después de detenernos. Cerca de la camioneta se notó, claramente, una suerte de huella en paralelo de algún vehículo. Era como un par de haces de luz que se formaban, y se extendían en dirección opuesta a la camioneta. Es decir, en el sentido que íbamos, antes de virar. En un punto esas huellas se detuvieron. No sé precisar a qué distancia. Lo miramos a Jesús y él entendió. Entendió nuestro deseo de seguir aquellas huellas luminosas. Y rápido respondió: “No, no voy a seguir esas huellas. Sea lo que sea. No lo voy a hacer”. En ese punto intervino Estéfany y con todo su encanto y voz más sensual posible y otros verdes billetes logró convencerlo. Él aclaró que no era cuestión de dinero, sino de prudencia. Le rogamos y le dijimos, muy convencidos, de que quizás la gloria estaba allí, unos pasos más adelante. Y que para su familia representaba dinero de uno o dos meses de trabajo duro. Muy lentamente Jesús puso en marcha el motor. Dio vuelta en redondo, y comenzó a seguir aquellas huellas luminosas, paralelas, que despedían una suerte de destello. Anduvimos unos diez minutos tras las líneas cuando simplemente volvieron a extenderse más al interior del salar. En ese punto, Jesús se detuvo y no quiso avanzar. Sin embargo, delante nuestro, por sobre las líneas paralelas, se materializó – porque.. como expresar – que delante de las huellas paralelas vimos un objeto, un vehículo, con forma esférica al principio, que se fue aplastando en tanto pasaron los minutos, pocos. No se veía nada antes, que formaran esas huellas. La transformación siguió rápidamente. Se volvió alargado, cilíndrico, como una suerte de submarino o cohete, metálico. Flotaba sobre la superficie, pero a su paso dejaba esas alargadas huellas en paralelo, sobre la sal, sobre la delgada capa de agua.
Todo el tiempo observábamos esa cosa y no atinamos a registrar fotografías. Como aturdidos, nuestros sentidos, sin estarlo. Simplemente, asombrados. Cuando quisimos usar nuestras cámaras, éstas no funcionaron. Ninguna. Incluso el motor de la 4X4, se apagó. La luz del coche también. Por lo que, de aquella experiencia inolvidable, sólo tenemos nuestros recuerdos, ninguna forma material de probar que en esa incursión al interior del salar, tuvimos una suerte de encuentro con algo asombroso.
En breve, estaremos invirtiendo en la extracción de sal, quizás podamos volver a visitar la zona. Creo que hoy me mueve más que esa rentable explotación el descubrir qué era eso que formaba las huellas en el salar, sin tocar la superficie.
* * *
El campo santo más cerca del cielo
Hace un par de días atrás terminé de editar unas fotografías que registré durante un viaje reciente. Estaba muy entusiasmado, ansioso, por repasar, gracias a ellas, los sinuosos caminos de piedra, sobre la ladera de montañas. Entre esas fotografías estaban, casi lo había olvidado, unas de un cementerio ubicado a un costado del sinuoso camino. Recuerdo que tras una curva alcanzamos a ver unas formaciones regulares con cruces encima. Eran como pequeñas casitas con techo a dos aguas, del tamaño de un cajón peruano. Estaban montados sobre la ladera, aparecieron a nuestra izquierda. Eran sepulcros, pequeños mausoleos, rústicos, antiguos quizás. Cómo saberlo, pues pasamos por el frente con cierta prisa, sin serlo. El andar del pequeño ómnibus era continuo, sin pausa, pues estábamos subiendo. De hecho, esperábamos, rogábamos que no se detuviera en subida… El tamaño del cementerio era pequeño, lo percibo ahora, viendo las fotografías.
De camino a la zona de nuestro destino, es decir, a la base de salida de montañistas que ascienden el Huayna Potosí, en Bolivia, notamos la presencia de un grupo de personas de la zona apostados a un lado, como a veinte metros de la ruta. Un camino no asfaltado, labrado, como dije antes, en la ladera de las montañas. Las mujeres estaban ataviadas con sus trajes típicos de cholitas. Aquí debo aclarar que la expresión cholita se usa para referirse a las mujeres mestizas del altiplano boliviano que utilizan vestimentas tradicionales desde el proceso de iniciación del mestizaje. Consiste en el uso de sombrero de ala corta o mediana, blusas o chaquetillas que pueden ser livianas o pesadas, según la región, polleras de amplio vuelo, plisadas. Debajo de las polleras utilizan enaguas, en tanto usan para calzarse botas y botines con cordones, abarcas o sandalias, y sobre los hombros una manta de macramé, con adornos de lana de vicuña o alpaca, mientras que el cabello lo llevan recogido en trenzas. Estas mujeres así ataviadas la vimos no sólo en ese camino sino en la ciudad capital, realizando variadas actividades. Descubrimos que su uso está ligado a una suerte de reivindicación y resistencia cultural de parte de las mujeres, que lograron que deje de ser obligatoria la adopción del uso de ropa occidental en los lugares públicos, sean ambientes académicos, políticos, de espectáculos y/o en medios de comunicación. Una diferencia importante que distingue a estas mujeres de otras de Sudamérica.
Disculpe, amable lector, sigo con el relato. A veces olvido que estoy dentro de estas páginas, unido a estas letras dentro del universo albo. Lo cierto es que mirando las fotografías noto que era un grupo de siete mujeres y dos hombres. Y la pregunta era y sigue siendo: ¿quiénes eran y qué hacían allí, en ese medio día? Quizás visitaban a sus muertos, pues no había mucho más. Pocas casas a lo largo y ancho de estas altas formaciones rocosas. Lo que sí noté al observar las imágenes fueron dos cosas. Primero, lo evidente. Es el cementerio más cerca del cielo que yo conozca. El campo santo está a la misma altura que las nubes. Es decir, está cerca de los 4.900 metros sobre el nivel del mar. Lo segundo, no fue, ni por asomo, evidente, ni esperable al registrar unas fotografías. Costó ver, darse cuenta y mucho más creer… Pero allí estaba. Al costado de una tumba, alguien estaba erguido, de pie, aunque se ve con escasa nitidez. Sin embargo, es posible notar la presencia de un hombre de casco, tipo de los de minero, pues tiene esa inconfundible lamparilla delante. Parece seguir el paso del ómnibus con la mirada. Parece increíble, pero las fotos lo demuestran. Las tengo aquí, delante de mis ojos.
Miré una y otra vez las imágenes. Registran el pequeño cementerio desde varios ángulos, conforme fue avanzando el vehículo. En tres de las fotografías se nota a esa figura humana, claramente, de casco, y que sigue nuestro paso con la mirada. De esto me doy cuenta, al mirar las fotografías en mi casa, quince días después de regresar del viaje. No antes, mucho menos en el momento que se hizo el registro. Dudo, aún, de que en ese momento haya habido alguien allí. Pero como aquellas personas que caminaban en grupo, podría ser un visitante del lugar. Este hombre, también pudo estar allí, en igual actividad. Para intentar saber más del lugar busqué en la Internet y descubrí, ahora recuerdo que alguien lo mencionó, el lugar es el cementerio de Milluni. Allí fueron enterrados personas en épocas diferentes, las que en este momento parece tener sentido, son los enterramientos de mineros masacrados por militares en 1965. Quizás esta imagen sea, no lo sé, de un antiguo minero que nos quiere revelar aquella situación particular.
Mis dudas persistieron. No podía con el tema, estaba en mi mente todo el tiempo en este par de días. Contacté a Julia, una amiga que realizó el viaje conmigo y le plantee el asunto. Ella no recuerda haber visto a nadie allí. No aparece, en sus fotografías, nadie allí. Sólo las tumbas. Me resta pensar que quizás, sólo quizás, allí no hubiese nadie de pie, que quizás haya sido una manifestación visible para algunos, por estas extrañas cosas que suceden, cada tanto, y sobre las que no tenemos explicación.
(Pedro Buda)
Walter H. Rotela G.
2020