CARLOS EDUARDO HERNÁNDEZ GARCÍA -MÉXICO-

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PÁGINA 10

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NETINA
 

La nieve caía sin parar en Santa Elena. Se podía sentir la candelilla perforar la piel, llegar hasta los huesos, recorrer el circuito de las venas y penetrar en el alma. La mayoría de las personas ya estaban acostumbradas a esos climas extremos del desierto, donde una leyenda cuenta que entre la nieve crece una rosa negra con puntos rojos que cumple cualquier milagro a quien la encuentre, la corte y se la coma, con todo y espinas. O eso era lo que contaban los más viejos del lugar, ya que con el paso del tiempo parecía que la magia abandonaba aquel sitio.
 
Fue en aquella tarde en que doña Anastasia Dolores de Canilla, una de las mujeres más viejas de Santa Elena vio llegar a un hombre harapiento a la puerta de su hogar, o lo que quedaba de él. Ella tejía unos calcetines azules para bebé mientras miraba por la ventana como todos los días desde que la vejez le impidió caminar y la sentó permanentemente en su silla de ruedas que rechinaba hasta con el movimiento más mínimo.
 
El hombre no alcanzó a divisar la figura espectral de la anciana entre las cortinas de la sala. Subió cuatro escalones de madera carcomidos por la humedad y el tiempo; se postró frente a la gran puerta de madera de castaño temblando hasta los huesos. Tocó la puerta. Parecía que nadie atendía a su llamado y cuando dio media vuelta para irse, escuchó que unos pasos pesados se acercaban a él, después, una cadena caer y un cerrojo correrse. «Pase, por favor» escuchó una voz delicada y débil, abrió la puerta tras un chillido de bisagras y penetró en la oscuridad del hogar.  
Cuando ajustó su vista a las tinieblas de la sala vio a una niña justo frente suyo que lo asustó y provocó que retrocediera unos cuantos pasos. Era pálida, como los muertos, de unos ojos azules tan apagados que parecían un mar con niebla, grises, sin felicidad. Tenía un vestido blanco antiguo con mallas rasgadas, un sombrero de paja blanca con una cinta de margaritas en el centro y un velo que le cubría el rostro. Le dio más frío el solo verla ahí parada con su vista perdida. Intentó hablar, pero la niña le hizo una seña para que caminara más allá de la sala.
 
Caminó a tientas entre las tinieblas, miró a su lado y sólo vio la chimenea con un tronco a medio apagar, escuchaba una gotera lejana y sentía como sus botas viejas pisaban charcos que le congelaban los dedos del pie. No miraba nada, sólo sombras y una figura espectral que caminaba frente suyo, se movía con tanta agilidad que parecía estar flotando en las sombras. La niña se detuvo…, abrió una puerta al final de un pasillo lleno de guederrotipos que parecía interminable: caras viejas, amargadas, con dolor en sus ojos miraban el caminar de aquél sujeto, lo cegó la luz amarillenta y floja que salió de la puerta, no se dio cuenta en qué momento cruzó el umbral.
 
—Siéntese, por favor. —le indicó la niña señalando un lugar en la mesa.
—Pero…
—La cena está casi lista, aguarde un momento. —José no dijo nada, se sentó en silencio en la mesa.
Mientras esperaba a la niña se puso a ver a su alrededor: el candelabro con sus velas derretidas, la mesa deteriorada, las once sillas vacías sin respaldo, los cuadros que cubrían las paredes tiznadas y el tazón de fruta que degustaban pequeños mosquitos, sentía que ya había estado ahí antes. Llegaba a su nariz el olor de las verduras hervidas y el pollo en mantequilla, las tripas peleaban en su estómago para decidir quién probaría primero aquel bocado. Llevaba dos días sin comer desde que partió de San Juanito en dirección a Santa Elena, pero lo sentía como si hubiesen sido años.
 
Pasó un tiempo, se distrajo contando los mosquitos de la fruta, el clap lejano de las gotas al caer en la baldosa, las patitas que se escuchaban correr debajo de su silla. No sabía si eran patitas de cucaracha o pequeñas ratas, la vista se le iba, los parpados le pesaban, cerró los ojos y no supo con seguridad si sólo fue un pestañeo o si realmente se quedó dormido. Sintió que algo volaba frente a sus parpados cerrados, agitó la cabeza y abrió los ojos. Vio a la niña sentada frente a él, comiendo con la delicadeza de una reina. A su alrededor volaban pequeñas luciérnagas, tan pequeñas que parecían partículas de polvo brillante. «Coma» le dijo. José, sin pensarlo dos veces, empezó a comer y hasta que terminó, levantó la vista del plato.
—Sé que viene de San Juanito. Y también que busca a Dolores de Canilla. —le dijo la niña mientras cortaba el pollo con delicadeza y se llevaba el tenedor a la boca.
—Ss… si —tembló la voz del hombre en su garganta—. ¿Cómo lo sabes?
—Te llamas, José Emiliano Segundo ¿verdad? —pregunto la niña sin siquiera escuchar su pregunta.
—Sí. —dejó los cubiertos en el plato y miró fijamente a la niña que tenía un aire distraído—. No sé exactamente a que vine. Sólo escuché la voz de mi madre que desde la tumba me pidió que viniera a este lugar.
—Los muertos no platican.
—No platican, pero si aconsejan.
—¿Cómo sabes que era tu madre? —le pregunto la niña en tono de burla—. Dicen que el diablo también da buenos consejos. —José no dijo nada, sólo la miró, no entendía la frialdad con la que le contestaba. 
—Y dime… —apenas iba a preguntar cuando la niña contestó antes de que continuara.
—Me llamo Ernestina de la Piedad Domínguez. —levantó su vista nublada en dirección a José—. Me puedes decir Netina.
 
José quedó sin palabras al ver que la niña parecía leerle los pensamientos. No cruzaron más palabras, el comedor quedó bajo el melodioso masticar delicado de Netina, y lo que parecían ser rezos interminables en alguna parte de la casa. La miró con curiosidad, a sus movimientos de muñeca de ventrílocuo, notó que su rostro no tenía expresiones y que la comida en su plato parecía no acabar. Vio las luciérnagas, llegó a su nariz un olor a rosas y formol, luchó contra su estómago para evitar el vómito, pero no pudo, salpicó sus botas con restos de verdura y pollo a medio masticar, pocos segundos después cayó desmayado en su propio charco de vómito.
 
Tuvo una pesadilla en la cual una anciana esquelética lo seguía a través de pasillos oscuros e interminables, corría y daba vuelta en cada esquina, sentía que era el mismo lugar una y otra vez, giró los pomos, las puertas estaban cerradas, escuchaba rezos, olía el incienso quemando sus pulmones y acabando con su aliento. Todo hasta la última vuelta en que chocó con una pared de ladrillo, sintió unos huesos fríos que le apretaban el hombro, escalofríos le recorrieron las venas y volvió la cabeza, miró el rostro de su madre agusanado con las cuencas vacías y con hilillos canos colgando de su cráneo. Gritó y se levantó de un salto, sentía que el corazón se salía de su pecho.
 
Despertó en un colchón húmedo, roto y viejo que servía de casa para las cucarachas, pulgas y liendres. No sabía cómo había llegado hasta ahí, sentía que el sudor le corría desde su cuello hasta la espalda. Las cobijas eran ásperas como saco de papas, desde la ventana veía aun la nieve caer sobre Santa Elena, se recostó entre los duros resortes y encendió un cigarro. Trató de dormir, la cabeza le daba vueltas sin pensamientos.
 
Salió de la cama en la desesperación de no poder dormir y empezó andar por el cuarto. Revisó el estante con libros viejos que al primer contacto se volvían polvo, abrió el ropero donde las polillas habían acabado con la ropa, sentía entre sus pies la maleza que crecía entre las grietas del piso. El olor a moho y encierro no desaparecían por más cigarrillos que fumara. No sabía la hora exacta, aunque sospechaba que faltaban algunas cuatro horas para que el sol se asomara entre las montañas. Salió del cuarto y empezó andar.
 
Anduvo por pasillos que se sentían interminables como en su pesadilla, giró cuanto picaporte se encontró a su paso; todos parecían estar cerrados. Pasó por una puerta semiabierta donde sintió el respirar y la esencia de Netina, se asomó y alcanzo a divisar unos cabellos castaños caer sobre el almohadón blanco. Cerró lentamente la puerta y siguió con su paso. Llegó hasta una puerta donde el fuego de una chimenea seguía encendido, entró, y miró de espaldas a una anciana, sin necesidad de verla a la cara sentía que la conocía.
—Usted es Anastasia Dolores ¿verdad?
—Así es José Emiliano, soy a quien buscas. —respondió la anciana sin voltear a ver a quien le hablaba.
—Mi madre dijo que viniera.
—Tu madre siempre pide que vengas para estas fechas.
—¿Usted conoce a mi madre? —doña Anastasia dejó de tejer los calcetines y postró sus ojos sobre José —. ¿La conoce?
—No recuerdas ni el propio nombre de tu madre, José, vaya que la muerte borra algunos recuerdos.
—Es verdad, no recuerdo bien su nombre —un sentimiento de dolor invadió su rostro y con lágrimas le pregunto—. ¿Cómo se llamaba mi madre?
—Anastasia Dolores de Canilla —contestó la anciana.
 
Como si de un sueño se tratara José Emiliano se abofeteó con fuerza para tratar de despertar, o de recordar. Sólo recordaba que había salido a caballo de San Juanito para visitar a su madre, anduvo por el camino hasta donde unos forasteros le indicaron el alto, él se detuvo, discutió con ellos, subió a su caballo y siguió su camino que empezó a tornarse neblinoso. No podía ver nada, nada más que humo denso, y de un momento a otro se encontraba caminando.
—No lo recuerdas hijo, moriste hace diez años a la orilla de la carretera que conecta con San Juanito —le dijo la anciana con una mirada de tristeza—. Siempre le recé a Dios por ti. Que se apiadara de tu alma por no recibir un entierro santo ni el perdón de un sacerdote. Tu cuerpo no fue encontrado y tu alma vaga cada dos de noviembre en busca de mí. Mírate nomas, la muerte te ha envejecido tanto.
—Mu… muerto. ¿Acabas de decir que yo estoy muerto?
—Así es Emiliano. Tengo tu altar en aquella esquina —la vieja apunto con su dedo tembloroso. José caminó hasta aquel lugar, vio un guederrotipo suyo, estaba entre cientos de velas, rosarios, estampas de santos y rosas negras con puntos rojos—. Sin esas rosas no podrías venir nuevamente a visitarme y comer tu platillo favorito hijo mío.
—¿Y la niña? —pregunto el hombre.
—Ella me cuida cariño, es ciega —la vieja volvió a su trabajo de costura y añadió—. Ahora descansa, que el sol saldrá en unas cuantas horas y tendrás que volver al camino en que perdiste la vida, que Dios te bendiga hijo mío, nos vemos dentro de un año.
 


 


 

Carlos Eduardo Hernández García.
Nacido en el punto mas alto de la frontera norte de México. Con estudios en contabilidad y auditoría, todo esto por la facilidad de tener tranquilidad, una computadora y tiempo para realizar lo que mas amo, leer y escribir.
Amante del realismo mágico, el terror y suspenso. Con escritos a temprana edad pero con mucho miedo a presentar o publicar. Entre lo que mas me gusta esta la poesía, relatos y cuentos. El miedo en ocasiones me detiene y por culpa de este abandone mi página de poemas. Música clásica, olor a incienso y terminar una buena lectura los mejores motivadores. 
 
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