ERENESTO F.  MONTEMAYOR VARELA -MÉXICO-

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Ernesto F Montemayor Varela es escritor, psicólogo y maestro en ciencias de la salud. Con frecuencia reconocible en la calle por sus sombreros, actualmente con publicaciones cortas desde ensayos y divulgación científica hasta cuentos breves, solía ser profesor universitario antes de la pandemia.
 

La Historia de la Condesa

 
Aún estaba cerca el pequeño colectivo de casas cuyos niños trabajaban en las oscuras minas. Justo los niños mineros que tenían prohibido acercarse a ese camino en particular, pues se decía que aquí había un monstruo que se alimentaba de niños pequeños con nefandas intenciones. Qué ironía, pensaba ella, de saber la verdad y cuánto la querían a ella, a su Condesa, más que a una reina, aún y si su belleza dependía de los pequeños perdidos.
Con el frío calándole hasta lo más profundo de su delicado y enfermizo cuerpo, Claudia dibujó un círculo de tiza en el suelo. Orgullosa de si misma, pudo apreciar que era suficientemente redondo, y no dejaba apertura alguna. Esos dos eran los primeros requisitos. Las velas y todo lo demás eran un medio para enfocar su voluntad e impedir que aquello a lo que invocaría pudiese hacer sus trucos o escapar.
Escapar. Aún con sus años de experiencia, el temor de esa posibilidad se mantenía vivo. La Condesa Claudia podía estar segura de que lo que invocase vendría. Había visto esto funcionar perfectamente una y otra vez. Pero no había garantía de que algo más aprovecharía la entrada. Creó un segundo círculo dentro del primero, mientras recitaba las palabras sagradas. Éste sería la prisión en caso de que su voluntad fuese negado.
Lo único que realmente la podía distraer en ese momento, era el maldito frío. Con la nieve amontonándose en la entrada, y las corrientes de aire invernal circulando por las cavernas, debía apresurarse si no quería morir congelada. Aprovechando la nieve, creó una figura con forma de bebé lo mejor posible, comprimiéndolo lo mejor posible para que no perdiera su forma. Tomando cenizas de carbón, marcó los ojos y cabello. Tomó después una delicada daga plateada de entre sus ropas, y se hizo un pequeño corte en la mano izquierda. Usó su propia sangre para colorear las mejillas blancas de la escultura. Sin querer, una gota calló donde debería estar la boca de la figura. Dudó un instante cuando lo miró. Luego se agachó y rozando los helados labios con los suyos propios, exhaló su aliento con suavidad. Luego colocó el bebé sobre la roca fría, en el centro del círculo de tiza. Debiera verse.
Una condesa haciendo estos rituales para salvar su familia.
No hubo relámpagos ni apariciones siniestras. Simplemente la figura estaba ahí un momento y al siguiente era un charco amorfo. Solía ser así con estas cosas. Sólo los crédulos esperarían que los cambios fuesen más espectaculares. Ella tal vez no fuese una gran practicante, pero sabía suficiente. De otra manera, no hubiese mantenido su riqueza y su belleza después de haber muerto su primer esposo. No señor. Éste era un asunto serio que requiere conocimiento, voluntad y paciencia.
Cuando terminó, apagó las velas una por una aplastando las llamas con sus dedos, y recolectó toda evidencia de que ella había estado ahí. Salió con cuidado del abandonado túnel de la mina, donde el cochero la ayudó a entrar al coche, para de inmediato partir.
Nueve meses después, la pequeña bestiecilla se dignó a nacer, llorando desagradablemente siempre que no estaba durmiendo o comiendo. El estridente chirrido de sus llantos era insoportable, pero parecía sólo lastimar los finos oídos de la Condesa. Por su parte, el Conde Felipe, que ilusamente pensaba que una criaturita tan linda podía haber sido procreada gracias a su semilla, fue feliz de tener su linda hija, y ciertamente la Condesa no quiso corregirlo. Los hombres son mejores cuando disfrutan felices su ignorancia. Tal vez debió hacerlo, pues a pesar de la humillación privada, al menos hubiese tenido un aliado después.
La criatura era demasiado perfecta, a su gusto. Salvo por el llanto, era impecable. La blanca piel, con sus rosadas mejillas, sus negros ojos, incluso los labios rojizos. Cuando estaba sola con la niña, podía sentir el peso de su mirada incomodándole dentro de su ser, como si eso fuese la intención de la criatura. Sentía el frío de la nieve en su mirar.
Fue bautizada como María Sofía en la catedral del pueblo. Todos la adoraban. Cuando dejó de llorar, aún más. Crecía rápido, además. Se veía tan adorable, que todos siempre hablaban de ella. Aún si el Conde se encontraba por deber fuera del castillo, cada vez que terminaba un viaje, todos los criados gozaban de contarle toda clase de lindas anécdotas de lo que había hecho su hija. Una nueva palabra. Un nuevo juego. La forma tan adorable que tenía de caer sobre la hierba y levantarse con sorpresa. Era insoportable.
La Condesa seguía observando demasiada inteligencia en esas miradas de una cría tan pequeña. La veía jugar en los jardines, sola, hablando con los árboles o los arbustos. Al preguntarle al respecto, María Sofía sólo dejó de hablar y se le quedó mirando en silencio, para volver a murmurar cuando su madre se alejó. La Condesa había visto la salud de la nodriza, una joven de apenas 25 años, perderse con velocidad mientras alimentaba de leche a criatura. Cuando la joven ama de leche falleció, pocos años después, parecía una anciana consumida por la edad. La Condesa no pudo evitar que la vida de esa inocente criada había salvado la suya propia.
Tal vez por haber sido ella la que realizó el ritual. Tal vez por sus propios amuletos de protección, pero parecía ser la única persona en quien los encantos de la pequeña bestiecilla no hacían efecto. Nadie notó algo raro en que cantase sola, en lenguas ininteligibles. Nadie vio algo raro en que, teniendo la niña siete años de edad, quisiese dormir en la misma habitación que su padre el Conde Felipe. La única sorprendida de que Felipe aceptase era su esposa, que se había pasado la noche entera mirando hacia la puerta de sus aposentos, y hacia su espejo, el primer regalo de su esposo. Ella estaba paralizada por la angustia, preguntándose si acaso sus propios encantos y su belleza no eran suficientes, o si los encantos de esa cosa harían que su hombre perdiese la razón y su sentido de moralidad que había logrado que sus súbditos lo apreciaran durante años.
Fue ella misma, a caballo esta vez, a la cueva oculta. Si la criatura que debía haber asegurado su matrimonio lo ponía en riesgo, no podía continuar viviendo. Si llegase a madurar completamente, era imposible imaginar lo que sería capaz de hacer. Había citado ahí a un cazador, conocido por tener el corazón más cruel y despiadado. Cuando llegó, el hombre ya esperaba ahí, arco al hombro y cuchillo en cintura, con sus ropas gastadas y sucias. Le propuso el plan, y el hombre no mostró ni miedo, ni titubeo alguno. Tampoco pareció asqueado por lo que tendría que hacer. Tras aceptar, se alejó rumbo al castillo, y tras un par de horas haciendo preparativos en la cueva, ella misma tomó camino de vuelta.
El cazador volvió a cobrar, para después desaparecerse con todo y familia. Un hombre es útil para hacer sólo un par de cosas, y solo tras instruirle: matar animales, y ver por su conveniencia. Seguramente la plebeya de su mujer vio por adelantado el peligro en el que su joven y estúpido marido se había encaminado al aceptar el trabajo de la Condesa, y decidieron probar su suerte en otra parte. A fin de cuentas, el cazador nunca volvió tras llevarse a la terrible bestia, lo que significaba que, si no funcionaba, tendría que hacer las cosas ella misma.
Aún si la criatura no había vuelto, sin tener su corazón y sus órganos internos no había garantía de que realmente hubiese muerto. Más aún cuando tras el estofado con el corazón y el hígado que le había traído, ella no había rejuvenecido ni un poco. Tendría que buscar dónde se escondía la “hija” perdida.
Primero, localizó dónde estaba viviendo: rodeada de niños huérfanos que trabajaban en las minas, como si cuidara de ellos sin ser adolescente siquiera. El pueblo adoraba la pequeña como si fuese una princesa, sin notar cómo era extraño que prefiriese vivir ahí y no en su propia casa. O cómo los niños enfermaban y no crecían más, para el caso. Ahí sin supervisión de adulto alguno, en una pequeña casa, los niños eran conocidos como los “enanos” de las minas, y la criatura era ahora su reina. Ya no soñaban con la sonrisa de la Condesa Claudia, sino que iban a dormir con el beso en la frente de la criatura cuya belleza era inefable para ellos y volvía obtusos sus pensamientos.
Tras ubicar a la que sería su presa, envió una anciana a entregar los pequeños regalos envenenados que había creado en sus cuevas: Una peineta de marfil, igual de blanco que la piel de la criatura. Luego listones de colores. Ninguno tuvo éxito, sea por la mala suerte de la Condesa o por los atributos mágicos de la bestiecilla.
Cuando ella misma decidió disfrazarse de anciana, y ocultar sus fúnebres intenciones tras un encantamiento para entregar de esa forma una manzana envenenada, la criatura por fin mordió el anzuelo y calló al suelo, funestamente inmóvil. Con esa piel de porcelana intacta, minuciosamente similar a una muñeca de tamaño real. Con un arma en la mano, la Condesa se acercó al lúgubre cuerpo inerte, pero extrañas voces se acercaban, y no pudo terminar la terrible, pero necesaria obra. Se alejó, rompió el encantamiento que la mostraba como anciana, y escapó.
 
Por días, y luego por semanas, todo parecía comenzar a tomar el camino que debía haber tenido desde un inicio. Con tiempo, incluso pasaron meses sin más noticias de la criatura espantosa que había dominado sus pesadillas, y por primera vez en mucho tiempo, la Condesa Claudia comenzó a mostrarse en público y dar señales ante sus súbitos de preocuparse por sus súbditos en situaciones de la vida diaria. La desaparición de la criatura que la hechicería había creado, parecía haberse llevado consigo los sentimientos que el pueblo entero tenían por ella, fuese bella u horrible.
Cuando los cuernos sonaron, anunciando la visita del príncipe al poblado, la Condesa Claudia no esperaba ninguna sorpresa. Cuando bajó del carruaje, y se tomó su tiempo para dar la mano y ayudar a su pareja, sólo pensó que tal vez sería la nueva enamorada en la larga fila de candidatas, un amor pasajero, una linda muñeca para mostrar, y tal vez para divertirse por un rato, pero nada más.
Entonces, el príncipe ordenó a la guardia real que la detuvieran a ella, a Claudia Elizabeth, condesa de Reichenstein y regente actual del castillo de Lohr. Nunca antes algo así había ocurrido, y por supuesto que los guardias de pequeño castillo no estaban ni preparados para un enfrentamiento, ni esperando un enfrentamiento con los soldados, que actuaron sin malicia, pero con eficiencia y eficacia.
La multitud se acercaba de un instante a otro, al inicio para defender a la Condesa Claudia, pero en segundos cambiaban de opinión y quedaban pasivos ante lo que ocurría frente a ellos: La bella Claudia de indescriptible elegancia fue atada con rapidez, y un fuego era iniciado con ayuda de una antorcha y leños colocados en el momento, mientras el príncipe, y su enamorada, caminaban al centro, a dejarse ver de lejos o de cerca, por todos los presentes. Fue tal vez en ese momento cuando la Condesa hubiese deseado gritar, pero tenía la boca ocupada con un trozo de tela y cuerda que no la dejaba escupir palabra o embrujo alguno.
El mensaje fue breve. La Condesa era practicante de hechicería, había negado a Dios, y debía pagar por todos sus pecados, en especial intentar sacrificar ante los tenebrosos dioses de antaño a su propia hija. La ahí presente, ahora prometida del príncipe, no era otra que María Sofía. La criatura. La bestiecilla. La cosa demoniaca, con la negrura en su cabello y su mirada, que ahora sugería expiar los pecados de su madre y salvar su alma. Por supuesto, salvaron su alma al estilo de la inquisición.
Calentaron en las llamas unos enormes zapatos de hierro hasta tenerlos al rojo vivo, y entre cuatro hombres la tuvieron quieta lo suficiente para ponérselos e impedir que los pudiese sacar. Después de lo que se consideró un tiempo adecuado de verla “bailar”, cuando su cuerpo se venció y no podo sostenerla, ni pudo seguir llorando y gritando más, la criatura que respondía al nombre de María Sofía se le acercó a perdonar sus acciones, y confirmar que la mirada de la Condesa Claudia había perdido toda la esperanza. No había luz en sus ojos. Sólo entonces, tomaron su cuerpo y lo lanzaron a las llamas.
¿Qué pasó con la criatura? Pues están los libros de historia, por un lado. O puedes preguntarte a ti mismo sobre ella la próxima vez que conozcas a alguien que parece demasiado perfecta, con piel blanca como porcelana, y labios rojos como sangre, y la más bella cabellera negra. La verdad es que la historia que usualmente se cuenta dice “y vivieron felices para siempre”, y uno cree que se refiere al resto de su vida. ¿Pero una criatura cruel y tenebrosa como aquella? Nadie sabe si ha seguido con vida después, y su historia cuenta aún peores horrores, indecibles porvenires para los demás a su alrededor e inenarrables misterios que son mejores para olvidarlos.