DANIEL IBAÑA -ARGENTINA-

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Daniel Ibaña nació en 1981, en el barrio de Parque Patricios de la ciudad de Buenos Aires, Argentina. Estudio la carrera de técnico en comunicación social y ejerció en radios como periodista deportivo y columnista de política internacional.
Publicó el libro de cuentos llamado “La cábala”, en 2011, con la editorial Zeit.
Sus cuentos “Helicóptero” y “La confesión” fueron seleccionados para integrar las antologías de Editorial Dunken en 2010.
Recibió las siguientes premiaciones en concursos literarios:
 

  • Tercer premio en la I convocatoria literaria de Ediciones Periferia, 2007. Cuento: “Un instante no siempre es menos que una eternidad”.
  • Primera mención en el VIII Concurso literario de la Biblioteca Popular Alejo Iglesias, 2010. Cuento: “Desapareció el abuelo”.
  • Finalista en el III Certamen Nacional de Poesía y Cuento Jóvenes Escritores Argentinos, de Ediciones Mis Escritos, 2011. Cuento: “El desconsuelo de la muchacha”.
  • Mención general en el IV Certamen de Ediciones Ruinas Circulares, 2011. Cuento: “Mirar el fuego”.
  • Mención de honor en el IV Certamen Nacional Jóvenes Escritores Argentinos, de Ediciones Mis Escritos, 2012. Cuento: “Las razones del amor”.
  • Finalista en el V Certamen Nacional Jóvenes Escritores Argentinos, de Ediciones Mis Escritos, 2013. Cuento: “Indescifrable”.
  • Finalista en el I Concurso de cuento de Revista Qu, Editorial Punta Azul, 2014.
  • Mención especial Premios APAIB 2016. Cuento: “A los tiros”.
  • Mención de Honor en el Concurso literario organizado por el Hospital Garrahan en 2017.
  • Finalista en el Concurso de Cuentos Cortos Navideños del Ciclo de lecturas de Amor, locura y muerte, 2018. Cuento: “Romper el empate”.
  • Finalista en el 6° Certamen Internacional de microlectura organizado por Ediciones Mis Escritos en 2020, género cuento, por su obra “Veterano”.

Su cuento titulado “Desapareció el abuelo” fue leído por el periodista Alejandro Apo en su columna literaria para el programa radial “La casa invita”, de AM 750.
Actualmente vive en el barrio de Flores. Trabaja en el hospital pediátrico más importante de la ciudad y transmite partidos de fútbol por Radio Con Vos AM 1420 y La Colifata en FM 100.3.
 
 
 
Facebook: Dany lateral por izquierda
Instagram: Daniel_ibania
Blog: https://cuentos-con-la-mano-izquierda.site123.me/
 

 

LA PLATA DE LOS MANDADOS
 

 
 
 
Se queda petrificado. Piensa en cómo va a explicarle esto a su mamá cuando vuelva a casa. Revuelve las manos dentro de sus dos bolsillos del pantalón corto como si fuesen las paletas de una lancha, intentando encontrar la plata que debería estar ahí. Tiene los ojos bien abiertos, clavados sobre el mostrador del almacén. Los labios apretados. Una gota de sudor abriéndose paso por el medio de la frente.
Nota la mirada de los dueños del negocio esperando con la paciencia que caracteriza a los ancianos. Porque para Gael son eso, viejos, gente grande. Por suerte, Roberto es simpático. Sonríe, saluda, se queda hablando con todo el mundo. Pero su esposa, Doña Ester, tiene el aspecto de estar siempre enojada. Se queja si no le pagan con cambio. Se enoja si quieren pagarle con débito. Habla fuerte, como retando a todo el mundo. El hombre espera con los dedos entrelazados, apoyando el peso de su cuerpo sobre los codos arriba del mostrador. Ella está con las manos en la cintura. Gael no los mira. En su desesperación, continúa buscando. Al menos, quiere estar seguro de no tener los bolsillos rotos, lo que le daría una explicación de por qué no tiene la plata donde debería estar.
Niega con la cabeza en un movimiento corto y lento, siente el calor subiéndole a la cara y unas ganas de ponerse a llorar de impotencia que no sabe si va a poder aguantar. No puede creerlo. Por tercera vez se encarga de ir a hacer los mandados y por tercera vez comete un error. Lo había tomado como una nueva oportunidad, como la chance que se merece por tener once años, ser el mayor y demostrar que ya es lo suficientemente maduro para asumir responsabilidades.
Sabía que su mamá lo iba a llamar desde la cocina porque la había visto sacar plata del monedero después de revisar la heladera, por lo que se apresuró por abandonar el sillón en el que estaba sentado junto a su papá, mirando la carrera de autos, cuando la escuchó decir su nombre, con ese tono firme y dulce que pone cuando le pide algo. Lo único que no le gusta es el diminutivo que usa. Gaelito. No, no le gusta. Suena mal y no se reconoce en él. No quiere ser Gaelito. No se lo dice porque sabe que la va a hacer sentir mal y porque ella tiene la delicadeza de no decírselo a nadie ni de usarlo en la calle ni en la escuela ni en ningún otro lado. Aparte el año que viene ya empieza el secundario y va a ir a la escuela técnica para aprender mecánica y trabajar, cuando sea más grande, en los motores de esos autos de carrera que estaba viendo un minuto atrás.  
La mamá le dijo, por fin, que hiciera los mandados. Gael sintió una cuota de orgullo al notar que no le preguntó si se animaba, como las otras dos veces, sino que esta vez dio por sentado que sí, que por supuesto que se anima, si ya tiene once años y sabe manejar la plata, calcular el vuelto y no tiene ningún problema en hablar mano a mano con los vendedores.
Además, Gael tiene asumido que debe ser un ejemplo para Bruno, su hermano menor. Tiene ocho, recién. Es chico, pero tiene que aprender desde ahora que ellos van a ir tomando responsabilidades. Hacer los mandados es una de ellas. Pero imagina qué va a pensar Bruno cuando lo vea volver derrotado, explicando que perdió la plata y que no pudo comprar lo que le habían pedido.
Rechazó la posibilidad de una lista. No, ¿para qué? Una lista no, tampoco eran tantas cosas como para no poder recordarlas, así que negó con el gesto serio y juró que se
acordaría del medio kilo de pan, las dos leches, el puré de tomate, los dos kilos de papa y el medio kilo de zanahorias. Había pensado pedir, también, un poco de perejil. Sabe que eso lo regalan. Y sabe que su mamá se sorprendería para bien cuando lo encontrara dentro de la bolsa plástica.
Se lavó los dientes antes de salir. Había desayunado unos minutos antes y todavía era capaz de saborear la leche chocolatada y las tostadas con mermelada de frutilla que prepara su mamá. Se sacó la bermuda oscura y se puso la de jean, la azul claro, que le regalaron en su último cumpleaños.
Enrolló la bolsa de los mandados de la misma manera que lo hace su papá, después la dobló y la colocó debajo de la axila. Sus manos todavía son demasiado chicas como para llevar semejante bulto, no como las de su papá, que son grandes y fuertes y peludas. Y con cascaritas en la parte de adentro, en el nacimiento de cada dedo, por el uso de herramientas. Gael también quiere tener las manos así, ásperas y fuertes, y ya le dijeron que se quede tranquilo, que en unos años las va a tener igual o peor.
Se merecía esta oportunidad. Por supuesto que sí. Pensó que su mamá dejaría pasar más tiempo para volver a encargarle la misión de ir a hacer los mandados. Es la tercera vez y, mientras sigue buscando y pensando en qué decir, no quiere aceptar que otra vez le sale mal. Está convencido de que las anteriores no fueron solo por culpa suya. Lo distrajeron con charla y lo sacaron de la concentración en la que se había metido. Además, ¿él qué sabía que el arroz parboil es el que no se pasa? De verdad pensó que ese era el que se usa para hacer arroz con leche. Por suerte
no le retaron mucho, pero le molestó que su papá se riera así, a carcajadas, y su mamá le dijera pobrecito. Pobrecito, nada. Se confundió y punto. Ni siquiera le dieron la chance de ir a cambiarlo, como hubiese correspondido, aunque se guarde el secreto de que se sintió aliviado al ver que iría ella. No puede ni siquiera imaginarse en esa situación de entrar al chino y tratar de explicarle que se equivocó, que quiere cambiar de paquete, y menos cuando está la dueña porque habla poco castellano y no le entiende nada. Habla fuerte, rápido y muy agudo, y Gael no sabe si es normal que hablen así en China, casi gritando. Su marido, no. Habla mucho más claro. Dice llamarse Matías, y hasta aprendió a decir malas palabras como las que se dicen acá, pero no le salen del todo bien y a Gael le da mucha risa y se divierte escuchándolo.
La segunda vez tampoco fue su culpa. Por más que le digan que sí, que no prestó atención y todo lo que quieran, él sabe que no tuvo, por lo menos, la mayor parte de la responsabilidad. No sabía de qué estaban hablando. Nunca los había escuchado decir que iban a comer unos bifes con puré, porque estaba con Bruno mirando la tele y no tenía manera de saberlo. Le dijeron que comprara paleta. Un kilo de paleta. Así, eso solo, ni un detalle más. Si le hubiesen dicho que fuera a la carnicería o que lo pida cortado para hacer churrascos o algo parecido, por supuesto que no se hubiese metido en la fiambrería y hubiese comprado paleta sanguchera. Le llamó la atención, eso sí, que no le hubiesen encargado queso, ni pan, ni mayonesa, pero ¿él que sabía? Capaz que ya habían comprado esas otras cosas y se habían olvidado de la paleta y para el jamón cocido no alcanzaba la plata porque era fin de mes, y el salame que tanto le gusta no porque un médico le dijo al papá que hace muy mal, que compre jamón o matambre de pollo.
Escucha que Doña Ester chasquea la lengua. Está enojada, por supuesto. Está enojada porque se demora y no dice ni una sola palabra, ni los mira, y no se le ocurre qué decirles y no quiere darse vuelta para ver si entró alguien más al almacén porque llega a ser alguien conocido y va a querer morirse.
Repasa las opciones con la velocidad de un latigazo. Puede disculparse, decir que se olvidó la plata y que va a buscarla. Pero no está seguro de si en esos casos se tiene que dejar la bolsa con lo que compró o se la puede llevar igual. ¿Y en su casa? No puede ir todo suelto de boca y contar que la perdió. Tampoco decir que lo robaron. No podría sostener semejante mentira. Puede volver y buscar. Es una cuadra y media, capaz que todavía está tirada.
Escucha que Roberto le pregunta algo, aunque sus palabras suenan como si le llegaran a través de una pared. Doña Ester sacude los brazos y los termina por cruzar sobre el pecho. Se da cuenta de que él no se mueve más que para seguir hurgando en los bolsillos. Dos bolsillos, nada más. Tiene dos bolsillos en ese pantalón negro de jogging que usa para dormir, con la bolsa de los mandados apretada entre las piernas y las miradas de los dueños encima de él, y una voz de alguien que saluda, que acaba de entrar al negocio para sumarle más frustración y bronca.
Con un movimiento lento, casi milimétrico, baja la mirada. La tenía clavada en el vidrio del mostrador dónde están las leches y los yogures y los postrecitos, y ahora recorre hacia el suelo, muy despacio, como si tuviese miedo de activar un explosivo con el peso de su vista. Llega a las baldosas del piso. Las baldosas cuadradas y chicas, con formas de rombos negros y blancos, como un tablero de ajedrez mal hecho, y después sus zapatillas blancas, que ya de blanco no tienen nada porque las usa todos los días y no las quiere lavar porque a él le gustan así y su mamá está cansada de decirle que use las otras y lave esas, pero no quiere y no lo va a hacer. Sus medias. Cortas, también blancas. Apenas se ven por encima de sus tobillos. Sus piernas delgadas, lampiñas, que algún día, supone, van a ser peludas y musculosas como las de su papá, pero ahora son frágiles como dos ramas secas, y llega a su pantalón. Su bendito pantalón. No es el negro que había pensado. No es el pantalón de jogging negro que usa todo el día para estar adentro de su casa y para dormir y para salir a hacer cosas sin importancia, como los mandados, por ejemplo. Es la bermuda de jean, la azul claro, la que le regalaron hace un par de meses cuando cumplió once y juró que la usaría todo lo que pueda porque quiere usar jeans como la gente grande, como su papá, que tiene seis o siete, uno negro, otro celeste, otro azul bien oscuro, y él quiere tener lo mismo y por lo menos empieza con una bermuda. Y se da cuenta. Suelta un suspiro y se pasa la mano por la ceja para sacarse la gota de sudor que estaba a punto de caer. Se da cuenta de que esa clase de pantalones tienen bolsillos traseros. No el pantalón negro, que tiene solamente dos bolsillos a los costados y nada más. Este tiene dos a los costados y dos atrás para guardar los pañuelos, la billetera, los documentos y otras cosas importantes, como la plata de los mandados. Mete la mano derecha y sus dedos chocan con el borde de los billetes. Estaba seguro de que los había hecho un rollito y los había metido en algún lugar, y los saca, sonríe y sin abrirlos se los alcanza a Roberto. Quiere decir algo, pero no le sale la voz y entonces carraspea, y nota que el almacenero también sonríe. No la quiere mirar a Doña Ester, que sigue parada al lado de su marido, con las manos de nuevo en la cintura y la boca torcida, y no sabe ni cuánto le dio ni si tiene que esperar el vuelto, y Roberto cuenta los billetes y abre la caja y lo ve sacar otros billetes y contar otra vez, así que sí, le tiene que dar cambio. Se alegra Gael de que le alcanzó la plata. Lo único que le faltaba era que no alcanzara y tuviera que dejar algo porque no sabría qué, si una de las leches, o un poco de pan o el puré de tomate o las zanahorias o algo de papa. Y se acuerda del perejil. No se lo pidió. Roberto estira la mano para darle lo que sobra de plata y tiene tantas ganas de irse que duda un segundo, pero ya es grande. Ya casi está en el secundario. Vuelve a suspirar, como para darse un segundo más de ventaja para juntar coraje. Y le pide, nomás, un puñado de perejil. Le dice que casi se lo olvida y que iba a tener que volver a buscarlo. Que se lo cobre del vuelto, le indica, señalándole la mano que sostiene la plata, aunque Gael sabe que el perejil no se cobra. Y sabe, también, que su mamá se va a poner contenta.