RODRIGO CASTRO MORAL -CHILE-
PÁGINA 37
Nací en Santiago de Chile, en 1974. Desde los 18 años vivo en Estados Unidos.
Actualmente estoy erradicado en North Carolina, donde me desempeño como bibliotecario académico.
Mi pasión por la literatura comenzó inmediatamente después de acabar la secundaria, en un aeropuerto, varado en una ciudad de Centroamérica que no recuerdo. Desde entonces escribo a los tumbos, por lapsos, sin mucha disciplina y sin grandes resultados.
Anteriormente he publicado material académico, siempre en inglés.
Sólo he publicado un relato en español.
Email: castro.rodrigocarlos@gmail.com
Mal de ojo (luza omar nu ed osrever odal le o)
“Ojos negros traicioneros, ¿por qué me miran así? “
Pablo Ara Lucena
La luz de la luna calca mi reflejo en un charco de agua. Observo con atención el rostro que navega en el lodazal y descubro en él las líneas delicadas del rostro de mi madre: la misma nariz respingada, los mismos pómulos torneados, los mismos labios finos y pálidos. Todo igual. Todo, excepto los ojos. Sí, porque mis ojos no son como esas esferas celestiales que alumbraban el rostro angelical de mi madre. Al contrario. Mis ojos, estos ojos negros, opacos y turbios, de una profundidad incierta, son iguales a ojos de mi padre; ojos crueles, duros, rellenos de un humor corrosivo; ojos cargados de sombras, de miedos, de pesadillas recurrentes que con el transcurso de los años me fueron oscureciendo las córneas...
Borro el reflejo de un zapatazo y me muerdo los labios para retener los gritos que me inflan la garganta. “Cálmate, cabrón, cálmate”, digo entre dientes, con las mandíbulas apretadas. Y es que no debo perder la calma. No puedo. Bermúdez ya se debe haber enterado que no estoy en el pabellón, que me escapé, y ahora andará desesperado buscándome por las calles, olfateando como un perro el rastro fosforescente que dejé en los adoquines, acomodándose los lentes de rifle mientras ladra instrucciones a sus secuaces para que espabilen, para que se dispersen y rastreen hasta el último rincón del pueblo...
A lo lejos se oye el llanto histérico de sirenas. Me agazapo bajo el umbral de un edificio y tanteo con ansias el bolsillo donde guardo los ojos que he podido cosechar desde que salí del hospital. “Seis ojitos celestes nada más, carajo”, digo nervioso, apesadumbrado. Respiro con fuerza y el olor a cobre me retuerce el estómago. Tengo las manos pegajosas, manchadas, y mis dedos no paran de tiritar. Siento miedo, un miedo latente, visceral. Y es que pronto van a atraparme. De eso no tengo duda. Es cosa de tiempo nada más para que Bermúdez dé con mi paradero. Es vivo el muy cabrón. Es vivo y mañoso, y como conoce de memoria mis costumbres y mis manías de seguro ya habrá adivinado mis intenciones. Es por eso que debo apurarme. Tengo que moverme rápido pero con cautela. Sí, con mucha cautela porque el más mínimo descuido me puede dejar en evidencia, acorralado y a merced de este bribón...
El alarido de las sirenas se disuelve lentamente. Me despego de las sombras y cruzo corriendo la calle. Mientras corro, repito en silencio la dirección de la señorita Carmen. La repito varias veces para no olvidarla: Libertadores 954, segundo piso, departamento G. Sonrío con nerviosismo al imaginar la cara de felicidad que pondrá cuando vea el ramillete de ojos azules que le traigo de regalo. Seguramente se emocionará y se le humedecerán los ojos; esos ojos opalinos, claritos, tan tenues y cálidos como el fuego lento de una cocina a gas; ojos celestes que solo me atrevo a imaginar porque para ser honesto, nuestras miradas jamás se han cruzado. Y es mejor así, porque si ella viera mis ojos, estos ojos infames, traicioneros y vengativos, tan negros como el pelaje de un tordo, arrancaría horrorizada y no volvería más al hospital. ¿Qué haría yo entonces? ¿Quién curaría las heridas que las correas de la camilla me dejan en las muñecas? ¿Quién espantaría las alimañas que emanan de mi cabeza después de cada brote psicótico?...
El eco de pasos me arranca las cavilaciones de cuajo. Me escondo detrás de un basurero y miro hacia el fondo de la calle; hacia un tipo con pinta de gringo que sale de un bar caminando a los tumbos. Está borracho el muy pendejo. Borracho o drogado. Trata de encender un cigarrillo y cada vez que se acerca el encendedor al rostro la llama le dibuja una gruesa línea azul en las córneas. Los destellos de tintes cobalto duran tan solo un segundo pero su intensidad es tal que me producen vértigo. “¡Que ojos tan bellos!” pienso hechizado. “Que lindos se verían en el ramillete de la señorita Carmen…”
Trago un buche de saliva amarga. Empuño el cuchillo que me robé de la cocina y en un arrebato de osadía, de guapeza, salgo a darle caza al gringo. Acorto las distancias con cuidado, dilatando las aletas de la nariz para capturar el fuerte olor a alcohol que mi presa emana por los poros. Le apoyo la punta del cuchillo en la espalda y le digo con voz de búho: