HÉCTOR FABIO MEDINA CASTAÑEDA -COLOMBIA-

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Héctor Medina, nació en Ibagué - Colombia el 13 de Julio de 1984, Tuvo un pequeño paso por la Universidad del Tolima, cursando algunos semestres de Economía, sin embargo, su gusto por la literatura lo llevó a abandonar dicha carrera. Ha escrito varios cuentos, algunos de los cuales se han publicado en blogs y revistas literarias virtuales.  A través del espejo – Blog La Pipa de Magritte (abril de 2007).  La idiotez consumada – Revista Literaria Noche de letras (septiembre de 2012). También artículo de Opinión ¿Será necesario el tercer canal? – EL TIEMPO – Separata Tolima, enero de 2010. Fue elegido ganador del Concurso de Cuento Organizado por FUNDALECTURA, en asocio con la Alcaldía de Engativá en la categoría de Grandes Contadores de Historias con el cuento La muerte absurda. (2011), Impiedad (primera novela publicada en Amazon en 2018 y publicada por la editorial ITA en 2019), Antología de cuento a través del espejo (publicada en Amazon 2019), antología de cuento por la editorial DUNKEN en Argentina que está a punto de publicarse, El día que Dios murió, novela que busca ser publicada. En este momento se encuentra escribiendo la tercera novela y su primer libro de filosofía de la ciencia.
Lector asiduo de obras literarias, estudioso de filosofía y temas científicos.
 
Ruta 59
 
El tráfico que descendía lento por la ruta 59, daba la marcha justa al sueño de Ramiro y Fulgencio. Iban en un tractocamión Kenworth detrás de un autobús a no más de treinta kilómetros por hora, pasados por la modorra de cien kilómetros de Bogotá a Ibagué. Ramiro tan solo ajustaba el freno a cada instante y si al caso la segunda y Fulgencio consideraba el paisaje templado como una pintura a punto de desmoronarse.
Los buses y carros que venían del otro lado con las semi luces de las seis de la tarde, encandelillaban los ojos de Ramiro, sujeto del volante, concentrado en el freno y hasta de los retrovisores. Fulgencio giró la cabeza como para empezar la conversa, como para romper la modorra y el sueño. Todo lo que sabía de tractocamiones, paisajes y carreteras lo había dicho.
—Mire las luces de ese bus que viene, azules muy brillantes. —Fulgencio recogió las piernas sobre la silla del tractocamión.
Ramiro seguía atento al freno de motor, calibrando la trasmisión y poniendo luces al paisaje que se rayaba a cada minuto. Habían estado haciendo una entrega por varias ciudades, sendas canastas de refrescos. Fulgencio acomodó las piernas de nuevo y a través del parabrisas vio cómo las nubes se convertían en crespos gigantes.
La marcha del descenso había terminado, el puente sobre el río se divisaba y ahora un leve ascenso se empezaba a pronunciar, formando la rivera. Ramiro ajustó el cambio bajo y el tractocamión se irguió para empezar a subir con fuerza. Fulgencio apretó los labios, condujo sus ojos por todo el camino y alcanzó a divisar otro tractocamión que bajaba con potente freno de motor; la reconoció de una vez.
—Creo que ahí viene la tractomula de Ricardo, es muy bonita.
Ramiro seguía sin responder, atento a la marcha y al freno porque el bus que iba adelante se columpiaba fuertemente. Fulgencio continuaba con las ansias de hablar, de que la carretera se hiciera corta y que sus ojos no se cerraran.
—Cuándo me dejará coger el volante de esta tractomula, conducirla, que me enseñe a perderle el miedo. Quiero aprender y ser un transportador como usted algún día; tener mi propia flotilla de camiones y ganar mucho dinero.
El tractocamión se detuvo por un momento, la marcha de carros había parado. Ramiro puso el freno de seguridad. El motor, muy potente, estremecía la cabina. La oscuridad se hizo absoluta y a merced de la luna. Fulgencio seguía cavilando en la puesta en escena para Ramiro, que hasta al momento no le había respondido; cabía la posibilidad de que estuviera pensando en el dinero que le proporcionaría la carga, y lo más seguro es que una parte fuera para él.
—Ramiro, cuando la empresa le pague espero algo por haberlo acompañado en toda esta travesía, lo merezco porque han sido días enteros y noches sin dormir, hablando del camino y de estos monstruos de carga. Lo más posible es que la próxima carga toque ir a la gran ciudad llevando carros. Lo mejor y lo más posible es que a esa también me lleve.
Ramiro continuó, la fila de carros se había disipado unos minutos después. Las nubes se apretaban por el norte como en una obra de teatro. El tractocamión aceleró, la carretera bajo sus llantas lo soportaba, haciendo que mucha de la naturaleza le temblara los pies. Se hacían algunas construcciones en la carretera y alguien, con un letrero de «siga», hacía el ademán para que aceleraran. Ramiro bostezó, Fulgencio lo observó y con mucha de sus palabras solo había notado una modorra en él. Sin embargo, estaba dispuesto a seguirle hablando así no le respondiera, sabía que le escuchaba.
—A fin de cuentas, sabemos usted y yo que los viajes por tractomulas son aventuras, paseos, conocer todas las ciudades, conocer todas las carreteras, las fronteras, los ríos, las montañas. Piense en que todo eso nos convierte en seres mágicos, en seres que conocemos…
De repente Fulgencio se había detenido, como lo había hecho el tractocamión. Ramiro colgó sus ojos a través del parabrisas y, como un bombillo intermitente, los abrió y los cerró; Fulgencio sintió que su piel ardía por el efecto de los nervios. Por un momento todo fue cámara lenta, la luz de la carretera hasta había detenido los fotones. El tractocamión había quedado a centímetros del bus que iba adelante.
—¡Qué pasó! Ramiro, por poco y chocamos con el bus. —Fulgencio se acomodó mejor en el asiento—. Imagínese donde hubiéramos chocado, hubiéramos salido por el vidrio y caer a la carretera y… y… no sé qué más.
A pesar del susto, Ramiro se limitó a meter la primera baja y el acelerador; el bus había continuado su marcha hacía algunos segundos. El tractocamión aceleró y la carretera se resistía de nuevo a las llantas y la carga. La oscuridad y las estrellas ya fulguraban y las luces del tractocamión se confundían con las montañas cargadas de las luces de la ciudad. Ramiro aceleró un poco más y fue entrando en el paradero de comidas y la gasolinera que no estaba a más de un kilómetro. El tractocamión se detuvo con el freno de aire a toda; zigzagueó los ojos y Fulgencio estiró los brazos tanto como pudo. En la semioscuridad del sitio se alcanzaba ver la mesera poniendo sopas sobre la mesa, café, algunas tostadas y vasos de jugo que los otros camioneros saboreaban.
Fulgencio se retiró sin decirle nada a Ramiro, en busca de los baños. Apreció el resto de las tractomulas parqueadas. En el retrete contempló las polillas y hasta advirtió una cucaracha sobre el sifón que escapó rápidamente. Cuando volvió, Ramiro ya tenía sobre su mesa sopa, un trozo de carne ahumada y un vaso de alguna bebida y en el otro lado lo mismo, solo que en menos cantidad y la carne más quemada. Fulgencio se sentó, miró de soslayo a Ramiro que comía concentrado y pensó en algo que decir, para ver si en esta ocasión su gran amigo de viajes y cargas ahora sí le respondía.
—Tan solo falta una hora para llegar, Ramiro. Lo mejor es que comamos rápido para que no se nos haga más oscuro. —Fulgencio empezó a cucharear la sopa—. Están subiendo bastantes carros y el paso es complicado.
Pero el silencio de Ramiro seguía ahí, con la lengua como atada o condenada al encierro, no lo sabía con certeza Fulgencio. Lo único que sabía es que, con todo el tema de las tractomulas, cargas, carreteras y rutas, él mismo podía encontrar el pensamiento justo y menoscabar el silencio de Ramiro. Pero las luces que iluminaban el restaurante, de los tractocamiones que ya encendían de nuevo, ingresaba, flotaban en el aire como en la búsqueda de lo silencioso.
Media hora pasó cuando Ramiro y Fulgencio tenían los platos lamidos y con los arroces a las orillas. El camión descansaba, con el motor ya tibio. Ramiro subió, Fulgencio dobló su cuerpo para que quedara dentro de la cabina. Algunos segundos después salió con un fuerte rugido del motor y se encaminaron de nuevo, ascendiendo por la ruta 59. Seguían descendiendo vehículos, aumentaban a cada momento, las nubes se arrellanaron con más voluntad y causaron un desastre en la atmósfera, que ya se estaba convirtiendo en lluvia.
Las gotas de agua empezaron a caer sobre el vidrio del tractocamión; Ramiro encendió los parabrisas. La brisa entraba columpiándose sobre las ventanillas y sobre el rostro de Ramiro, callando aún más su vil lengua. Fulgencio trastabilló al coger el trapo y limpiar los vidrios empañados. Las estrellas se habían ocultado y con toda potencia las nubes se hacían reyes de la bóveda. El reloj había alcanzado las nueve de la noche y la distancia se había acortado tan solo a cuarenta kilómetros de la ciudad.
—No es lo mismo decir que nuestro camión está a una distancia de treinta y ocho kilómetros a que treinta y ocho kilómetros recorro una distancia de treinta kilómetros, por decir. —Fulgencio movió los ojos con ahínco y se quedó mirando la carretera lluviosa—. Es una como una filosofía de tractomulas, Ramiro, piense usted.
El cielo, aunque despejado, seguía mostrando una cortina de nubes naranjas, densas y con amenazas. Ramiro seguía concentrado en la carretera y en los caprichos del vehículo, como un cíclope gigante al que había que dominar. A través de los espejos se podía ver las luces de los automóviles cansados, con la marcha lenta, como en la espera de un milagro para poder volar y sobrepasar a los demás. Ramiro aplicó la segunda alta y el tractocamión trastabilló como un caballo al relincho.
De repente, como si una gran magia hubiera habido en lo alto del universo, el cielo se volvió azul, seco; Fulgencio lo pudo advertir y sintió algo muy poderoso en su ser. Miró a Ramiro, miró el fondo de la carretera y del abismo de la cordillera y todo lo encontró en silencio. Cerró los ojos para ver si podía dormitar, de pronto cuando los abriera ya se encontrarían en la ciudad. Solo dormitó porque por instantes los otros tractocamiones le despertaban con el ruido; pero empezó a sentir que sus ojos se volvían polvo, que su mente se volvía polvo y todo su ser se volvió polvo. Su mente se había doblegado a la noche, al inconsciente y pudo ir muy lejos, tan lejos que cuando Fulgencio despertó todo lo vio distinto.
Su mente y su cuerpo se habían vuelto a integrar, las grandes luces de la ciudad ya se divisaban, los edificios se alzaban y las calles llenas de carros advertían el tráfico complicado del amanecer. Cuando Fulgencio miró el reloj del tractocamión eran las cinco y cincuenta de la mañana, habían viajado toda la noche y hasta despertó sobresaltado porque de repente vino la idea a su cabeza de que Ramiro se había dormido y habían echado a rodar por un abismo. Pero no, cuando despertó lo vio envuelto en una cobija, sosteniéndose fuerte al volante y a la transmisión. Su cuerpo se veía congelado, tieso, parecía una gárgola. Ramiro inventó algo para ver si ahora sí tenía algo que decir.
—Qué rápido hemos llegado. Dormí toda la noche.
El tractocamión viró en la bodega de entrega. Ramiro se despegó la cobija, hasta de los ojos de insomnio que habían brillado toda la noche. Parqueó el tractocamión cerca de las puertas; otro muchacho le indicó la línea de parada, ni siquiera le había dicho nada a Fulgencio, que sabía que ese era oficio de él. Simplemente continuó en el camión, vio cómo Ramiro le decía algo al encargado de recibir la mercancía.
—Las cajas están completas, Ramiro, la mercancía llegó en buen estado.
—¿Ochenta cajas?
—Correcto. —El hombre subrayó algo en la tabla.
Ramiro dio la vuelta, con las manos en la chaqueta, mirando a los altos edificios de la ciudad. Recordó algo y se detuvo.
—¿Cuándo es el próximo viaje?
—Yo creo que la otra semana, Ramiro. Es un cargamento de residuos.
—Algo de cuidado, claro. —Ramiro miró al tractocamión con nostalgia, como si se llenaran de agua de repente.
—¿Y qué pasó con el ayudante de la otra vez, Ramiro? ¿Fulgencio era que se llamaba?
Lo único que hizo Ramiro fue echar a caminar, no había querido responderle al hombre. Simplemente miró al cielo, lleno ahora de más lágrimas, como queriendo volar allí. Fulgencio había salido del tractocamión y empezó a caminar detrás de Ramiro.
—Te digo Ramiro que las tractomulas son lo mejor…