CARMEN CAPOTE DÍAZ -CUBA-

Nací en la ciudad de Cienfuegos, Cuba, en 1962. Desde niña amante de la música, la pintura, la literatura. Me gusta escribir historias y poemas, más que por placer por necesidad de expresarme. Las palabras y frases llegan a mi mente obligándome a plasmarlas en un papel.
En los años de estudio integré el Taller Literario del Pre-Universiatario en mi ciudad natal.
Colaboré con artículos en la Revista “Renacer” de la Archidiócesis de Cienfuegos. También con guiones de Teatro Infantil Para Proyecto Comunitario Cultural en la ciudad de La Habana, donde radico desde hace años.
Las posibilidades de las nuevas tecnologías me han dado la oportunidad de poder participar en concursos y convocatorias.
Obtuve 3ra Mención de Honor género poesía en el Concurso Literario Internacional de Cuento y Poesía “Horacio Quiroga” de la SADE Zona Norte 2021.
5ta Mención de Honor en el Certamen Internacional de Poesía “Palacio Francisco López Merino” 2022.
Poemas publicados en las Antologías poéticas “Secretos del Corazón” 2021 y “Como Hermanos” 2022 por Ediciones Afrodita.
Cuentos y poemas publicados en las revistas literarias Trinando (No.37) (No.40), Horizonte Gris (No.3), Perro Negro de la Calle (No.68) (No.75), Amarantine Revista (No.1), Revista Visceral (No.2), Revista Anacronías en Itinerantes, Iguales Revista (Vol.2 #1), Extrañas Develadas (No.2), Poetas de Plata (No.5), Letras y Voces (No.4), y Dragón Escritor (No.3).
Instagram: carmenchu_c_diaz
 

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LOS ORIGINALES
 
El recuerdo de la arcaica y pequeña aldea, aunque un tanto empañado y fragmentado por el paso del tiempo, siempre se mantuvo de alguna forma vivo en un rincón de mi memoria. Año tras año inmersa en la multitud de cosas que me ataban irremediablemente a la ciudad, esperando esperanzada ocurriera un milagro. Año tras año añorando aquel pedazo de infancia en la aldea remota, a la que no sabía cómo regresar; inexistente para el mundo civilizado, desconocida para todos, excepto para mí.
            Mucha lluvia caída entre lo vivido en la lejanía de la niñez, y mi vida adulta. Soñé mil veces con aquella tierra rojiza, poblando mis sueños las imágenes de chozas de barro primitivas extrañamente absurdas, gallinas y cerdos envejecidos desde pequeños, la gente seria, pausada, silenciosa, conviviendo tranquilamente; pareciendo no tener pasado ni futuro.
            Yo era pequeña aún para comprender lo que ocurría, no obstante, hay momentos muy vívidos que me han acompañado a pesar de la distracción de la memoria. Mi madre acababa de morir. Mi padre como un loco me arrastró por caminos llenos de polvo, paisajes áridos, sendas simuladas, con el único fin de encontrar refugio en la aldea. Sólo después de cansancios, zozobras, y ya estando en ella, me miró; entonces sonrió. Fue la primera vez que ví dulcificarse aquel gastado rostro después de la pérdida sufrida, curvando sus labios en un asomo de sonrisa, sintiendo además la angustia que lo acompañó durante todo el camino desaparecía. Recibían a mi padre como a un antiguo conocido. Hablaban nuestro mismo lenguaje con gran parquedad de palabras, pero entendibles y precisas.
            La única niña de la aldea se acercó parándose frente a mí. Sin hablar tomó ni mano; no hizo falta más para entendernos. En Jari a simple vista no se destacaba nada importante. Supe después que carecía de padres. Era callada, huidiza, no sabía jugar, pero tenía algo difícil de definir que la hacía sumamente atrayente. Pasaba horas con la mirada clavada en la lejanía, perdida en un mundo de sueños que sólo a ella pertenecían. Al despertar de sus ensueños todo a su alrededor cobraba vida, como si de su pequeño y frágil cuerpo se desprendiera una gran energía misteriosa. Yo quedaba fascinada. Sus carcajadas se escuchaban entonces por toda la aldea. «Cara tonta», me llamaba una y otra vez, cuando entre risas podía articular palabras.
Crecíamos juntas, juntas éramos alimentadas, vestidas con una sencilla y rústica indumentaria, fabricada por las mismas mujeres que nos atendían. Juntas nos sentábamos a escuchar cada noche los consejos y recomendaciones de mi padre, plenamente convencido de que esto formaba parte de sus deberes paternos, extendiéndolos a Jari de forma natural comenzando a considerarla una hija más.
            Un día nos hizo proveernos de una especie de estiletes de madera con puntas afiladas, confeccionados por él mismo. Llevaba varias jornadas dedicado a enseñarnos cómo trabajar la arcilla hasta obtener tablillas, cuya exigencia como requisito indispensable era debían quedarnos bien lisas, cosa que, según él, serviría perfectamente para realizar sus propósitos. Pasamos largas horas consagradas al trabajo, hasta que mi padre decidió habíamos alcanzado la habilidad necesaria, siendo el resultado de su aprobación. Al considerar contábamos ya con tablillas suficientes, nos indicó debían permanecer húmedas. Las recogimos trasladándolas a nuestra choza ante la extrañeza de todos. La verdad era que nosotras tampoco comprendíamos qué pretendía, no obstante, preferíamos tomarlo como un juego, sin estar haciendo demasiadas preguntas.
            Increíblemente nunca me pesó la monotonía cotidiana de vivir siempre lo mismo, desde el amanecer hasta la caída del sol. Teníamos a nuestra disposición aire puro con olor a tierra húmeda y rocío, una alimentación diaria arrancada a la tierra. Además, disponíamos de animales. Vivíamos felices sin saberlo, y por tanto no le dábamos importancia.
            Era una vida lenta, sin matices. Del mismo modo fue lento nuestro aprendizaje, al anunciarnos mi padre a Jari y a mí, que desde ese instante seríamos sus alumnas. Nos enseñaría a leer, escribir, y otras cosas que quizás en algún momento llegaríamos a necesitar. Ninguna de aquellas gentes dijo nada, ni preguntaron tampoco cuando nos veían a los tres cada tarde reunidos, grabando signos en nuestras tablillas. Se limitaban a mirar desde lejos, indiferentes.
            Jari no resultó ser una alumna destacada, le costaba mucho memorizar cada signo. A la hora de grabarlos sobre la arcilla húmeda, su rostro sudaba y sus labios se apretaban, aunque esto no implicaba ningún esfuerzo físico. Reciclábamos las tablillas empapándolas en agua, alisándolas y volviéndolas a usar. Para ella nuestras clases se convirtieron en una tarea extenuante, pero persistía, nunca se quejó; ni siquiera a solas conmigo. Mi padre no era muy exigente, pero tampoco hizo lo más mínimo para aliviarla.
Fuera de esto, los días y las noches transcurrían para nosotras en la gran placidez de la despreocupación. Cuando ya casi podría decirse que dominábamos lectura y escritura, repentinamente mi padre enfermó. Todo lo que sigue a partir de ese momento es una confusión en mi mente. Aunque la vida en la aldea siguió su curso, nosotras dos nos sentimos perdidas.
            Las últimas imágenes que guarda mi memoria son la de mi padre muerto, y la de Jari y yo despidiéndonos.
            Después, una noche oscura; y silencio.
 
            El transcurso de los años me volvió un poco escéptica con respecto a aquella etapa de mi existencia, que tal parecía un sueño. Me decía una y otra vez: «soy una persona normal, con una profesión que me hace sentir realizada, un hogar cálido, un esposo, una hija; y una persona normal no debe tener un pasado, podría decirse que primitivo, compuesto de pedazos y sombras».
            Una tarde entrando por azar en una librería, tuve la suerte de que en ese mismo instante sacaran a la venta, el tercer libro de una escritora de éxito que siempre me interesó leer, y de la que nunca pude conseguir un ejemplar antes, por lo rápido que se agotaban en el mercado. No encontraba nada significativo en el nombre de la autora, sólo la referencia al éxito obtenido. Pero cuando comencé la lectura, una brisa suave con un olor más que conocido y lejano, imágenes pobladas de tierra roja, rostros envejecidos, me asaltaron de repente como un huracán.
            Busqué ansiosa la editorial, al editor. Fue difícil lograr éste me concediera una cita. Tuve que insistir un sinfín de veces, casi acosarlo. Me llevó meses conseguirlo. Creo lo hizo más por el agobio ocasionado por mi insistencia, que por otra cosa. Me tomó por loca, pensando seguramente que, tal vez dándome la cita saldría de mí y ya no lo molestaría más. Haciendo acopio de paciencia me escuchó. Por supuesto no le di detalles, ni le mencioné el motivo real de mi ansiedad por encontrar a la escritora. Para él era una fans más medio trastornada y obsesiva. Por eso enseguida pensé mentía, cuando explicó la escritora publicaba bajo seudónimo; y ni él mismo conocía su verdadero nombre.
            –¡Pero eso no es posible! –protesté– ¡Usted es su editor!
            –La escritora quiere mantener el anonimato, y yo respeto eso.
            –¡Sí, no me diga! ¿cree que soy tonta y me tragaré tamaña mentira? ¡Tiene que conocerla, firmar contratos para publicar sus libros! –exclamé exaltada.
            –Lo hacemos a través de un mediador. Yo me ocupo de la publicidad. El guardar silencio sobre su verdadera identidad, no presentarse públicamente, en vez de ser algo negativo agrega el elemento del misterio, a su éxito como escritora.
            –No me convence. ¡Eso que dice es un disparate, no es posible lograr algo así! En estos tiempos los escritores viajan, dan a conocer su obra haciendo presentaciones, firman sus libros. Necesitan ese tipo de publicidad para obtener éxito.
            Casi me derrumbo en el asiento, me faltaba el aire, llevaba noches apenas sin dormir. Era evidente no iba a conseguir nada de aquel hombre. Me ofreció un vaso de agua que acepté, tratando de recuperarme.
            –Está bien –le dije cuando estuve un poco más serena–. Hagamos una cosa, le voy a dejar mi nombre y mis datos. Póngase en comunicación con la escritora, pregúntele si me conoce, si su respuesta es negativa, entonces damos por terminado este asunto, nunca más lo molestaré ni me volverá a ver.
 
            No demoró mucho en ponerse en contacto conmigo. Estuvo a punto de darme un síncope cuando me llamó para que acudiera lo más rápido posible a verlo. Lo hice ilusionada y emocionada, pero cuando entré en su oficina sufrí una decepción, se encontraba solo. Sin embargo, inmediatamente pensé alguna respuesta tendría que darme para hacerme ir con tanta premura.
            –Ella quiere verla, pero bajo sus condiciones.
            Iba a comenzar a saltar de alegría. Me detuvo su rostro serio. De pronto me sentí desconcertada.
            –¿De qué condiciones habla? –conseguí preguntar un poco nerviosa.
            –No vendrá a la ciudad para el encuentro, usted tiene que regresar.
            Quedé paralizada. «¡¿Cómo que regresar?!». Comencé a llorar inconsolablemente mientras él presuroso me ofrecía un vaso con agua, y un pañuelo para secar mis lágrimas.
            –No sé el camino… no sé regresar… nunca supe cómo llegué a la aldea. Era muy pequeña, y tampoco ni siquiera supe cómo llegué hasta aquí. Sólo que me acogió un matrimonio sin hijos, proporcionándome comida, abrigo, estudios, cariño. Antes de eso el pasado es un recuerdo confuso, fragmentos, imágenes. Aunque hay cosas que sí quedaron marcadas y vivas en mi memoria. El leer el libro provocó una explosión en mi mente juntando los fragmentos, las imágenes. Recordé nítidamente la aldea. Recordé a mi padre. La recordé a ella. Dígame que ya no vive en la aldea, dígame que no, porque no sé regresar… no sé regresar –pude decir casi desesperada, antes de comenzar de nuevo a llorar con la cabeza entre las manos.
            –Lo sé –afirmó él.
            Su afirmación tuvo el poder de controlar mis lágrimas. Despacio levanté la cabeza mirándolo sorprendida, viendo en su rostro una expresión de comprensión.
            –Te llevaré a la aldea –esta vez se dirigió a mí tuteándome, haciendo desaparecer la distancia mantenida hasta ese momento entre los dos–. Las condiciones son el guardar silencio, no revelar su existencia, ni la forma de llegar a ella. Somos pocos los que conocemos el camino y tenemos vínculos con la gente de allí. Tu padre los tenía.
 
            No me hice de rogar ante la atracción y posibilidad del regreso; y regresé.
            Allí estaba Jari, con el mismo misterio y los mismos encantos de su niñez, ahora marcada por la vejez inexplicablemente prematura predominante en la aldea. Se repitió el milagro de nuestro primer encuentro. Tomándome una mano hizo la siguiera hasta la entrada de una choza, ligeramente apartada de las demás.
            Adivinando mis pensamientos comenzó a reír a carcajadas, con aquella risa clara y burlona de su infancia. Esta vez no lo hizo sola, mi risa se unía a la suya sin poder ni querer contenerla.
            Ante mis ojos asombrados, se apilaban una al lado de otra infinidad de tablillas grabadas por su mano, cocidas al fuego para su conservación. Aquellas tablillas eran el original de los libros que hacían famosa a una escritora desconocida, atrapando al lector con el lenguaje común y parco de su pueblo, a la vez mágico e insinuante.
            Después de calmarnos, dejó oír su voz.
            –Promete que será nuestro secreto.
            Asentí con un movimiento de cabeza, sin embargo, no pude evitar hacerle la pregunta que tenía atorada en la garganta.
            –¿Por qué?
            Sonrió antes de responder.
            –Preferimos continuar viviendo así, alejados. No queremos traer la modernidad a nuestra aldea, ni ser absorbidos por ella, aquí tenemos todo lo que necesitamos. Queremos conservar nuestras tradiciones, nuestra esencia.
            –¿Tú también?
            –Yo también.
            A pesar de la confusión provocada por sus palabras, intentaba comprenderla.
            –¿Y el dinero producto de las ventas de tus libros? Con ese dinero podrías tener comodidades, vivir mejor.
            –Lo sé. Parte de ese dinero lo he utilizado en mejorar nuestros sembrados, y proporcionado algunas pequeñas comodidades dentro de las chozas de cada familia. El resto lo dono a instituciones dedicadas a ayudar a personas enfermas y desvalidas. Déjame terminar –dijo al notar que intentaba interrumpirla–. Soy feliz aquí, con mi gente, eso para mí es lo más importante, y esa felicidad es algo que no me puede dar ni la comodidad ni el dinero.
            Supe que sería inútil insistir, mucho menos intentar convencerla de abrazar otra vida que no era la suya. La quería y tenía que respetar su decisión.
            Sin hablar nos dirigimos al lugar donde antaño recibíamos las enseñanzas de mi padre. Nos sentamos bajo un árbol. Tal parecía nada había cambiado. Pero algunas cosas sí lo habían hecho. Él no estaba, y nosotras tampoco éramos las mismas. A pesar de eso, me daba cuenta que las dos teníamos mucho que agradecerle. Respiré profundamente llenando los pulmones de aire, disfrutando del conocido olor que traía de vuelta mi niñez.
            Miré a Jari. Sus ojos se perdían en la lejanía, quién sabe en qué distantes visiones, historias, ensueños.