ISRAEL MONTALVO -MÉXICO-
PÁGINA 41
La Condesa
Israel leyó una y otra vez aquel guion sobre la condesa, no era como recordaba esa historia, o como recordaba haberla escuchado. Ya habían pasado varios años desde el rodaje del cortometraje, la historia plasmada en ese corto distaba mucho de todo lo que escuchó sobre la condesa o, los relatos de esa leyenda, como lo hacía ese texto. Más bien, ese corto seguía la fórmula de películas como Halloween o viernes 13, en donde la condesa era el monstruo que persigue a un grupo de adolescentes que va matando despiadadamente, uno a uno. Cada versión de la historia que había copilado desde entonces distaba mucho de mostrar a la condesa como el ser espectral de ese corto. La mayoría coincidían en la locura de esa mujer y su eventual desaparición. Algo más cercano a un misterio que aun thriller de horror.
La primera versión que escuchó fue aquella donde esa mujer, la condesa, ante el engaño de su marido con una de sus criadas, había degollado uno a uno a los miembros de su familia. Lo había hecho a media noche, mientras todos dormían. La escuchó en la primera noche del rodaje en Miravalle, la hacienda donde ocurrió esa tragedia durante los tiempos de la colonia española, aunque no recordaba quien se lo dijo. Fue alguien del equipo de producción en uno de los descansos entre la grabación de las escenas en las que aparecía como “Rafa” el chico malo que metía a todos en problemas. Había una singularidad en esa historia que nunca pudo corroborar y vino después al conocer un rumor que iba de boca en boca por el pueblo, en el, su anfitrión había repetido la historia de la condesa, como si fuese una maldición familiar, un círculo que en cada cierta generación se repetía, en ese rumor el amanerado y amable dueño de la hacienda había sido el homicida de su padre. Eso había ocurrido diez años antes del rodaje, a ese hombre lo encontraron amordazado y degollado en su automóvil, a unos kilómetros de la hacienda, con un detalle que volcó el chismorreo al hijo aunque nunca se corroboró nada, y es que al muerto le habían cortado el rabo y se lo habían metido en la boca, como si fuese un ajuste de cuentas entre un violador y su víctima.
Tenía un tiempo sin verla, Ana, era radiante y algo desquiciada como lo había sido desde esa primera vez que la vio en el castings del corto, de eso habían pasado ocho años, la única diferencia que poseía de aquel entonces era su cabello, era más corto, de ahí en fuera, era exactamente igual, como si el tiempo hubiese pasado de largo sin tocarla. Se encontraron en la presentación de un libro de un amigo en común, y terminaron en un bar hablando sobre ese corto, y de todas esas historias que corrían como un mito por debajo de lo que fue plasmado en ese cortometraje.
Ella era un personaje singular, parecía extraviada en sí misma, a veces distante, siempre con un cigarrillo a la mano y una sonrisa sombría. Ana recordaba las cosas de otra forma, al grado de parecer otra historia, eso era algo que le había fascinado a Israel, siempre lograba darle otro matiz a una historia que tanto conocía. En aquel entonces ella interpretó a la condesa, era como ver a Eva Green poseída y dispuesta a devorarte en esa ropa salida de una pesadilla colonial, tenía un enorme parecido con esa actriz, podría decirse que era casi su doble.
Después del rodaje ellos tuvieron su historia, no fue algo que durara demasiado, pero nunca terminaron realmente y cada encuentro quedaba con la promesa de retomar aquella época, como era esa noche en el bar. Hablaron del rumor del hijo, ninguno sabía que había pasado con él después del corto, como si le lo hubiese tragado la tierra. Era un misterio como lo era la condesa, la mujer que mató a su familia y se esfumó de la faz de la tierra dejando sólo la hacienda de Miravalle como único vestigio de su existencia.
—¿Siete legiones demoniacas? —Ana echó una carcajada involuntariamente, se contuvo y le dio un sorbo a su cerveza —. Esa versión no la había escuchado.
—No es de las más conocidas, viene en un libro que copila varios relatos de la época del virreinato. —dijo Israel y añadió —. Tiene un final santurrón, “la riqueza corrompe”, algo así. Según leí, era lo que les decían a los niños en el catecismo en Compostela para que no fueran a meterse a la hacienda.
—Deberíamos darnos una escapadita —propuso Ana —. Me gustaba la hacienda. Era enorme.
—Creo que está deshabitada desde que desapareció el dueño —le dijo Israel —. Nadie supo que pasó con él.
—Me dijo Erik que ahora le pertenece a uno de sus sobrinos, pero no se atreven a vivir ahí. No la quieren vender, y tampoco quieren estar ahí.
—¿Tienes planes para este fin? —Preguntó Israel, medio en broma, medio en serio.
—Esta noche estoy libre. Y quizás mañana —Ana se bebió su cerveza y pidió otra.
Terminaron en la habitación de un hotel y por la mañana después del desayuno iniciaron la aventura. Fue algo espontaneó, una ocurrencia que no se tomaron muy en serio, hasta que se subieron en el autobús rumbo a Compostela, el pueblo en donde se encontraba la hacienda de Miravalle. En menos de dos horas estaban ahí. Compostela era muy pequeño, lo podías recorrer a pie en menos de una hora. La hacienda colonial se mantenía cerrada y en aparecería descuidada, al menos lo que se alcanzaba a ver desde sus enormes portones. La idea era tratar de echar un vistazo adentro, ir a comer a algún lugar y regresar entrada la tarde, ese pueblo estaba a lo mucho a dos horas de la ciudad, por lo que no debían batallar para volver.
Israel se encontraba intentado abrir la puerta principal, Ana vigilaba que nadie los viera, la calle era un desierto a mediodía. Cuando la cerradura cedió y estaban por introducirse una pequeña figura salió de la abertura del portón.
—No deberían estar aquí. —Dijo.
Se quedaron mudos ante aquel esperpento. Físicamente parecía estar entre los doce o catorce años, pero su voz y su mirada eran las de un hombre viejo. Vestía harapos y caminaba cojeando. Israel recordaba haberlo visto, no sabía si fue en el pueblo, ese día o hace años durante el rodaje, esa suposición lo desconcertaba.
—Sólo queríamos dar un pequeño vistazo —dijo Ana, honesta —. ¿Tú cuidas aquí?
—Se puede decir que sí —dijo, luego los vio de pies a cabeza —. ¿Ustedes son los del corto, verdad?
—Sí, ¿lo viste? —Preguntó Ana interesada, aunque sorprendida. Había pasado años de la grabación, el corto tuvo cierta fama, pero aquel chico no debía estar en edad para conocerlo.
—Leonor me contó sobre él. Porque no entran, creo que le agradara verlos.
Aquel niño se metió de nuevo a la hacienda, ellos dudaron en seguirlo, pero ya estaban ahí. ¿Qué podían perder? Al entrar notaron que la hacienda no mostraba ningún deterioro, como si el tiempo nunca hubiese llegado, no parecía ser el mismo lugar que se divisaba desde afuera. Una mujer se encontraba en la entrada a los interiores, vestía de negro y su rostro era tan pálido como el marfil. Los miraba fijamente y les dedicó una sonrisa que les heló la sangre.
—Ellos son los del corto, Leonor —dijo aquel pequeño ser, que ya no era un niño, ni un hombre. Su piel era escamosa como un reptil, ya no estaba cubierto por harapos, andaba desnudo, balanceándose como un mono, y su rostro se había deformado, simulaba una herida abierta de la cual salía una hilera de dientes, sin ojos ni nariz, solo una boca transversal que atravesaba de arriba abajo donde debería haber una cara.
—Debéis ser la condesa y vos Rafa —dijo ella con una voz espectral —. Deberías traer el ajenjo, Asmodeo, para la visita.
El demonio fue por su encargo.
—Hola… —Ana se trabó al intentar saludar.
—Leonor —dijo la mujer a completando la frase. Se dirigió hacía un sillón que se encontraba en lo que era un recibidor previo a la entrada principal de la casona. Israel reconoció ese nombre, se lo había topado en cada relato sobre la condesa.
—¿Usted habita aquí? —a Israel las palabras le salían tan formales y rígidas.
—Siempre lo he hecho —corrigió ella, mientras lo miraba a los ojos fijamente, le provocó un escalofrió y se limitó a esquivar su mirada.
La criatura deforme volvió con una botella de ajenjo y tres vasos que dejó en la pequeña mesita de estar que estaba frente al mueble. Leonor se sirvió una copa y le extendió un vaso a Ana, el cual llenó casi hasta el tope, torpemente. El ajenjo tenía un tono amarillento, no parecía algo que en verdad se debería beber. Ana le miró detenidamente y dudo en darle un trago. Tomó valor y lo bebió sin saber porque lo hacía. Su paladar se confundió, era una oleada de sabores y sensaciones que repentinos bailaban sobre su lengua. Se sintió eufórica, a la vez relajada. Levantó la vista para encontrarse con la mirada de Leonor, quien disfrutaba de esa confusión.
—¿Les gustaría comer algo? —La afeminada voz de quien alguna vez fue su anfitrión, en los tiempos del corto, le provocó un escalofrió que recorrió la espina dorsal de Israel, de arriba abajo en una oleada intermitente. Lo vio salir de la puerta principal con una gran sonrisa, era tan amable como escalofriante con esos ojos que no se podían fijar en nada, su mirada se perdía como la de un ciego, aun así, sabía que estaban ahí, esa sonrisa era dirigida a él. A Israel le dio la impresión de que ese hombre era como una prenda vieja escondida en los confines de un armario y sólo sacada cuando era necesario, ¿Cuántos años llevaba ahí esperando poder salir por aquella puerta?
—Tenemos un estofado que Asmadeo cazó esta madrugada en las penumbras de la existencia, es un alma joven, de un suicida tormentoso. —El amanerado anfitrión se llevó los dedos a la boca para terminar en un ademan —. Está de rechupete.
—No creo que puedan apreciar tu cocina —interrumpió Leonor —. Todavía pertenecen al otro lado.
Leonor dirigió una mirada al portón que separaba el interior de la hacienda del pueblo. Lo hacía con cierto desprecio, y sin apartar la vista le indicó a Israel —. Deberías beber el ajenjo.
Ella le acercó un vaso. Israel dudó, pero no pudo negarse ante la mirada intimidante de Leonor.
—No le hagas el fuchi —le dijo su anfitrión, con esa voz afeminada que se había vuelto más aguda, casi chillante —. Es una protección, como un lubricante para la mente. Para, digamos, no enloquecer.
Una oleada de sensaciones lo inundó, todas actuaban al mismo tiempo, iban y venían, a pesar de todo, Israel se sentía en control, de su cuerpo, de lo que ya no era, o lo que podría ser.
Asmadeo abrió de par en par las dos enormes puertas que conducían al interior de la casona. Los invitó a pasar con una reverencia, lo que se divisaba desde el recibidor poseía un color rojizo como el de un hígado crudo y expuesto, un olor dulzón inundó sus narices, era indeterminable y a la vez los relajante. Ana e Israel se tomaron de la mano, por instinto, si un motivo aparente, sin siquiera pensarlo, era una caricia que emergía y los unía como nunca antes, un lazo entre dos almas ante los confines de lo inhabitado. Dieron el primer paso después de sus anfitriones, a los que siguieron a las entrañas de aquella hacienda.
Habían pasado una hora después del amanecer y el primer camión a la ciudad acababa de recoger a Israel y Ana de Miravalle. Se sentaron en los asientos traseros del camión, lo más lejos de los demás pasajeros, sus manos aún seguían entrelazadas, unidas como un nudo perpetuo, desde la ventana de sus asientos veían el horizonte, apenas iluminado por los primeros destellos de un día que parecía sería hermoso, el cielo se perdía en un tono anaranjado, que lo cubría todo. Ellos seguían en silencio, no habían pronunciado palabra desde que estaban en ese recibidor, y no ocupaban hacerlo más. No entre ellos. Ahora estaban unidos más allá de esta vida y otros tiempos, fue una noche donde caminaron entre sombras simulando sueños para despertar en sus cuerpos, sin rastros de sus anfitriones ni de vida alguna en la entrada de esa hacienda. Habían sido recibidos como viejos conocidos por aquello que una vez interpretaron, aunque lejanos a ese mito que se reproducía de tantas formas a través del tiempo, eso los había unido a los habitantes de esa hacienda, que los aceptaban como una extensión de su historia, aunque solo era un esbozo de lo que alguna vez fue.
Ana acomodó su cabeza sobre su hombro, él la miró a los ojos y ella le dedicó una breve y cálida sonrisa.
El camión se alejaba de Miravalle, y Asmadeo se paseaba por el pueblo como el chico que los recibió a la entrada de la hacienda. Veía como se perdía el camión en el horizonte hasta convertirse en una mancha borrosa como el reverso de un pulgar.