PUBLICACIÓN ANEXA DE LA REVISTA LITERARIA TRINANDO - DIRECTOR FUNDADOR: MARIO BERMÚDEZ -COLOMBIA- EDITOR MÉXICO: ABRAHAM MÉNDEZ  -  EDITOR COLOMBIA FRAN NORE

CARÁTULA GENERAL DE
TRINANDO

 

MARIO BERMÚDEZ

 

CARLOS AYALA

 

ABRAHAM MÉNDEZ

 

 

NÚMEROS EN NUESTRO DOMINIO PROPIO

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

NÚMEROS EN EL DOMINIO
DE DEPORTIBOG

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LEA EN ESTA SOLAPA:

2

 

III

 

-Un hombre lo espera a la entrada del campamento, mi teniente.

-¿Qué hombre, soldado?

-Dice ser sacerdote.

-¿Qué sacerdote?

-El párroco del pueblo, mi teniente.

El teniente Bocanegra despertó del letargo de aquel día caldeante.

-¿El párroco? -pregunta, queriendo cerciorarse del informe.

-Sí, mi teniente -contestó el soldado firmemente, erguido como un roble, con el rostro petrificado por el cúmulo de compunciones insospechadas.

“Será bueno hablar con el curita”, pensó el teniente Bocanegra.

-Soldado, acompañe al cura hasta mi presencia, ordenó.

El soldado taconeó sus botas desgastadas. Giró. El teniente Bocanegra volteó a mirar hacia donde permanecía Miguel Alférez atado a un árbol bajo el sol vapuloso.

- ¡Martínez! -llamó.

Al instante otro soldado, como si fuera el mismo de antes, apareció enfrente del oficial.

- Qué ordena, mi teniente?

-Desaten rápidamente al prisionero y llévenlo, de inmediato, a una de las tiendas.

-Como ordene, mi teniente.

Es como si el tiempo se hubiera detenido en una repetición ineludible: El soldado taconeó sus botas desgastadas. Giró. El teniente Bocanegra volteó a mirar hacia el lugar donde creía que aparecería, de un momento a otro, el padre Segundo Benedicto. Tomó respiración y quiso aparecer sosegado ante el religioso. Entonces vio al padre Segundo Benedicto caminando acompañado por el soldado. Un vaho de calor insoportable se levantó desde las entrañas de la tierra. El sacerdote vestía con una camisa de color claro, a cuadros casi imperceptibles, un bluyin desteñido y unas botas amarillas, de obrero. “No parece un cura -pensó el teniente-, veremos con qué nos sale”.

El padre Segundo Benedicto apareció ante el teniente Bocanegra con el rostro bruñido por la seriedad. El acoquinante calor de aquella tarde no parecía hacer mella alguna en el sacerdote. En cambio, el teniente Bocanegra tuvo que desabotonarse otro ojal de la camisa camuflada, y se bajó más el sombrero de campaña para procurarse un poco más de sombra sobre el rostro, y evitar, a la vez, que lo pudieran ver directamente a los ojos. El militar se anticipó con un tono hipócritamente fingido.

-¿En qué puedo servirle, padre? ¿Es usted padre? -preguntó ofensivamente, pero el padre Segundo Benedicto no se inmutó.

-Soy sacerdote. ¿No parezco serlo?... Siempre me pasa lo mismo. La sotana no  me importa, teniente, además con este clima.

-Pero hay sotanas blancas y de lino, “padre”.  Pero, óigame, a mí no debería importarme este uniforme que llevo con orgullo y con honor - atacó el teniente Bocanegra.

Entre los dos hombres ya se había plantado una  lucha tenaz, de gladiadores.

-Sin el uniforme nadie sabría que usted es la “autoridad” -se defendió el padre Segundo Benedicto.

-A usted nadie le creerá que es cura, necesita sus ornamentos sagrados para predicar.

-Para predicar en el templo, uso el alba… cuando no está haciendo mucho calor, teniente. Para hacer lo que hago, no necesito de un uniforme… Pero, teniente, no he venido a discutir sobre las vestimentas, sino a platearle algo más apremiante.

-No sé qué es lo que desea, padre -mintió el militar.

-Deseo saber, ¿por qué motivo ha detenido a Miguel Alférez, teniente?

-Perdone, padre, pero -el teniente Bocanegra finge una cordialidad inexistente-, pero a mí se me vería muy mal interviniendo en su confesionario. Por lo tanto, padre, le pido encarecidamente que no intervenga en los asuntos militares, que a usted de ninguna manera le incumben.

El padre Segundo Benedicto se sintió invencible.

-No nos engañemos, teniente: ustedes entran a los templos y sacan feligreses a punta de palo y a punta de fusil, y… disparan, muchas veces contra los sacerdotes. Entonces, ¿de qué se queja, teniente? Sé que mi integridad física corre peligro, siempre ha corrido peligro, y no habrá faltado la oportunidad para que los sicarios de don Adán Bahamontes quieran atacarnos. Pero, teniente, quiero que sepa que no tengo un fusil, pues no lo necesito, porque tengo la verdad, y la verdad no se mata, pero ella vence la injusticia.

El teniente Bocanegra se incorporó ofuscado.

-Le advierto, padre, que me está ofendiendo, que está ofendiendo, a la vez, el honor del ejército. No quiero discutir con usted de nada, no me interesa discutir con usted  de nada. Y ya que pide información sobre Miguel Alférez, le comunico que ha sido detenido porque se le sindica de rebelión y sedición. “De rebelión”, ¿le parece poco, padre?

-Claro, don Adán quiere salirse con la suya, pero no podrá. Todo esto es una canallada, teniente, y en nombre de la justicia divina, le pido que suelte a Miguel Alférez, porque contra él se está cometiendo una injusticia, una arbitrariedad.

-No permito que me den órdenes, padre. Quien manda aquí, soy yo, y sabré qué es lo que hay que hacer. Y sepa, padre, que su “justicia divina” me importa un bledo cuando el país está en peligro. No permitiremos que este territorio se infeste de subversivos que lo único que quieren es acabar con la paz y la tranquilidad del lugar. Sobre ese hombre que usted tanto defiende pesa una acusación grave, y el tendrá que responder por eso; se le investigará debidamente.

-¿Quién lo investigará?

-Yo, padre, soy juez de primera instancia.

El padre Segundo Benedicto movió la cabeza en señal negativa, intentó responder diciendo: “usted es solamente un militar y no un juez”, pero prefirió tragarse las palabras en el preciso momento en que iba a despacharse con todo.

-Es más, padre -continuó el teniente Bocanegra-, usted mismo es sospechoso de confabularse en contra de la legalidad, pero, afortunadamente, se esconde entre su dignidad sacerdotal, que por lo que estoy viendo no merece. Todos saben, y sabemos, que usted es un cura de Golconda. Puede decirse cura, pero no actúa como tal. ¡Los militares para ser militares debemos actuar como militares!

En las frases del teniente Bocanegra había una explosión de súbita cólera, mientras el padre Segundo Benedicto permanecía apacible, tal vez sonriendo intrínsicamente del azoramiento del militar.

-Sé que no puedo darle órdenes, teniente, usted está para servir, a igual que yo, solamente que servimos a dos causas diferentes: usted, a los poderosos y yo, a los humildes. Por eso no nos podemos entender.

-No nos podemos entender porque usted es simplemente un cura revolucionario -interrumpió con el rostro enrojecido el teniente Bocanegra.

-Será inútil explicárselo, teniente, y es más inútil cuando usted no querrá comprender, pero le diré: soy sacerdote de Cristo, porque sigo al Maestro en el sufrimiento y en el amor al prójimo. Pero para que haya ese amor verdadero se debe luchar contra toda injusticia. Dios no quiere ver a sus hijos esclavos de los hombres más poderosos. Usted mismo es víctima de todo esto, no lo entiende, no lo entiende, no lo quiere entender, pero es también una víctima. Soy sacerdote no de sotana, no de ornamentos, de falsos pundonores, soy sacerdote de Cristo, y usted se dice cristiano… no más se dice. Y no estoy contra los ricos, sino contra su injusticia. Soy sacerote que clama justicia, que pide pan para el hambriento, techo para el desposeído y consuelo para el afligido. Si eso es revolución, ¡que viva la revolución! Por eso hago lo que hago, me enfrento a lo que sea con tal de que la injusticia no siga golpeando a los humildes, y no hay pecado más grave que la explotación inmisericorde a base de la violencia y de la sangre. Y si hay humildes que de repente empuñan las armas, lo hacen porque se defienden, porque no les queda más camino, y todo porque son provocados por el estrépito de las armas de los poderosos. ¡No tolero la violencia, pero tolero menos la injusticia!

De repente el teniente Bocanegra pareció despertar repentinamente. Y un grito furibundo escapó de la garganta del militar.

-¡Habla usted como un guerrillero!

El padre Segundo Benedicto miró con más compasión que reproche al oficial.

-No sé ni cómo es un arma… estaba en el seminario. Tampoco estoy justificando la violencia, porque no es justa, venga de donde viniere. Pero, lamentablemente, los poderosos siembran vientos para cosechar tormentas, generan violencia para hacer la guerra. Este régimen injusto, oprobioso y corrupto se impone por medio de la violencia, no acepta el entendimiento y mucho menos la justicia, no entiende de comprensión y solamente sabe de avaricia, y contra eso predica el verdadero cristiano, porque la vida del verdadero cristiano es “paz, justicia y amor”, tres palabras mágicas que enseñan toda la verdad del Evangelio, y que si se practicaran, se vivieran plenamente y se gozaran con entereza, harían de nuestras vidas un verdadero paraíso en donde en cambio de guerra habría justicia, en donde en cambio de avaricia, habría amor y en donde en cambio de opresión, habría justicia. ¿Es todo esto malo, teniente?

El militar parecía obnubilado por una fuerza superior a su temperamento bagual e indomable. Permanecía con los ojos abiertos sin sentir la intensidad del día. El padre Segundo Benedicto continuó grande e ineluctable.

-Si los poderosos tuvieran algo de entendimiento, entonces si les sería lícito juzgar como juzgan. Pero no, solamente les interesa protegerse, denigrar, acabar con los humildes que no corresponden a sus intereses mezquinos. Se escudan en su poder, en sus armas. Se crean guerrilleros y no necesitados a quienes hay que ayudarles para que tengan una vida digna. La rebeldía se llama, entonces, estómago vacío, enfermedad, ignorancia, marginamiento, intolerancia y, ante todo, injusticia. ¡No es otra la rebeldía! Y ésa no se mata con fusiles, teniente, se mata con justicia y amor; se vence con caridad. ¡Antes que la riqueza mundana, está la riqueza del espíritu! Jamás empuñaré un fusil, no lo empuño, porque mi única arma es la palabra del Evangelio, que no mata, sino salva. Mi valentía no se expresa a través de un fusil, sino a través del amor al prójimo más necesitado y de mi odio a la injusticia. ¡Ser sacerdote no implica ser cobarde ni ciego!... Por eso, teniente, exijo que se libere de inmediato a Miguel Alférez, eso es un acto de justicia, el muchacho no ha cometido ningún delito, lo único que ha hecho es reclamar justicia ante don Adán Bahamontes…

El teniente Bocanegra despertó de golpe.

-¡No me dé más sermón, no me importa su sermón, y ahórrese las palabras para el púlpito!

-Está bien, teniente, no le diré nada más, porque usted fue preparado para jamás entender. Sólo sabe obedecer y mandar. Pero, le advierto, si no libera a Miguel Alférez habrá problemas…

-¿Me amenaza? ¡Qué desfachatez! Recuerde que quien manda aquí soy yo, yo, y nadie más, aquí en el campamento y en toda la jurisdicción. Y si sigue jodiendo “padrecito”, a usted también le puede caer la ley encima.

El padre Segundo Benedicto se impuso retador.

-Adelante, teniente, aquí están mis manos. Cristo también las ofreció para redimirnos de los injustos y de la injusticia. No tengo miedo a que me aprese, antes mejor, lo recibiré con orgullo, pero lo que no me enorgullece y me duele es que tenga preso a un hermano…

El teniente Bocanegra se retorció inconscientemente de pies a cabeza. Una vacilación interna y descomunal lo invadía. Sin embargo, el militar recurrió a la estratagema del aplomo angustioso para no perder aquella batalla contra el religioso.

-Aquí todos, hasta usted, serán investigados. No permitiré un pueblo de harapientos convertido en un foco de subversión. Ya me doy cuenta que lo que me ha informado don Adán Bahamontes es verdad. Usted es el culpable de todo lo malo que está sucediendo en este pueblo.

-No hay más culpables que los que practican la injusticia en contra de sus hermanos -interrumpió el padre Segundo Benedicto.

El teniente Bocanegra sintió una ola de indignación. El religioso se había propasado de los límites. “Ya mismo podría echarle el guante, pero para él será peor esperar; así que no le daré gusto a sus provocaciones”, pensó el oficial, dándose consuelo en sus malignas ideas.

-Padre, quiero que se largue de una vez por todas, su sitio es la iglesia, rezando y no incitando a la gente para que se ponga revoltosa, ataque a los de bien, pervierta el orden y desconozca a  la autoridad legítima de la patria. Usted está para dar misa, rezar, dar la comunión y todas esas vainas… no ha debido meterse en política, porque la política para quienes no son políticos, mata. ¿No ha escuchado al Santo Padre? “Nada de política para los curas”. Es una verdadera lástima que la Santa Madre Iglesia no tenga castigo para los curitas rebeldes… si fuera en el ejército: “concejo de guerra y al paredón, ahora que estamos en estado de emergencia nacional”. Así se acabarían todos los problemas, pues “muerta la perra, acabada la sarna”.

El padre Segundo Benedicto apenas sonrió.

- Se ve que usted es un buen militar - dijo.

“Aunque un muy mal hombre”, pensó.

-Es usted un mal cura, un cura despreciable -respondió el oficial, y eso que no había adivinado el pensamiento del sacerdote.

-Le recuerdo que se están violando todos los procedimientos legales y judiciales con Miguel Alférez, por eso debe liberarlo inmediatamente.

-Estamos en estado de emergencia nacional, y por lo tanto esas pendejadas no existen -dijo el teniente Bocanegra.

-Me imagino que no querrá verme acompañado de mis hermanos clamando justicia para el muchacho.

-¡Vaya al Diablo! Es mejor que no se le ocurra tal cosa… hace días que mis hombres no cazan ni una tórtola. Usted será responsable de lo que pueda pasar, padre.

Por primera vez, durante el encuentro, el padre Segundo Benedicto miró al militar con desprecio, pero al instante retornó a su actitud de mansedumbre. No se dejaba vencer por los ignominiosos ímpetus del instinto y de la soberbia. Sin decir nada más, dio media vuelta y se retiró.

Los dos hombres no se despidieron. El religioso desapareció raudamente, haciendo trotar al soldado que lo escoltaba. Entonces, el teniente Bocanegra sonrió maligna y desdeñadamente.

 

 

IV

 

La noche cayó inevitable, con sus sombras despegadas como telarañas desde el cielo. El campamento estaba sórdido. Los centinelas parecían monigotes de sombra. El ruido del campo, grillos y luciérnagas, búhos y pájaros nocturnos, se extendía como un pegamento, absorbiendo la claridad en el oscuro espejo. El agua del río chocaba con un apacible canto contra las rocas sedentarias. ¡Rocas sedentarias y aguas nómadas! El mundo parecía tan calmado, que era imposible creer  que estaba en guerra por doquier… una guerra larga, perenne e invencible que cegaba a caudales la vida de los contrincantes enfurecidos y desesperados. Era la guerra en donde los conocidos la fraguan para que los desconocidos se maten entre sí.

El teniente Bocanegra estaba entre la hamaca fumando un puro. En su cerebro había una inquietud desbordante, lo mismo que en las estrellas, palpitantes y diáfanas. El militar recordaba como saetas de fuego metidas en su cerebro las palabras del padre Segundo Benedicto. Y aunque trataba de impedírselo, una feroz lucha interna se planteaba en sus cavilaciones. No lograba entender el arrebol de sus sentimientos en aquel instante. Muy dentro sentía la culpa de algo grave, pero recordaba las enseñanzas de la academia militar. “Valor, antes que todo” “Valor sin vacilación” De repente se sintió cobarde, pues estaba sumido en los remolinos trágicos de la vacilación. “Esto no es propio de un militar con honor” “Hay que hacer lo que hay que hacer” Sin embargo, la figura del padre Segundo Benedicto parecía ondular entre la noche, era  como un fantasma de remordimiento que le acechaba inclemente. Jamás había escuchado, metidas entre sus orejas, unas palabras tan serenas pero tan contundentes, y mucho menos que le fueran a mover los sólidos cimientos de su temple militar, hasta ahora invencible entre los torbellinos de la vida. “Palabras”, pensó. Entonces pensaba en otras cosas, pero, sin querer, el encuentro aquella tarde con el religioso volvía a revolcarlos sin conmiseración alguna. “Se me están achicando los cojones”, cavilaba con inquietud a la que le era difícil sobreponerse. Pero de nuevo la tormenta de algo interno le sobrevenía. La curiosidad de saber algo, de poder pensar, al fin, sobre algo, lo hacían gatear entre las ideas. Trataba, por momentos, de averiguar en dónde estaba la verdad del Evangelio que el sacerdote predicaba y practicaba con tanto ahínco. De repente la imagen de Jesús agonizante al lado de los dos ladrones parecía afligirle intensamente, parecía ponerlo en duros aprietos ante la evidencia de una flaqueza del deber. Y las palabras de justicia, amor, caridad, virtud, bondad, salvación, parecían desfilar como ovejas rutilantes en la oscura noche de las disertaciones que no quería. Se sorprendió de la convicción con que el padre Segundo Benedicto actuaba y hablaba, y hasta se lamentaba al pensar que el religioso no estaría hostigándose por los huracanes de la duda, como le sucedía a él en aquel momento. Pero algo más recóndito e inhumano le prohibía el acceso a las puertas que daban a la luz de la razón. Por so saltó de la hamaca, arrojando con virulencia el cigarro encendido al piso, estrujándolo con las botas brillantes, casi nuevas. De pronto una idea luminosa cruzó por el cerebro de su cerebro. Sus ojos centellearon, mezclándose súbitamente con el titilar de los luceros. “Ya sé cómo distraerme”, pensó.

-Peruco y Salgado, presentarse rápidamente - gritó.

Al momento, dos soldados agitados y con hambre secular aparecieron enfrente de él, taconeando con fuerza vertical sus botas desgastadas y diciendo al unísono: “A la orden, mi teniente”

-Acompáñenme hasta donde está el prisionero.

-¡Como ordene, mi teniente!

Las sombras se deslizaron entre la noche, rumbo a la tienda en donde Miguel Alférez estaba prisionero.

-Muchachos -decía con acento fraternal el teniente Bocanegr -, es justo que se diviertan, por eso esta noche quiero que haya diversión.

Había una convicción tan familiar y poco cotidiana en el oficial, que los soldados se miraron entre sí desconcertados. Podían presentir qué era lo que su superior deseaba hacer, pero no lograban entender el por qué en aquel momento su inesperada y repentina amabilidad. El teniente Bocanegra parecía que encontraba un gozo munífico en la acción mediata, que lo hacía olvidar de su grado militar.

De repente el teniente Bocanegra se detuvo, un repentino pensamiento lo había asaltado. “Me parece que es una misión con mucha gente para lo que hay que hacer.” “La cosa es grave, pero no como para instalar un campamento con más de veinte hombres.” “Bueno, de todas formas es más tranquilizante que estar en las montañas del norte en plena guerra.” “Uno también se merece sus vacaciones.”

Los soldados se habían detenido también, sin comprender qué le sucedía a su mando superior. El teniente Bocanegra pareció despertar.

-¡Adelante, muchachos!

Entraron a la tienda y pudieron ver a Miguel Alférez sentado en un taburete, esposado y custodiado con celo imbatible por un soldado de mirada pusilánime. Cuando el soldado guardián sintió la tropelía de sus compañeros, movió las manos sobre el rostro apartando con prisa la somnolencia definitiva.

-Es mejor interrogar al prisionero, pues no demorarán en solicitar el informe de la capitanía de provincia.

Miguel Alférez levantó el rostro. Estaba inquieto y disimuló atinadamente el miedo.

-Espero que no vaya a dar problemas, es mejor que coopere con el ejército. -le dijo el teniente Bocanegra en tono convincentemente sarcástico.

-No sé qué es lo que quieren de mí. Yo no he hecho nada malo - contestó el prisionero.

 ¿Sabía que el curita del pueblo vino a abogar por usted? Claro que de nada le servirá, porque él mismo es uno de los que estamos buscando. Ya habrá una oportunidad clara y un buen motivo para echarle mano al reverendo.

-¿El padre Segundo Benedicto vino hasta aquí? -preguntó Miguel Alférez, sorprendido.

-No se haga el imbécil, jovencito. Y ahora queremos saber sobre las actividades que usted, claro que bajo las órdenes del cura, organiza para subvertir el orden público. También le recuerdo que está acusado de intentar formar una célula guerrillera en la región.

Los ojos de Miguel Alférez se desorbitaron como planetas errantes y en convulsión.

-¿Quién lo ha dicho? ¡Eso es mentira, mentira, teniente! -gritó.

El oficial se volteó hacia uno de los soldados, quitándole el fusil. Con la cacha del arma golpeó fuertemente el vientre del prisionero. Un grito desgarrador escapó invadiendo sin dilaciones la noche.

-¡No grite, no grite, cabrón, lo que quiero es que hable!

Miguel Alférez se apaciguó, comprendiendo que estaba en un gran aprieto.

-Pero no tengo nada qué decir, teniente. Es mentira esa acusación. Lo único que he hecho es protestar en contra de las injusticias que don Adán comete… Nada más. Hubo un movimiento de protesta, pero jamás he empuñado un arma, créamelo, señor.

-¡No! Eso es falso. Hay acusaciones concretas contra un grupo que parece estar dirigido materialmente por usted e intelectualmente por el cura. Esos bandidos han asaltado en repetidas ocasiones las propiedades del señor Bahamontes.  Y yo se lo creo a él porque es un ciudadano de bien que respeta la ley, la autoridad y al gobierno legítimamente constituido. Así, mi querido joven, que esto está para usted más complicado de lo que piensa. Y recuerde que estamos en estado de emergencia nacional. Es mejor que confiese sus actividades, que nos dé nombres y que denuncie a sus secuaces.

-No único que hemos hecho es reclamar nuestros derechos. Nos han esclavizado prácticamente…

Un nuevo golpe del teniente Bocanegra hizo calmar al prisionero.

-¡Silencio! No quiero oír más sermones de comunistas. Ya escuché uno del cura que le puede salir muy, pero muy caro. Conteste únicamente lo que le pregunto. Quiero nombres, nombres una descripción detallada de los hechos. ¡Quiero su confesión!

-Pero, teniente.

-¿No quiere hablar por las buenas? -indagó el teniente de forma iracunda.

-Ya se lo he dicho. No conozco a nadie que haya robado a don Adán. Es más, no sabía que lo habían robado. Eso lo ha inventado él para desquitarse de nosotros. Todo es mentira. Y el padre Segundo Benedicto no tiene que ver nada de nada. Él solamente  predica el verdadero evangelio, el de los pobres.

El joven recibió un golpe mucho más contundente.

-Ya sé que el “evangelio de los pobres” es el “catecismo comunista.” Eso es. Él ya me lo ha dicho por sus propias palabras. Usted no necesita darme buenas recomendaciones de un cura como ese. El culpable es usted porque se ha dejado convencer, porque ha seguido al pie de la letra los consejos de ese hombre. ¡Ya le dije que deseo la verdad!

El cerebro de Miguel Alférez era un mar de convulsiones inexplicables. No entendía que, de todas formas, estaba irremediablemente perdido.

-Hable, quiero que hable, pero únicamente lo que yo quiero que “usted hable”. No quiero explicaciones de ninguna índole, pues solamente deseo su confesión. Haga de cuenta que soy su amigo el “curita”. Confiéseme todo.

-Pero, teniente…

-¡Soldados!

-¿Qué ordena, mi teniente? -contestaron al unísono.

-Desaten y desnuden al prisionero.

Ojos de inmenso pavor en Miguel Alférez.

-¡Como ordene, mi teniente!

Aquella horrible noche sacaron a Miguel Alférez  completamente desnudo de la tienda, lo ataron de un árbol, lo azotaron sin piedad alguna, hasta que la sangre brotaba de sus espaldas como borbollones de infamia y perversión. Le quemaron el vientre y los testículos con colillas de cigarrillo encendidas. Luego lo llevaron hasta el río en donde lo sumergían durante infinitos minutos para que sintiera la angustiosa situación del ahogo, pero el prisionero no tenía nada más qué decir. Ni siquiera poseía en aquellos abyectos instantes la capacidad de imaginar una historia. Y si lo hubiera hecho, las consecuencias hubieran sido más funestas. Agotado, casi sin sentido, lo llevaron a la tienda, después de una larga diversión de tortura.

El teniente lo miró altivo.

-Espero que esto le haya servido para refrescarle la memoria, y que, ojalá, mañana ya pueda hablar, porque si  no, el asunto será peor  -suspiró amenazante y siniestro el teniente Bocanegra, mientras pensaba que ese miserable era más anodino que cualquiera, pero que de todas formas era un tema de insólita diversión.

Miguel Alférez levantó impotente y agónico el rostro. Sus ojos empequeñecidos, rojizos, lanzaban destellos de odio.

-¡Hijueputas!-dijo con voz apagada.

El teniente lo miró burlón.

-Después veremos cuál es el hijueputa que ni siquiera ha debido nacer.