PUBLICACIÓN ANEXA DE LA REVISTA LITERARIA TRINANDO - DIRECTOR FUNDADOR: MARIO BERMÚDEZ -COLOMBIA- EDITOR MÉXICO: ABRAHAM MÉNDEZ  -  EDITOR COLOMBIA FRAN NORE

CARÁTULA GENERAL DE
TRINANDO

 

MARIO BERMÚDEZ

 

CARLOS AYALA

 

ABRAHAM MÉNDEZ

 

 

NÚMEROS EN NUESTRO DOMINIO PROPIO

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

NÚMEROS EN EL DOMINIO
DE DEPORTIBOG

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LEA EN ESTA SOLAPA:

3

 

 

V

 

 

El padre Segundo Benedicto terminó de leer el Evangelio. El templo estaba atiborrado de gente común y corriente. Un aire de indignación invadía el sagrado recinto. El sacerdote se retiró del altar, yendo, prácticamente, entre los feligreses.

-Hermanos, hemos oído el Evangelio en donde Cristo nos enseña el mandamiento del amor. Pero no quiero hablar del amor en sí. No puedo hacerlo cuando hay una época de desamor que debemos denunciar, una época en la que debemos luchar para rescatar este sagrado mandamiento. ¿Qué amor hay en las dictaduras que a diario nos reprimen, ya sea con la vestimenta de la autocracia o con el ropaje hipócrita de la pseudo democracia? ¿Es eso amor? Y ahora, en nuestro pueblo se está cometiendo una injusticia más. Una injusticia más grave que cualquiera otra, porque anoche en el campamento militar, que nos han enviado para amedrentar a toda la población, han torturado a un hombre. Sí, como lo oyen. Han torturado de la manera más execrable a Miguel Alférez. Al buen Miguel, quien ha levantado sus manos en contra de la injusticia. Pero hay un solo culpable: el avaro de don Adán Bahamontes, a quien denuncio en esta homilía por fraguar, en compañía de los militares, la más dantesca mentira. A todos, hermanos, a todos nos ha acusado de de querer formar una célula guerrillera. ¿Es eso justo? ¿Hasta dónde quiere llegar don Adán Bahamontes? Él, secundado por los militares, es quien quiere desatar la violencia en nuestro pueblo. Él con sus salarios de hambre, con las extenuantes jornadas que les exige a los campesinos por unas pocas monedas que sólo sirven para aumentar más en hambre y las necesidades de los pobres. No debemos tolerar por más tiempo esta situación, hermanos, y que esté claro, en ningún momento los estoy invitando a tomar las armas, porque, como siempre lo he dicho, nuestra única arma, la más fundamental, es la conciencia. Pero si los invito a que después de la celebración de la Eucaristía, vayamos sin temor a reclamar por la dignidad y suerte de nuestro hermano Miguel Alférez. Él no debe ser blanco de las injusticias, de las confabulaciones que se han suscitado por el sentimiento de venganza y maldad de un hombre poderoso que se ha enriquecido injustamente con base en el sudor perenne de los trabajadores. ¡Eso también es una forma de robo! Todos sabemos que el terrateniente lo es porque ha aprovechado sus influencias para despojar de la tierra a muchos hermanos nuestros, apoyándose siempre en las autoridades compinches y manipuladas por él. Hermanos, no tengamos miedo, o si no, siempre viviremos sometidos a las injusticias y al desamor. Iremos, todos juntos, a reclamar por nuestro hermano preso injustamente, torturado y humillado sin consideración. Iremos todos juntos e invocaremos el mandamiento del amor, exigiremos su libertad inmediata, mientras en esta santa Eucaristía ofreceremos nuestras oraciones por Miguel Alférez. No tengamos miedo, unámonos como la familia de Cristo que somos. Amén.

El sermón del padre Segundo Benedicto fue corto, pero convincente, aguerrido a la invitación. Así que terminada la celebración de la misa, los feligreses se reunieron en la Plaza Principal ante la mirada anonadada de algunos soldados que se paseaban por las calles del pueblo con el fusil en bandolera. La procesión fue desfilando por la carretera hacia el campamento militar; no iban rezando, sino reclamando la libertad de Miguel Alférez. El calor parecía derretir la tierra, pero la multitud de campesinos inermes avanzaba firmemente y decidida a todo.

Cuando el teniente Bocanegra sintió entre sus oídos los gritos indignados de los pobladores, se incorporó de entre el chinchorro y ordenó que un grupo de soldados se hicieran a la entrada del campamento, dispuestos a disparar por si acaso los manifestantes trataban de incursionar. Y entonces casi se desmaya  de la sorpresa cuando vio al padre Segundo Benedicto vestido con la sotana blanca, propicia para los climas cálidos. Después sonrió irónico. “El cura ese está loco”. Después escuchó los gritos que pedían la liberación de Miguel Alférez y que denunciaban las torturas de la noche anterior. Entonces el militar se preocupó al preguntarse cómo habían hecho para averiguar que el prisionero había sido maltratado. Pues ya no cabía duda; el padre Segundo Benedicto tenía espías que, muy seguramente, los habían estado vigilando durante la noche y, tal vez, durante todo el día. Eso era grave y considerado como un delito en los tiempos de la emergencia nacional. Era una culpa que el oficial no estaba dispuesto a soportar. Continuó escuchando los gritos en la carretera, pero no hubo violencia aunque los soldados permanecieron vigilantes, en actitud amenazadora, en la entrada del campamento militar.

El padre Segundo Benedicto habló corto:

-Teniente, es su obligación darle la libertad a Miguel Alférez, si algo ha cometido nuestro hermano, debe ser juzgado como ciudadano, con todos sus derechos y garantías, pero jamás se puede someter a la tortura a un detenido como tampoco a la arbitrariedad. Teniente, día tras día estaremos todos unidos aquí clamando por la libertad de nuestro hermano.

El teniente Bocanegra se devolvió en forma displicente hasta el chinchorro, encendió un nuevo cigarro y sonrió desafiante, si proferir palabra alguna. Momentos más tarde, la gente se retiró del campamento sin dejar de lanzar las arengas.

Esa noche los soldados salieron por el pueblo requisando a golpes las casas, deteniendo a los transeúntes, hiriéndolos, y cometiendo las anomalías que más pudieron. Los muchachos del ejército encontraron un gozo explícito, más que el sentimiento del deber que en el batallón les habían enseñado. Era una actitud pervertida, sádica y exasperante que les alimentaba el odio inculcado como un virus maligno en el alma. Soterradamente les enseñaban a ser despiadados, inhumanos, encontrando un placer salvaje en la vejación a sus semejantes. Finalmente golpearon el la puerta principal de la casa cural. El padre Segundo Benedicto los atendió cordialmente, sorprendiendo a los integrantes de la patrulla al mando de un cabo entristecido, que tenía que hacer un esfuerzo grande para parecer cabrón. Los soldados penetraron en la casa cural registrándolo todo, absolutamente todo, tratando de encontrar alguna evidencia que pudiera comprometer al sacerdote con la guerrilla que heroicamente luchaba contra la abyecta dictadura en el norte del país. Después de un registro minucioso, salieron sin hallar nada comprometedor, más que biblias, vestiduras y ornamentos. Ni siquiera un arma, fuera de los enseres de la cocina y del comedor. Y ante el asombro de todos, el padre segundo Benedicto les ofreció vino de consagrar, aduciendo que los muchachos campesinos del ejército no tenían la culpa de nada, pues ellos también eran castigados, reprimidos y condenados a actuar y pensar como el gobierno actuaba y pensaba. El comandante de la patrulla aceptó el vino, y los soldados bebieron con cierta timidez y vergüenza, pues desde sus ancestros primitivos respetaban, más que nada, a las autoridades religiosas, sin entender por qué motivo algunos se comprometían con los pobres y otros con los poderosos. Ellos solamente sabían que eran sacerdotes, los enviados de Dios en la Tierra, y así los veían siempre. Los soldados se despidieron agradecidos con el religioso, disculpándose al argumentar que solamente cumplían órdenes, pero el sacerdote les infundió confianza, exonerándolos de toda culpabilidad.