PUBLICACIÓN ANEXA DE LA REVISTA LITERARIA TRINANDO - DIRECTOR FUNDADOR: MARIO BERMÚDEZ -COLOMBIA- EDITOR MÉXICO: ABRAHAM MÉNDEZ  -  EDITOR COLOMBIA FRAN NORE

CARÁTULA GENERAL DE
TRINANDO

 

MARIO BERMÚDEZ

 

CARLOS AYALA

 

ABRAHAM MÉNDEZ

 

 

NÚMEROS EN NUESTRO DOMINIO PROPIO

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

NÚMEROS EN EL DOMINIO
DE DEPORTIBOG

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LEA EN ESTA SOLAPA:

4

 

VI

 

Afuera la noche titila con suprema fuerza. Centellean las luces nocturnas en un preludio desconcertante. Adentro se escuchan rumores presurosos, semiocultos. Se oyen susurros y ruidos de papeles. En el estudio, don Adán Bahamontes conversa con el teniente Bocanegra. Observan con denuedo ciertos papeles, y no ocultan que están esperando a alguien.

-Ahí está la orden de la capitanía de provincia, don Adán. También nos han enviado los documentos con la información solicitada. Todo esto compromete, aún más, al curita ese.

-¿Qué ordena la capitanía de provincia, teniente? -pregunta ávido don Adán Bahamontes.

-Pues nos recomienda el plan camaleón -contesta el militar.

-¿El plan camaleón?

-Como usted lo sabe, el camaleón cambia de color sin dejar de ser camaleón - aduce firmemente el teniente Bocanegra.

-Así que eso es -bisbisea el terrateniente sin remordimiento alguno.

-Después de solicitar estos informes y de enviar los nuestros, se debía esperar la decisión de los altos mandos. Así que yo me he comunicado con ellos, y han quedado de enviarnos esta misma noche a los hombres para que les demos sus indicaciones.

-Pero, teniente, ¿no habrá inconveniente en que ellos vengan a mi hacienda? Eso podría comprometernos. Recuerde que por lo que pasó con Miguel Alférez, ellos parecen tener espías que muy seguramente nos deben estar vigilando.

-Es un riesgo que hay que correr. Ya no tenemos más tiempo, además, las tareas de esos hombres son numerosas. Así que si viene alguien y los ve no hay problema, son simplemente civiles.

-Está bien -repone don Adán Bahamontes.

Los dos hombres continúan encerrados en el estudio, conversando, bebiendo y fumando, hasta que después de un lapso, alguien anuncia que ha llegado una camioneta. De inmediato, don Adán Bahamontes da la orden para que los extraños visitantes sigan hasta la casa de la hacienda.

Cuatro hombres de aspecto hosco, con caras de sicarios, entran al estudio, en donde seguidamente el caimacán y el militar los atienden con diligencia.

-La tarea es muy fácil, pues es para el cura del pueblo que ya bastantes problemas nos ha causado. Será fácil llegar hasta él -repuso el teniente Bocanegra.

El hombre que parece comandar el grupo recibe de manos de don Adán Bahamontes una fotografía del padre Segundo Benedicto. El hombre la mira, sonríe malignamente, y luego la pasa a sus compañeros.

-¿Irán ustedes mañana en la camioneta hasta el pueblo? -pregunta el teniente Bocanegra.

-Eso no puede ser, mi teniente, en las afueras tenemos un campero a cuidado de otro hombre. Allí están las armas, en ese campero, oculto y que nadie ha visto, iremos hasta el pueblo, cumpliremos con la misión, huiremos y luego reabordaremos la camioneta. No pierda cuidado, mi teniente, somos muy cuidadosos y expertos para que nadie se dé cuenta de lo que hacemos. ¿Qué hora es la más propicia, mi teniente?

-Yo creo… -trata de decir el teniente Bocanegra, pero al instante es interrumpido por don Adán Bahamontes.

-El despacho está abierto de diez a doce, y él permanece allí atendiendo a la gente, dándoles sus consejos subversivos y revoltosos.

Los hombres apenas miran a don Adán Bahamontes. En sus rostros adustos no se puede vislumbrar cualquier inquietud.

Pasan otros largos momentos, mientras la madeja de la inquina y la confabulación se va desenredando entre pausas de misterio y susurros macabros. De repente el teniente Bocanegra se dirige a los hombres extraños.

-Creo que ya se pueden retirar, pues ya han recibido todas las indicaciones del caso.

-Como ordene, mi teniente.

Los hombres están vestidos de paisano, cubiertos por enormes chaquetas de cordobán. Uno de ellos tiene una barba desordenada que le da al rostro un aspecto más desagradable. Usan sombreros de fieltro negro, y de vez en cuando fuman cigarrillos comunes. Los hombres giran sobre sus propios ejes y salen del estudio, mientras don Adán Bahamontes y el teniente Bocanegra se miran intensamente, con aire de insólita complicidad y satisfacción. Minutos después, el militar se despide del terrateniente.

 

 

VII

 

 

La mañana despierta entre los cantos de los pájaros. El sol despunta intenso detrás de las verdes montañas, y el aroma a campo se hace más necesario. El padre Segundo Benedicto ha desayunado como de costumbre, atendido por el ama de llaves de la casa cural. Luego sale y da algunas vueltas por el pueblo, saludando con alegría a varios vecinos y conversando con ellos de las cosas cotidianas de un pueblo en donde, increíblemente, parece no pasar nada, en donde se respira un aire de intensa calma envuelta por el vaho de la inquietud. Todo parece inverosímilmente detenido en el tiempo, como si los tremores de la revolución contra la dictadura en el norte del país no trajeran ni siquiera sus ecos de guerra al pueblo.

El padre hace todo esto después de la misa de siete de la mañana, a donde llega siempre en ayunas, apenas con el sabor de la crema dental y la frescura de una ducha cantarina, en donde encuentra una fruición munificente. Ahora recuerda  que en el sermón de la misa de siete habló con mesura, habló del amor, de la paz, y explicó el pasaje de la mujer que iba a ser lapidada, ante la cual Jesús insinúa que debe lanzar la primera piedra aquél que esté libre de culpa. Después, el sacerdote da su vuelta consuetudinaria por el pueblo, no sin antes recordarles a los vecinos que por la tarde deben ir de nuevo hacia el campamento militar para clamar por la libertad de Miguel Alférez. Todo está debidamente acordado, tal como en los últimos días, para ir de nuevo enfrente del teniente Bocanegra y reclamarle por el hermano vejado por la terrible injusticia humana.

Son las diez de la mañana y el padre Segundo Benedicto ha regresado a la casa cural. Ahora se sitúa en el escritorio de su despacho parroquial, dispuesto a atender algunas solicitudes de partidas de bautizo y de matrimonio, lo mismo que para informar sobre los diferentes actos religiosos. El verano afuera continúa impenetrable, trepando despiadadamente por las paredes y los tejados de las casas del pueblo. Repentinamente, Matías Changú penetra al despacho sin golpear, acezando como un perro sediento y asustado en una inmensa mancha pálida.

-¡Padre, padre, han matado a Miguel Alférez!

- El padre Segundo Benedicto se incorpora como impulsado por una catapulta y, temblando de estupor, aún no se atreve a dar crédito a las palabras del sacristán.

-¿Qué dices, Matías?

-Que mataron a Miguel Alférez; le dieron tres tiros, padre.

-¿Que le dieron tres tiros? Pero, ¿quiénes, Matías? ¡Habla, por favor!

-Pues quiénes iban a ser, padre: ¡los soldados! ¡Los soldados le dieron tres tiros, padre!

El padre Segundo Benedicto siente que el mundo se abre insondable a sus pies, y que las fauces ígneas de un dragón milenario lo devoran sin contemplación alguna.

-¡Santo Dios!

-Dijeron que Miguel Alférez quería fugarse del campamento y que por eso le aplicaron la ley de fuga.

-¡Desgraciados! Dios me perdone por tener ira, pero tú también la tuviste cuando sacaste a los mercaderes del templo. Ya mismo iré hasta el campamento, y el teniente Bocanegra sabrá cómo es un hombre furioso que reclama justicia en nombre de la sangre de un inocente. ¡Santo Dios!

El padre Segundo Benedicto apenas puede sostenerse en pie. Una conturbación volcánica lo invade. Camina rápidamente rumbo a la calle, pero se detiene.

-Debo serenarme para no obrar mal, Señor Jesús. Ayúdame, Dios mío. La ira debe desaparecer para no cometer una injusticia más.

El sacerdote se lleva las manos a la cara, olvidándose del calor. Coloca su cerebro en orden. Toma respiración de aquel aire denso y abochornado. Mira al cielo, implorando clemencia divina. Hasta que se recupera.

-Ya mismo iré hasta el campamento militar. ¡Ya mismo!

Se dispone a cruzar la plazoleta central, seguido por su fiel sacristán, cuando un campero verde, de aspecto fantasmal, aparece por entre la polvareda de la calle que da enfrente de la iglesia. El sacerdote y Matías Changú no se percatan del extraño vehículo. Varios vecinos se acercan al padre Segundo Benedicto al notar su intempestiva ofuscación.

-¡Es el colmo, Dios mío, han matado a nuestro hermano Miguel Alférez! -repite maquinalmente el religioso, mientras una mácula de indignación comienza a dibujarse en los rostros muscos de los vecinos.

-No cabe la menor duda que inventaron eso de la fuga de Miguel para poderlo matar vilmente -diserta por fin el sacerdote en un momento de lucidez. Pero la nube de obnubilación vuelve a hacerse presa de él. Trata de dominarse, pero  algo superior e inconmensurable parece dominarlo definitivamente.

El campero continúa acercándose, y sin saberlo, el mismo padre Segundo Benedicto va a su encuentro, seguido ahora de varios vecinos que comienzan a gritar.

-¡Militares asesinos!

Extrañamente nadie ha visto un soldado. No han patrullado el pueblo durante esta mañana. Y el calor continúa con su azote inclemente, pero nadie lo siente porque el coraje no lo permite.

A medida que el campero se acerca hasta donde la gente se acerca en compañía del padre Segundo Benedicto y de Matías Changú, los hombres se incorporan sin dejar ver plenamente sus rostros, ocultos por los alerones de los sombreros.

Un minuto de silencio. Y el calor. Una eternidad de silencio, extrañamente premonitorio, profecía de una tragedia aciaga. Los corazones repletos de indignación. Las mentes inermes soñando con armas para vengarse de la injusticia, de la tortura, de la miseria y de la muerte. La copa de la paciencia rebosante.

Interminable silencio de siglos.

De repente un ruido infernal de ametralladoras. Nadie siente nada. El fuego escapa inclemente, escupido por las armas de los hombres del campero verde. ¡Horror! ¡Silencio repentino! ¡Gritos! Otras ráfagas de metralletas. Enceguecimiento. El padre Segundo Benedicto llevándose las manos al pecho y luego a la cabeza, protegiéndose con ellas amanera de égida. Sangre sobre el polvo. ¡Gritos! Otros que caen  ante la lluvia de balas. Matías Changú que trata de correr para recoger una piedra. Varias balas que se insertan en sus carnes, y lo hacen rodar por el suelo. Otros vecinos que corren a buscar refugio en las casas. Ventanas que se abren y se cierran detrás de los ojos aterrados.

-¡Han matado al padre Benedicto -grita Matías Changú con desespero y dolor infinito.

El campero ruge, da media vuelta y desaparece velozmente entre el polvo de las calles del pueblo sin pavimentar. La gente escapa de sus casas y corre para tratar de ayudar al sacerdote, quien yace agónico entre su propia sangre mezclada con la tierra milenaria.

-¡Santo Dios, han matado al padre!

Matías Changú se incorpora haciendo un esfuerzo sobrehumano. Avanza vacilante, ebrio de desdicha, hasta donde está yaciente el padre Segundo Benedicto. Entonces puede verlo. El sacristán descubre, entonces, un rostro apacible, sereno, sonriente que experimenta una sensación más bella que cualquiera. Entonces el sacristán llora, gime como un chiquillo desconsolado, mientras se hace sombra, porque la gente ya se ha arremolinado en torno al sacerdote y el sacristán. Atrás, están tirados cuatro cuerpos más como el vestigio de la ignominia, víctimas de la agresión de los proyectiles sicarios.

Dos camperos del ejército aparecen raudos por entre las calles de aquel pueblo atribulado. Los soldados descienden rápidamente, sin saber lo que ha pasado a consecuencia de aquella confabulación a mansalva, ya que aquella muerte fue planeada bajo el secreto más riguroso. Los soldados se abren paso por entre la gente que llora desconsoladamente. El padre Segundo Benedicto aún no ha muerto y su sangre se ha convertido en un manantial rojo, brillante y tierno. Matías Changú se arrodilla al lado del religioso, acariciándole el rostro y suplicándole:

-Por favor, padre Benedicto, no se nos muera. ¿Quién protegerá a nosotros los pobres?

De inmediato, la gente comienza a realizar a todo grito la misma súplica, como si en manos del sacerdote estuviera la decisión de morirse o de no hacerlo. Los soldados se acercan con perplejidad y algunos se santiguan para espantar la muerte y librarse del mal.

-¡Ave María purísima!

-¡Debieron ser los chusmeros!

-¡Esos debieron ser!

-¡Ave María purísima!

-¡Santo Dios!

-El padre Benedicto se nos muere. ¡Hagan algo!

De repente el padre Segundo Benedicto abre más los ojos, y todos descubren una mirada dulce, tierna, como si el mismo Dios escapara desde el fondo de sus ojos. Los soldados lo rodean y él los ve. Entonces, sonríe paternalmente, mientras atrás se hace un silencio abisal que se confunde entre aquel estío insoportable. Es en ese momento cuando el sacerdote se siente pleno y más lúcido que nunca, sin importar la sangre que aún fluye desde las diversas heridas de su cuerpo. Entonces, como si se tratara del milagro de la reanimación, y ante la esperanza alegre de sus feligreses, la voz del sacerdote se siente potente en el momento en que se dirige a los soldados.

-Yo los perdono a ustedes, hermanos, porque no son culpables, porque no saben qué ha pasado en realidad,  y no imaginan que don Adán Bahamontes y el teniente Bocanegra me han mandado matar. Ustedes son tan pobres como la gente que los rodea, es más, hermanos, son hasta sus familiares y aguantan la misma hambre y la misma miseria. ¡Ustedes no tienen la culpa de nada! Y aunque la tuvieran, los perdono como Cristo perdona y como él perdonó a todos desde la cruz en el momento de su divina agonía. Los culpables son los otros, los poderosos, los gobernantes que traicionan al pueblo, los avaros, los esclavizantes que piensan que cegando la vida de los humildes, pueden acallar sus voces y eliminar su conciencia. ¡La paz de Cristo sea con ustedes! ¡Y los amo como Cristo ama a la humanidad! ¡Como ama a los humildes y a los pecadores!

Los soldados no saben qué hacer, y la gente permanece anonadada, mientras solamente se escuchan los gemidos del sacristán. De nuevo el padre Segundo Benedicto abre los ojos y mira hacia atrás, hacía su redil.

-Y ustedes, hermanos, no protesten por mi muerte, pues doy la vida con alegría, porque mi sangre, como la de tantos otros mártires, también será semilla de libertad. Y alégrense de eso, hermanos. Vivan con alegría y fortaleza buscando constantemente la paz en la fuerza del amor que Cristo nos dejó como mandamiento. Luchen cada día para lograr la justicia, la igualdad y los derechos a que todos los seres humanos tienen derecho. Luchen para que el reino verdadero del Señor sea posible en igualdad y amor. Protesten y reclamen por el asesinato de nuestro hermano Miguel Alférez, y por la de todos los Migueles del mundo que a consecuencia de su lucha pacífica contra la injusticia han sido asesinados en medio de la arbitrariedad y de la tortura. No desmayen en ser buenos, en ser justos y, sobre todo, en ser amorosos, pues ese es el único camino para alcanzar el reino de Dios. Y recuerden: el Señor nunca ha querido que sus hijos sean esclavos, por eso a todos nos dio el don del libre albedrío con amor de padre, y por eso Jesús dijo: “Ya no os llamo siervos, sino amigos”

Silencio nuevo, reconfortado en las palabras postreras del sacerdote. Silencio reconfortante, pero que rompe las almas en medio de un súbito dolor. Ahora nuevos sollozos, una angustia gigantesca que parece derrumbar las colosales montañas. La gente trató de levantar el cuerpo del sacerdote, pero la muerte era inminente, y el milagro de la resurrección se hace realidad en el más allá, en los confines del firmamento, pues cuando se muere se resucita en los confines de la memoria infinita. La muerte extendía inexorablemente sus eternos tentáculos. Fue un momento definitivo cuando el padre Segundo Benedicto se sintió poderoso, como si hubiera conquistado la más grande de las horas. Entonces levantó la mano derecha y bendijo a todos los presentes. Enseguida expiró. Hubo gritos desgarrados y llantos de consternación. Matías Changú no pudo seguir llorando la muerte de su pastor, porque en medio de un quejido insonoro falleció.

 

 

Bogotá, octubre 9 de 1984.