VICTORIA CÁCERES -ARGENTINA-

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PÁGINA 19

Es Licenciada en Letras de Universidad de Buenos Aires, y escribe ficción y ensayo. Su obra ha sido traducida al inglés, coreano, malayalam, uzbeco, italiano, ruso y chino.
Fue elegida escritora internacional en residencia en International Writing Program, Iowa City, USA (2004); en Shanghái Writing Program, Shanghái, China (2014) y en HALD, Viborg, Dinamarca (2015).
Sus obras publicadas incluyen: “El baño turco” (cuentos, 1997); “La fuga de Pollock” (novela, 2014), “El corazón cansado” (novela, 2017); “La Retina Infiel” (2018) (novela finalista del VIII Concurso de Novela Contacto Latino), Ohio, USA; y “Doméstico Banal” (novela, 2019). En 2022 publicó su primer ensayo, “Los papeles de Juan Carlos Mauri”, una biografía de su abuelo, escritor miembro del Grupo de Boedo, una de las vanguardias argentinas de 1920 cruciales para la historia literaria argentina.
Cáceres vive en Buenos Aires, Argentina.

 


Websitio: https://caceresvictoria.wixsite.com/victoriacacereswrite
Instagram: @victoria_cacereswriter
 

PURGAR LA NOCHE
 


 
            Faltaba una semana para empezar las clases- de nuevo- y un año para cruzar la verja de los treinta, y no tenía nada para ofrecer. Enseñar se había tornado rutinario y nunca había sido mi decisión: era una promesa que debía cumplir, una promesa hecha en un lecho de muerte. Una sentencia quizás. Yo era de las que consideraba las ventajas de estar en una prisión: tiempo para pensar y leer sin distraerse, limitación de los altibajos emocionales de una vida necesariamente social, en fin, una existencia ordenada y prolija. Sin pastillas, ni cigarrillos, ni alcohol, ni pedestales desde donde tener que armar paraísos verosímiles.             Enseñar en el colegio privado y elitista donde purgaba la condena no presentaba ninguna de las ventajas que tendría en una prisión. Jugaba la altisonante doble vida de una profesora cuya vocación no es esa y debería serlo, no tenía mucho tiempo para mis propias lecturas, y pasaba del stress paralizante al aburrimiento glacial según los meses lectivos.
            Meditaba sobre estas cuestiones siempre que estaban por empezar las clases. Nunca tomaba ninguna determinación al respecto. Y las edades en mis diferentes historiales clínicos ascendían misteriosamente, hasta el 29, confín de los 30, donde sabía por experiencia ajena que me daría vuelta a contemplar mi inocuo pasado y tomaría algún tipo de decisión drástica. Como dejar todo como estaba, por ejemplo. De las ridículas posibilidades que me asaltaban a la noche, esa me parecía siempre la peor. Debía cumplir mi promesa civilizadamente. Concurría todas las mañanas al Colegio St. James, laico pese a su nombre, aunque lo suficientemente moralista como para suplir las exigencias de la religión perentoria. El edificio quedaba en pleno centro de la ciudad. Por fuera era un enorme bloque de granito con rejas coloniales. Al entrar, el panorama cambiaba abruptamente. A principios de siglo un adinerado empresario lo compró y contrató a un decorador para que remodelara el interior. El susodicho era italiano y como tal, quiso reproducir porciones de lo que había en su tierra natal, de manera un tanto caótica, aunque mirado desde cierto ángulo no dejaba de ser estético.
            En la planta baja, luego del amplio pasillo con columnas empotradas en las paredes, el visitante daba de lleno con un enorme patio cubierto. El techo era una cúpula opacada por el tiempo, y en el centro se veía un orificio que comunicaba con el exterior. Era el famoso oculus que algunos emperadores romanos habían ordenado colocar en sus construcciones. Por esta cuenca perversa penetraba la lluvia, el viento y en ciertos momentos del día y del año, el sol. Era placentero sentarse durante las horas de clase en los bancos ubicados en los costados para solazarse con la inverosímil mezcla de estímulos. El piso, por su lado, estaba cubierto de mosaicos de estilo pompeico, con motivos de romanos vestidos con togas.  Durante el recreo, el santuario era profanado por cientos de adolescentes que tiraban vasos de gaseosa y envoltorios de alfajores sobre él. En el primer piso se alojaban las aulas de los años inferiores, y no tenían más característica que estar pintadas de rojo teja, amarillo suave o verde oscuro. El segundo, dedicado a los más grandes, poseía salones cuyas paredes estaban cubiertas de frescos imitando a los pintores renacentistas: ángeles, madonas, dioses y santos se entremezclaban entre perspectivas engañosas y colores excesivos. Yo enseñaba en una de ellas y cuando desesperaba de la ignorancia de los alumnos, tomaba fuerzas de los rostros sabios retratados por doquier. Los chicos no parecían impresionarse, la falta de reflejos emocionales semejaba una condición latente para ingresar al colegio.
            Me divertía impartir justicia desde mi ínfimo trono. Acoger a quienes reconocía mis futuros pares, castigar a quienes infringían mis leyes. Sobre todo, a los orgullosos. Podía soportar ciertas conductas molestas, hasta inclusive hostiles, pero los soberbios lo pagaban caro. Era algo que no podía darme el lujo de permitir. Niños con aires de sabihondos, adolescentes púberes creyendo conocer más que yo...    Cada año elegía al más irascible, al cabecilla, y me dedicaba a doblegarlo, con la paciencia y la pericia que proporciona el resentimiento macerado a lo largo de los años. Primero, lo humillaba. Clase a clase, lo observaba desde mi pedestal hasta hacerlo sentir incómodo. Lo llamaba al frente exactamente en el momento en que conseguía relajarse. Cuestionaba todas sus respuestas tornándolas ridículas. Y le ponía calificaciones bajas, lo que lo obligaba a cambiar la actitud para no bajar el promedio. Cuando lograba que se arrodillara, empezaba la segunda etapa. De un día para el otro, pasaba a tratarlo como a mi preferido. Le dirigía miradas tiernas, me ruborizaba cuando él las sorprendía, le daba golpecitos fraternales cada vez que caminaba por entre los pupitres, demorando mis dedos en su hombro o a veces su cuello, y por último lo hacía quedar después de clase para alabar sus trabajos. Era sumamente instructivo verlo convertirse en venado, dejarse acariciar y solazarse en su narcisismo. Entonces, veía aproximarse el momento de la consumación. Notaba cómo la atracción crecía hasta que le era imposible mirarme sin revelar su atontamiento. Era el pico, el instante en que el amor se disuelve en debilidad y somos capaces de cualquier cosa. Me preparaba en todo sentido para el desfloramiento, porque siempre los sabía vírgenes y esa era mi arma secreta. ¿Quién dijo que sólo las mujeres quedamos prendadas de quien nos desvirgó? Puedo afirmar que sucede lo mismo con los varones, si se los trabaja de la manera correcta.
            Recuerdo la noche en que invité a Salvador, la víctima del año pasado, a tomar café en mi casa. La luz amarillenta, las cortinas oscuras y pesadas corridas por completo, el sillón enorme e invitador. Se sentó en el borde, casi temblando, sin decir nada. Vestida con una pollera diminuta y una camisa escotada, le serví coñac, que es del color de la coca-cola y los confunde. Luego, lo acosé lenta pero segura, acercando mi brazo y mi rostro hasta que se le acabó el sillón y tuvo que enfrentarme. Entonces, me separé bruscamente y hundiendo la cara entre mis manos le pedí perdón, y expliqué entre balbuceos mi ‘perdido enamoramiento’. El viejo leopardo que aún existía en él reapareció salvajemente, como estaba previsto, y se acercó a mí para acunarme, tan torpemente como puede hacerlo un niño sin experiencia, pero ignorante de ello. Yo caí en sus brazos y busqué sus labios... Lo demás fue tan fácil. Como lo era siempre. En casi diez años de practicar los mismos trucos, jamás había tenido una sorpresa, una reacción que no estuviera prevista de antemano. Para coronar mi actuación, luego de la noche íntima, Salvador- como los anteriores- volvió al anonimato de mi indiferencia. Entró, es verdad, esos días siguientes con la sonrisa ridícula del macho ganador -estigma para lucir entre hombres. Pero no tardó en borrársele a partir del momento en que su nombre no volvió a cruzar mis labios más que para pasar lista. La ‘educación’ estaba concluida. Ya nunca más sería altanero, engreído, orgulloso. Lo había doblegado para siempre.
            Lo mío tampoco era fácil. Acepto que gozaba con la trama entera, desde el día en que lo seleccionaba hasta su mirada para siempre paranoica: había convertido a un insoportable creído en un resentido bloqueado. Y luego tan sólo me quedaban el resto de las noches. Noches de películas insípidas hasta el amanecer, noches de pastillas, que aumentaban en cantidad y color, noches de alcohol, largos tragos de gin, mezclas con tequila y ron, noches de cigarrillos temblando entre mis dedos amarillentos, noches de ocultas drogas, que sólo conseguía en pequeñas cantidades a través de un dealer que iba y venía del exterior. Pero me levantaba cada mañana, tomaba café, aspirinas y mi bol de cereal, me embutía en mi trajecito de profesora y salía a cumplir con mi deber. Absolutamente nadie conocía mis estados nocturnos. No tenía el valor de contarlos ni de deshacerme de ellos. Creo que los disfrutaba. El único que, supongo, sospechaba, es el director, el recto señor Miyares. Pero tenía alguna razón para no echarme. Quizás la misma que yo para seguir enseñando.
            Volviendo al patio romano y al oculus. Una noche me pasé de la raya. Consumí todo lo que tenía a mano y la resaca posterior fue casi insostenible. Pero no podía aflojar, nunca. Así que me tomé media cafetera, cuatro aspirinas y un taxi al colegio. Al entrar noté el silencio del patio y supe que había llegado tarde. Me senté en uno de los bancos que aún se conservan del diseño original y me quedé mirando fijamente el oculus, el cielo y las nubes y el tímido rayo de sol pugnando por colorear la bóveda gris. Entonces me desmayé. Debo haber rodado hasta el piso porque cuando reaccioné sentí mucho frío. Alguien me estaba levantando y advirtiendo mi temblequeo, colocó sus brazos alrededor de mi cuerpo. Sin levantar la cabeza, tuve frente a mis ojos el escudo del colegio en el saco reglamentario de los estudiantes.
- ¿Se siente mejor? - preguntó una voz conocida.
            Era de mi curso, qué más podía ser. ¿Era entonces el momento del castigo, se revertía el orden, sería yo la humillada? No iba a rogar, así que me deshice del abrazo y enfrenté sus ojos. No había en ellos soberbia ni ironía ni avidez: sólo curiosidad y deseos de ayudar. Me repuse y caminamos hasta el curso. Confié en que no contaría una palabra del hecho. Era un estudiante nuevo, Adriano, de familia italiana, y no tenía amigos aún. Y era bastante tímido. Mi cálculo no falló. Durante un par de semanas me dediqué a acostarme temprano y llegar antes de hora y todo continuó su ritmo normal. Sólo Adriano se acercó después de clase a preguntarme cómo seguía...
            Empecé a prestarle atención. Un chico serio, alto, cabello castaño siempre despeinado, totalmente distraído de lo que pasaba a su alrededor. Y, sin embargo, seguía mis movimientos, aunque no podía pescarlo mientras lo hacía. Escribía inexorables composiciones cuyo marco era siempre la ciudad eterna, la lejana Roma. Su caligrafía era oblicua y exagerada, casi como si escribiera con pluma. Por las noches, las imágenes de sus escritos me perseguían: oscuros callejones, piazze desoladas, estatuas erectas y dramáticas, calles empedradas rodeadas de amenazantes edificios naranja. Cuando más inspeccionaba su cara, más crecía en mí un sentimiento distinto a aquellos que solían prevalecer frente a mis alumnos. Adriano era diferente, imposible negarlo, pero aunque hubiese sido igual a los soberbios que elegía humillar, su personalidad me encandilaba y me dejaba imposibilitada de actuar, de tomar la iniciativa.
            De repente, dejé de sentir lástima por mí en las noches turbias y comencé a disfrutar de mis insomnios. Me daba baños de inmersión zambullida entre aceites y espuma, masajeaba mi cuerpo y mi rostro con cremas varias, me recostaba en el sofá a escuchar música o recitar poesía en voz alta. La oscuridad resultó cómplice más que fantasma y me devolvió la energía que había entregado tiempo atrás, en ese lecho de muerte que tantos pesares me acarreó. ¿Era libre? Me preguntaba a menudo. No, jamás, pero podía hacer buen uso de mi libertad condicional. Una mañana, luego de mis lúdicos entretenimientos nocturnos, desperté sobresaltada por el despertador. Acababa de soñar con él. Estábamos en Roma, en un cuarto de hotel de techo abovedado, y hacíamos el amor cadenciosamente, al son de las campanadas cíclicas de una iglesia cercana. Intenté olvidar la excitación, la extrañeza salvaje de la escena, pero sin éxito. Cuando lo enfrenté en el aula, pude sentir cómo me sonrojaba y mientras giraba pronta a escribir cualquier cosa en el pizarrón con el fin de serenarme, creí atrapar una semisonrisa cómplice. Al día siguiente me reporté enferma- el director ya no se molestaba en mandar médicos a chequear-. Pero mis noches se extendieron en días donde, encerrada en el infierno de mi mente-baulera, temía dormir y temía estar despierta, la imagen de Adriano y su cuerpo esbelto se colaban por los escondrijos de mi mente. Y el tiempo se acababa, no podía escapar del colegio-ni de él- por siempre...
            Vino a mí desarmado y sonriente. Me alcanzó por la calle a la salida del colegio y fingió ir para mi lado. Llevaba las manos en los bolsillos, y yo sentía transpirar las mías. Caminamos sin rumbo, me horrorizaba la idea de estar a solas con él, de poder tocarlo... La noche de invierno nos obligó a refugiarnos en un café oscuro y desierto. Adriano eligió una mesa en el fondo, lejos de la ventana. Ordenó coñac. El mozo me miró interrogativo y yo asentí como una autónoma. Hablamos toda la tarde de cosas fútiles, tanto que ni lo recuerdo. Por fin me animé a mirarlo a los ojos y entonces supe. No era un niño, no era un adolescente débil en su supuesta omnipotencia. Tenía la mirada dura y endulzada de quien ha sufrido. Sin querer, mi rostro se acercó al suyo y él me seguía con sus pupilas traslúcidas, cuando el mozo plantó las copas de alcohol sobre la mesa estruendosamente. Nos separamos sobresaltados y no volvimos a mirarnos. Él sorbía su coñac y jugaba con el servilletero, en silencio. Yo me desvivía por tocarlo.
- Sé mucho de usted, - dijo por fin- ¿es esto parte del ritual?
            Negué con la cabeza.  Me levanté para pagar e irme. Adriano me siguió.
- Me voy a casa. Sola- imprequé, fuera del bar, y con mucha necesidad de pastillas.
- La acompaño.
            Lo dejé hacer. Mi departamento no estaba lejos. Tampoco me quejé cuando entró conmigo, subió en el ascensor, entró a casa y me estampó un beso nada torpe en mis labios secos. Me separé de él y me senté en el sofá, en donde tantas veces había desflorado alumnos impertinentes. Pero Adriano no era virgen ni impertinente. Era una extraña mezcla del alma de un hombre en el cuerpo de un niño. Se deshizo del saco escolar, la corbata con el escudo del colegio y la camisa celeste. Se instaló junto a mí y me abrazó. Sentí su cuerpo tibio que iba a estallar y después de cinco años me largué a llorar. Adriano me acariciaba el cuello y me besaba el pelo hasta que, extenuada, caí en un profundo sueño. Al despertar era de día y estábamos estirados en el sofá cubiertos por una manta, él ya desvelado y observándome.
            - Es mejor que te vayas. Tengo una cita con el director antes de la clase para hablar de unos informes, y no los tengo listos...
            Adriano no pareció molesto o preocupado, se puso la camisa y el saco mientras apuraba su café y metiéndose la corbata en el bolsillo, se fue con un rápido y descuidado beso de despedida. De pronto estaba sola y desolada.
            Durante los días que siguieron evité su presencia, su mirada, hasta pronunciar su nombre para que pasara al frente. Me escapaba del colegio por rutas que yo sola conocía, y lo imaginaba esperándome en la entrada principal. Sí, me repetía, merecía entrar a un convento, a uno verdadero. Pero debí saber que Adriano no es de los que se entregan sin luchar. En menos de diez días había averiguado mi número telefónico y me llamaba todas las noches. Cedí a la tentación de las largas y hedonistamente pausadas conversaciones, sin peligro de contacto. Siempre hablábamos de temas que no daban lugar a nuestros pasados, adivinaba el suyo tan negro y maldito como el mío. Empezábamos comentando arte, literatura, música; era terriblemente culto para su edad y nos sorprendíamos de compartir los mismos gustos, los mismos altares. Luego, el eco de la noche nos llevaba a temas más íntimos. Cuando colgábamos, había logrado su cometido. Debía masturbarme salvajemente para poder siquiera pensar en otra cosa.
            Aun así no ponía fin a nuestras charlas telefónicas, a sus perturbadoras miradas, a sus ocasionales asaltos en el patio romano. Se acercaba a mí por detrás y mientras mantenía la distancia esperable entre alumno y docente esbozaba los cumplidos más elegantes, las frases más eróticas y las preguntas que me hacían enrojecer. Y cuando lograba confundirme, me tomaba de la mano por unos segundos y acariciaba la palma en círculos. Cuando me percibía temblando, se alejaba, nunca triunfante sino más bien conmovido.
            No lo soporté. Me pasé noches sin atender el teléfono que llegaba a sonar durante una hora sin interrupción para concebir cómo comportarme, cómo salir de ese agujero de emociones que nunca llegaría a ignorar, no importa la edad o la experiencia. Y finalmente encontré una respuesta adecuada. Un giro cósmico, una vuelta de tuerca. Sería su geisha, su geisha occidental, le regalaría mis artes, mi sabiduría, le daría placer sin límites. Y esperaba quedar seca, sin nada de nada para ofrecer a nadie. Entonces atendí el teléfono y le dije que viniera. Llegó en menos de quince minutos, la camisa levemente arrugada, el pelo alisado al descuido. Le abrí vestida únicamente con una bata bordó de seda. Lo hice pasar y lo conduje de la mano hasta mi cama. Había cambiado mis sábanas usuales por las de raso que nunca me había animado a estrenar. Mientras lo desvestía con planeada lentitud, lo cubrí de besos cortos hasta llegar a su oreja. Te voy a enseñar todo lo que sé, le dije al oído. Luego lo hice acostarse de espaldas y dejé deslizar mi atuendo por mi cuerpo pálido pero decidido. Cuando terminamos, Adriano yacía exhausto a mi lado. Lo volví de espaldas y envuelta nuevamente en la bata granate, masajeé todo su cuerpo, hasta que lo creí dormido. Entonces me fui a duchar. Mas cuando regresé, Adriano estaba bien despierto, aún en mi cama y desnudo, pero mirando el techo fijamente. Cuando me acerqué intentando no delatar mi sorpresa, se incorporó y clavando sus pupilas en las mías preguntó por qué. Me limité a poner un dedo en sus labios. Luego acaricié su mejilla con la palma de mi mano y me quité la toalla, para rodar de nuevo por las sábanas de raso. Puse dos condiciones: discreción y ausencia de preguntas. Adriano las cumplió decentemente. En clase me echaba miradas furtivas intentando averiguar qué sucedía, o tal vez recordando lo pasado horas atrás. Era fácil que se quedara en casa hasta tarde, sus padres nunca lo vigilaban.
            Durante meses, pasó tres y hasta cuatro noches por semana en mi cama. Yo siempre tenía el comando, siempre lo sorprendía y siempre, por sobre todo, mantenía la dignidad del que enseña. Adriano aprendió mejor que cualquiera de mis estudiantes, tanto que se volvía por momentos peligrosamente dulce y apasionado. Entonces lo echaba bajo algún pretexto ridículo y bebía hasta perder la noción. Recuperé el ser inescrupuloso que había sido alguna vez. Mantenía la compostura mientras teníamos sexo, luego tomábamos coñac o café y hablábamos de arte o literatura. Algunas noches, cuando sus padres estaban de viaje, se quedaba hasta el amanecer. Me ayudaba a corregir exámenes y a poner notas, me contaba chismes de la clase, pero jamás respondió a mis indagaciones sobre lo que sus compañeros opinaban de mí, o cómo se había hecho de la información sobre mis víctimas.
            Hacia fin de año comencé a sentir una inquietante nostalgia. Adriano me había hablado de sus planes de partir a Italia a estudiar una carrera universitaria. Yo sabía que jamás volvería. Llegó inclusive a invitarme a ir. Me obligué a pensar en mi promesa pasada, en los grilletes que me ataban a la ciudad y al colegio y me negué. Esa noche me entregué como nunca a sus fantasías. Cuando se fue y me hube duchado, ya no sentía nada. En las semanas que preceden al desbande de fin de año- y a mi cada vez más cercano cumpleaños- Adriano continuó aceptando mi ‘regalo’, pero sabiendo que eran sus últimas oportunidades, olvidó su promesa y me acribilló a preguntas. ¿Qué por qué no funcionaría entre nosotros? Que no podía imaginarse sin mí... que aunque sea debería acompañarlo a Roma y conocer las calles y piazze de las que me habló durante meses... ¿Cómo explicarle que no duraría? ¿Que los pasados negros no se complementan ni se anulan entre sí? Teníamos ese trato latente de no hablar de aquello que nos oscurecería la mirada para siempre, que lo hacía a él más adulto y a mí más fría. Contestarle sería flaquear, abrir la brecha que, con mi entrega, había por fin logrado sellar.
            No quise asistir a la graduación. Esa noche fue nuestro último encuentro. Acaricié por milésima vez su cuerpo adolescente y sin embargo experto, deslicé nuevamente mis miembros sobre los suyos, se apropió de mí como tantas otras veces. Sólo que era el fin. No lo intentó otra vez. Se fue al amanecer con el cuello de la camisa abierto y un largo beso. Ya estaba de vacaciones. Desconecté el teléfono, tomé varios sedantes y me arropé entre sábanas limpias. Jamás volvería a usar las de raso.
            Un mes después cumplí años. Nada nuevo sucedió. Continuaron mis noches de insomnio, las pastillas y el alcohol. Sin embargo, antes de empezar el año lectivo, el director Miyares me citó en su despacho y con mucha delicadeza me despidió. Los padres de los alumnos se quejaban de que no les enseñaba lo suficiente. Tomé el cheque que me ofrecía y me fui en silencio. Al salir, recorrí las aulas con frescos de colores, nunca tan vívidos, y me detuve un rato largo en el patio del oculus. Afuera estallaba la tormenta y la lluvia entraba a chorros por la abertura. Mi condena está terminada, me dije. La promesa ya no depende de mí.
            Unos meses después me admitieron en un convento en las afueras de la ciudad para realizar un ‘retiro espiritual’. Cuando los portones se cerraron estruendosamente detrás de mí sospeché que no volvería a salir.