MARIO BERMÚDEZ -COLOMBIA-

Soy eterno aprendiz de escritor y poeta, de rancia estirpe rola, nacido a mediados del siglo XX en la fría Bogotá, Colombia, en donde puedo compartir esa simbiosis producto de las épocas parroquiales, el mundo en transición con el abrumador modernismo de la computación y la informática. Desde casi niño incursioné en el mundo en las letras, más como un hábito imperioso, fatigante e ingrato, cosas que también lo pueden hacer a uno feliz. He escrito algunas novelas, muchos relatos, y en los momentos de la súbita inspiración, ya en el recuerdo, ya en la pasión y ya en la imaginación, algo poesía.


Por autoedición, destaco mis títulos: El Mito Humano, una visión psicosocial de la historia de las religiones ariosemíticas. Suicidio al atardecer, Breve historia de la guerra de los Mil días en Colombia, La huella perpetua, entre otros. En poesía suelo utilizar títulos tan insólitos con palabras de un mal invento, como Tríptico Pléctrico, Pristinaciones Numénicas y Pentagrafía Estróica. Seguimos en la briega de la pluma hasta que el camino termine.

 

Pueden ver y adquirir mis libros publicados en autoedición en: MARIO BERMUDEZ EN AUTORES EDITORES>>

 

Si desea comunicarse conmigo, puede hacerlo al correo alcorquid@gmail.com o director@alcorquid.com


Desde marzo de 2015 comencé la ilusión de hacer felices a los autores de las redes al publicarles sus sueños literarios, sin más retribución que, algunas veces, el agradecimiento o el mudo silencio de que se cumplió con un propósito con seres ajenos cuyo único objetivo de distante unión es la literatura. Con este objetivo creé la Revista Literaria Trinando.

 

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El siguiente cuento es tomado de mi libro de relatos Antagonismos y desvelos

Puede adquirirlo en cualquier país de América y en España:
https://www.autoreseditores.com/libro/16287/mario-bermudez/alegorias-y-andanzas.html
 

Ilustración: foto del autor. Atalaya
de La Picota
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LA MANO DESDE LA VENTANA
 

Simplemente caminábamos por la carretera interna que conduce a la salida de la cárcel. Los bloques de edificios eran altos y entristecidos por el vaho de la ignominia, y se yerguen entre dos altas cercas de alambre, coronadas por concertinas pavorosas que siempre amenazan con desgarrar la piel y aún la imaginación. En el espacio que había entre cerca y cerca, que era de más o menos de dos metros de ancho, se paseaban unos caninos encargados de la ingrata misión de vigilar instintivamente que nadie fuera a escapar, lo que realmente era imposible porque las nuevas edificaciones de la cárcel se habían diseñado como de alta seguridad, y que se sepa, hasta el momento no ha habido ninguna fuga significante, excepto de la de un hombre que fue escondido, con complicidad interna, entre los carritos que transportan la ropa a la lavandería. Yo iba al lado izquierdo de Kevin, sin dejar de mirar y analizar las lúgubres edificaciones. Las ventanas eran alargadas y delgadísimas, por donde no podría escaparse, siquiera, el hombre elástico, la mayoría con los vidrios opacos, algunas otros con los cristales (es un decir, porque por seguridad, creo, que son plásticos) rotos o sin ellos, como si tal actitud representara las imposibles alas de la libertad. En la mayoría de las ventanas colgaban algunas prendas para aprovechar el sol de los atardeceres, y, lo más curioso, en casi todas sobresalían los traperos de melena blanquecina, que se aireaban como fantasmas agonizantes, dándole un aspecto más deprimente a las edificaciones.


Continuamos caminando, a la vez que comentábamos las incidencias de aquella fría mañana, cuando Kevin y yo habíamos llegado al penal, y cuando apenas las primeras luces del día comenzaban a despuntar tímidamente entre una bruma que nos hacía tiritar de frío. Afortunadamente todo había salido bien y retornábamos por el mismo camino por donde habíamos llegado, entre el frío que persistía. De repente vi una mano que se agitaba por una de las ventanas, más o menos en el cuarto o quinto piso, no lo sé, pues no me puse a contar. Esa mano me sorprendió, porque era tan blanca y delicada, casi traslúcida. Le dije a Kevin que parecía la mano de una mujer, a sabiendas de que era imposible porque la cárcel es para hombres. Casi que me detuve y seguí analizando la mano, y escudriñando para ver si el rostro detrás de la ventana se veía. Pero no, solo se veía aquella mano que, con premura, algo de angustia al comienzo y, luego, con una seguridad fantasmal, continuaba saludando. Sin pensarlo mucho, levanté mi mano y comencé, con una insistencia fervorosa, a devolver aquel saludo que se fugaba por la ventana, mejor, ventanilla. A pesar de que no vimos el rostro del dueño de aquella mano, sabíamos que él nos estaba viendo. La mano continuaba agitándose, ahora con mayor efusividad, y yo continuaba devolviendo el saludo con mi mano derecha en alto, y hasta subí el dedo pulgar como indicación de que todo estaba bien, y que deseaba lo mejor para el prisionero, aunque no creo que pueda haber algo mejor cuando, por cualquier circunstancia, se pierde la libertad. De repente, la voz del hombre detrás de la ventana se escuchó con toda potencia: «Bendiciones, muchas bendiciones, que mi Dios los bendiga. Muchas gracias. ¡Bendiciones!». Juro que me sentí abatido y en el fondo contento por haberle podido dar a un ser humano unos segundos confortantes, consuelo a la distancia de unos treinta metros y, tal vez, una efímera alegría, que, al menos, yo nunca olvidaré. En la voz del hombre se percibía un dejo de gratitud inmensa, que se fugó por la ventana; esa era la manera del prisionero de escapar, aunque fuera por unos segundos, de su calabozo. Personalmente llegó hasta mí, el sentimiento de gratitud del prisionero como si fuese una nube invisible que me envolvió.


Caminamos hasta la salida, mientras yo seguía profundamente admirado por el suceso. ¿Quién sabe por qué delito está ese hombre ahí? Puede hasta tener varios muertos a sus espaldas, de pronto sea un ser de esos que la sociedad punitivamente denomina sanguinarios. Pero hay momentos y circunstancias de la vida que le hacen sentir a un ser humano abatimiento, por más poder que tenga, por más que cruel que sea, por más cuna de oro en donde haya nacido. Esos inevitables momentos de abatimiento, son los que de verdad nos hacen sentir profundamente humanos e infinitamente débiles, Kevin. La fragilidad humana equilibra la crueldad, y ese hombre al saludarnos y al agradecer que hayamos tenido en cuenta que allí adentro había un ser humano, no un prisionero, un ente desconocido o, aún, un ser inexistente o un monstruo, se sintió reconocido como persona, independientemente de los delitos que haya podido cometer, motivo por lo cual purga su pena allí. Sí, Kevin, hay muchas circunstancias, la mayoría de ellas aparentemente insignificantes y cotidianas, que nos hacen sentir profundamente humanos, una de ellas, en el aspecto emocional, es el abatimiento; esos instantes en que nuestros espíritus se desmoronan y caen en una caldera hirviente en donde con inmenso dolor y angustia se disuelven, como arrancándonos hacia el infierno: en esos instantes es cuando nos sentimos profundamente humanos y cuasi infinitamente lábiles.


Seguimos avanzando, cruzamos los puestos de control sin que nos revisaran, y alcanzamos la avenida hasta que nos montamos en un bus.