MARIO BERMÚDEZ -COLOMBIA-

Solamente quiero resarcirme del tiempo del olvido, buscar el fuego prohibido y atizar la llamarada para que entre la humareda renazcan las plumas que destilarán tintas, rojas e iracundas, que formarán unas letras siempre inconclusas.
Ahí con la quijotesca idea de escribir alguna cosa, y que sea esta la oportunidad para presentarle algunos mis libros, en el siguiente enlace:
 

MARIO BERMUDEZ EN AUTORES EDITORES

 

Destaco, los siguientes libros:

Se pueden, también, solicitar en PDF al correo alcorquid@gmail.com
 

Para este número de Trinando, deseo compartir el relato Furia Verde, de mi más reciente libro Alegorías y andanzas
 

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PÁGINA 20

 

 

FURIA VERDE

 
Es increíble que alguien sea tan porfiado, cuando debe ser desconfiado y perspicaz al máximo, producto de su actividad, pero, ¡ah cosas que hace el placer! El Pato Mendieta fue uno de los más reconocidos esmeralderos por su inmensa riqueza, la sospecha de sus vínculos con las actividades delictivas y por el halo de crueldad que, según las malas lenguas, lo caracterizó. Además, tenía una suerte extraordinaria para encontrar las pepas verdes, hasta en el lugar menos esperado. Durante mucho tiempo, rodeado de guardaespaldas, temerarios matones a sueldo, y aduciendo su buena suerte en el ejercicio de la pesca verde, se metía a las minas y cernía en las quebradas, para casi nunca fallar en la obtención de, al menos, una gema. Esa obsesión por «embarrarse» casi lo lleva a la muerte más de una vez a consecuencia de las venganzas, rencillas por malas reparticiones e intentos de secuestro por su riqueza. Finalmente, cuando le aconsejaron, especialmente su mujer, que dejara de ir a las minas como un guaquero común, ya que no tenía necesidad de eso, dejó la actividad que tenía como agüero y no como necesidad. Así, que por precaución y muy a pesar de su Agüero presencial, el Pato Mendieta no volvió a las minas de esmeraldas, sino que se dedicó a disfrutar, con todas las extravagancias inimaginables, de la vida de magnate, dedicado, a la vez, al exclusivo círculo de los negocios verdes que por aquel entonces estaba en auge.


El ascenso del Pato Mendieta fue vertiginoso, como casi el de todos los esmeralderos con suerte, pues con una gema, en un cercano y único golpe de suerte, accedían a una exorbitante fortuna, que, por lo general, desataba una guerra incontenible y una sarta de envidias. Cuando las cosas apenas comenzaban para el Pato Mendieta, y ya contaba con buena fortuna y reconocimiento, le sucedió un acontecimiento especial.


Haciendo la prístina ostentación del poder, y obnubilado por los primeros días de gloria, se dedicó a derrochar el dinero en los volubles placeres mundanos. Bebida, barra libre en las ferias y fiestas de los pueblos, y, su máxima obsesión, hermosas jovencitas, «pimpollitas», como él solía llamarlas, empleando siempre un tono morboso. Por aquellos días, comenzaba a crecerle la barriga, cosa que no le preocupaba en lo más mínimo, porque decía que esa era la característica de los hombres, ricos, valientes y de pelo pecho. Fue para unas ferias y fiestas que el Pato Mendieta, además de pagar tres noches de licor a sus admiradores, se hizo acompañar de tres hermosas jovencitas universitarias traídas desde la capital. Las mimó, las consintió y, en compañía de sus dos lugartenientes más cercanos, se prodigó noches de sexo, licor y drogas con ellas, prometiéndoles una fortuna como pago, a lo cual las jovencitas accedieron sin reticencia alguna, y sin miramientos porque el Pato Mendieta era un hombre gordo, feo, vulgar y ordinario, lo importante era que tenía el atractivo que un hombre debe tener para ser afortunado con las mujeres de tal índole: dinero a caudales.


Al tercer día, y en un alarde de su sencillez, el Pato Mendieta, luego de una noche de desbordamiento sexual y de vicio, decidió enseñarle a sus tres hermosas pimpollitas la colección de veinte piedras verdes que portaba en un pequeño saco de cuero amarrado al cuello, al lado del enorme crucifijo de oro y esmeraldas, sostenido por una gruesa y pesada cadena del mismo metal. Jugaron con las esmeraldas albures atrevidos, y las piedrecillas fueron puestas en las partes pudendas de las chicas, retiradas con caricias libidinosas y hasta con los labios resecos por la huella de los desmanes de la noche anterior. Las jovencitas se enternecían ante los juegos del placer, y con voz de gatas sedosas, le decían al Pato Mendieta que, al menos, les regalara una esmeralda, a lo cual el hombre contestó que «cualquier otra cosa, menos una esmeralda» «¿Y por qué, mi amor?», preguntó dulcemente una de ellas. «Porque eso le trae la peor de las suertes a un esmeraldero, y hacerlo será su perdición», refutó el hombre de acuerdo a sus supersticiones recalcitrantes. «Una esmeralda no se regala, se vende, porque si no eso da ruina. Además, son para negociarlas», remató el Pato Mendieta, también con voz meliflua. «Como tú digas, mi amor», respondió otra de las chicas. En ese juego de travesuras del placer, el día fue pasando entre los malabares orgiásticos, hasta que al final de la tarde, todos cayeron rendidos de sueño y agotamiento, apestando entre los fluidos corporales.


Al día siguiente todo parecía haber retornado a la normalidad, más cuando en la víspera las ferias y fiestas de aquel pueblo habían terminado, y los artistas contratados se iban para otros jolgorios y los mercaderes desarmaban sus tenderetes a lugares de mejor oportunidad. Tal como se había acordado, las tres jovencitas serían enviadas cómodamente en Velotax a la Capital. En la despedida, el Pato Mendieta sacó tres fajos de billetes, y en un último alarde de morbosidad puso cada uno de los fajos en las tangas de las chicas. «Para que los disfruten mucho, pimpollitas», se despidió mientras las manoseaba. Las jovencitas tomaron sus maletas y fueron acompañadas al vehículo por uno de los hombres del esmeraldero. En medio de saltitos coquetos, las chicas se subieron al taxi, y sin dejar de despedirse con las manos y de lanzar besos, desaparecieron por entre la polvareda de la carretera.


Momentos después, el Pato Mendieta decidió darse un baño. Silbando se metió a la ducha, a la vez que mal cantaba una ranchera interpretada por Vicente Fernández, Pero sigo siendo el rey. Salió del baño y comenzó a vestirse lentamente, mientras continuaba cantando y silbando, está vez, La cama de piedra, cantada por Cuco Sánchez. Se acomodó la enorme cadena de oro con el crucifijo engastado de esmeraldas, se acercó a la mesita de noche y agarró la bolsita de cuero y se la acomodó. De pronto palpó la bolsita de cuero con curiosidad. Hizo un gesto de extrañeza y volvió a tocarla. Siguió tocando y palideció intensamente. Casi de un solo jalón se quitó la bolsa del cuello y la abrió para cerciorarse del contenido. «Vida hijueputa, las pepas», gritó. Puso la bolsa sobre la mesa de noche y, como un loco, comenzó a buscar las gemas, revolcándolo todo, sin encontrar nada. Estaba bien claro, de eso no tenía la menor duda, después de jugar con las chicas había guardado las esmeraldas en la bolsita de cuero, que introdujo en el cajón principal de la mesa de noche. Metió la mano debajo de la almohada y sacó un revólver plateado, calibre treinta y ocho. Salió hacia la puerta de la habitación y pegó un gritó que retumbó por todo el hotel.


―Carrillo y Vélez, vengan inmediatamente ―llamó.


Al instante aparecieron sus dos hombres de confianza. El Pato Mendieta le puso el revólver en la cabeza a Carrillo


―¿Cuál malparido se robó las pepas?


Los hombres palidecieron.


―¿De qué habla, jefe?


―No se me hagan y los güevones, ustedes cogieron las esmeraldas en un descuido mío. ¡Los voy a quebrar, par de hijueputas!
Los hombres, en medio de la angustia, cayeron de rodillas y juraron y rejuraron que no habían cogido ninguna gema, y que serían incapaces de hacerle un robo al jefe.


―¿Entonces cómo putas desaparecieron las esmeraldas? ―preguntó, enrojecido de la ira, el Pato Mendieta.
Vélez se sintió iluminado:


―¡Las chicas! ―exclamó triunfante.


Se hizo un silencio aterrador, y los tres se miraron entre sí. Con un poco más de serenidad, el Pato Ariza bajó el arma e hizo seguir a los dos hombres.


―Ojalá que sea cierto, porque si no, van a ver lo hijueputa que soy yo ―amenazó― ¡Yo mismo los voy a descuartizar vivos!


―Pero ¿quién más, jefe? Ellas se quedaron aquí después de que nos fuimos a comer algo.


―Deje de hablar mierda, Carrillo, y alcance ya el radio teléfono. Ojalá que no vayan muy lejos las perras esas.
El Pato Mendieta tomó el teléfono y se comunicó con uno de sus secuaces en el próximo pueblo. Dio los detalles completos sobre el taxi que llevaba a las jovencitas. Miró el reloj y dedujo que todavía no habían llegado al pueblo vecino, porque el recorrido demoraba cerca de dos horas.


―Sí les toca ir hasta la capital por esas zorras, tienen que ir ―ordenó de manera perentoria―, pero me las traen aquí rápido y vivas.
El esmeraldero cortó la llamada:


―Aquí esperaremos los tres bien sentaditos ―dijo.


De manera constante, el Pato Mendieta se comunicaba con los cazadores de chicas para saber qué estaba pasando. «Que estamos en esas, jefe». Después de una hora el radio teléfono sonó, y el patrón de un solo salto contestó.


―¿Qué pasó? ―preguntó.


―Ya tenemos a las golondrinas ―le contestaron.


―Tráiganlas, las quiero sanas y salvas.


―Bueno, señor.


―Y ustedes dos, prepárense porque lo que viene va a estar muy bueno ―se dirigió a Carrillo y a Vélez.


Mirando insistentemente el reloj, y sin salir a comer algo a pesar del hambre, el Pato Mendieta se arrellanó pacientemente en el sillón, sin dejar de darle vueltas al revólver con el dedo índice de la mano derecha. Los tres permanecieron en silencio hasta que, casi hora y media después del anuncio, se escuchó la bocina de un auto abajo. Era el taxi en que antes habían despachado, con tanta alegría, a las jovencitas. De la parte delantera del auto descendió un hombre grande y rudo, y dos personas que venían en motocicleta abrieron las puertas traseras, y casi a empellones hicieron que las tres chicas entraran al hotel.


Ateridas de terror, las tres jovencitas aparecieron como muñecas de cera bajo el marco de la puerta de la habitación. El Pato Mendieta se quedó mirándolas de arriba abajo con un gesto despectivo.


―Quiero mis esmeraldas ya ―gritó.


Las tres chicas cayeron arrodilladas al piso, implorando clemencia y asegurando que ellas no tenían nada. Por poco el Patio Mendieta termina convencido, hasta que Carrillo desenfundó el revólver y se lo puso en la cabeza a una de ellas.


―Dicen dónde están las pepas, o las mato una por una.


―Si no confiesan, no les daremos un tiro, sino que las descuartizaremos con una motosierra lentamente ―amenazó Vélez.
Las tres pimpollitas comenzaron a gritar enloquecidamente. De repente una de ellas gritó.


―¡Nosotras las tenemos!


―Listo, entréguenlas ya y dejen el griterío ―dijo el Pato y Mendieta.


―Pero, por favor, no nos vayan a hacer nada malo ―suplicó la otra chica, la rubia.


―¿Dónde están las pepas? ―preguntó el Pato Mendieta.


―Nos las tragamos ―dijo la trigueña.


Los hombres se observaron entre sí, sorprendidos.  El Pato Mendieta miró a los hombres que habían traído a las jovencitas.


―Salgan y me traen todos los laxantes que encuentren en la droguería ―ordenó―. Y quiero que nadie entre a este hotel mientras pasa el mierdero.


Los hombres salieron prestos a conseguir los laxantes, mientras que Carrillo y Vélez ataron a las chicas al sofá. Al rato aparecieron los hombres con una docena de frascos.


―Hemos dado la orden para que nadie entre al hotel ―dijo uno.


―Bueno, muñecas, cada una se va a jartar dos frascos, si quieren quedar con vida. Y salen las tres ya para el baño a botar las piedritas. ¿Qué dijeron, lo dejamos sano?


Casi a juro y temblando de miedo, las tres bebieron el laxante y a empujones fueron metidas al baño. El Pato Mendieta, Carrillo y Vélez entraron con ellas, mientras que los otros tres se quedaron vigilando en la habitación.


―A cagar en la tina y ustedes mismas meten sus manitas para recuperar las piedras. Y tienen que aparecer todas, toditas.


Ellas apenas sollozaban y movían tristemente la cabeza en señal afirmativa y sumisa. En el medio de los guaqueros lo más común, y con mucha destreza, era tragarse las gemas una vez encontrada alguna de ellas, con el fin de ocultarla y protegerla, aunque muchas veces no faltó alguno muerto con la panza abierta a cuchillo para extraerle la esmeralda que se hubiese tragado.


Con una fetidez insoportable por la diarrea, las tres jovencitas comenzaron a buscar entre las heces, y, una por una, fueron apareciendo las esmeraldas hasta completarse las veinte. Las echaban en un recipiente con agua para limpiarlas, tal como se hacía en las minas al momento de cernir. Aquellos cuerpos bellos ya no produjeron placer sino repugnancia. Recuperadas todas las esmeraldas, los tres hombres abandonaron el baño.


―Y ustedes limpien bien el mierdero que armaron –les ordenó el Pato Mendieta a las infortunadas.


Sin el menor escrúpulo, limpió las esmeraldas con un paño y las fue guardando en la bolsita de cuero. Luego de un rato, las chicas aparecieron en la habitación apenas en tanga.


―¿Podemos vestirnos e irnos ya? ―preguntaron al unísono.


―Vístanse ―apenas dijo el Pato Mendieta.


Con rapidez, y con un sentido de extraña liberación, las tres chicas se vistieron y trataron de coger sus maletas. Querían desaparecer lo antes posible


―Queremos irnos.


―Sí, pero antes me devuelven el dinero que les di; no se lo merecen por ladronas.


Esperanzadas en que l pesadilla iba a terminar, una por una le devolvió la plata al Pato Mendieta, que escupió con rabia al piso. Levantó la mirada, ígnea y rencorosa, hacia Carrillo y Vélez, y dictó sentencia:


―¡Llévenlas al río!