BENITO ROSALES BARRIENTOS -MÉXICO-

BESOS CARMESÍ
 
Mi padre nunca contó a la prensa que él la tenía. De nada hubiese servido, no le habrían creído, y a él, lo que menos le atraía era llamar la atención. A menudo le huía a las cámaras y cuando tenía que dar una entrevista era porque era imposible evitarla. La pelota permaneció con nosotros todo este tiempo y nunca pretendió que fuera de otra manera. Para él era un gran tesoro. Contar su origen era una de sus historias favoritas, parecía disfrutar cada palabra. En el fondo era una historia de amor y siempre terminaba emocionado, llorando como si reviviese cada instante y sintiese todo como la primera vez.
Todo había comenzado años atrás cuando aún era muy pequeño y contaba con apenas cinco años en una liga de softbol en su natal Monterrey. Contrario a la mayoría de las familias, en la de él su mamá era la deportista. Su papá no practicaba ningún deporte, vivía ajeno a todo este tipo de cosas, era director de una importante empresa de transporte y vivía atrapado detrás de su escritorio. Apenas si convivía con él. Caso contrario al de su madre, con la cual pasaba todo el tiempo. Si ella iba al súper, él iba detrás de ella, y si en la tarde iba al café con las amigas, ahí estaba él escuchando ociosamente pegando la nariz en las ventanas del restaurante en turno. Fue inevitable no enamorarse del beisbol, toda la santa semana veía a su madre entrenar y hablar de éste con medio mundo. Cada viernes y sábado la veía jugar, siempre a muerte, como si fuera el último partido de su vida. Bueno, no propiamente beisbol, porque ella jugaba soft, pero bien podía haber hecho trizas a dos tres “beisbolista de nalguita parada”, como decía sonriendo mi padre cuando hablaba de ella.
 
Para él, de los cinco a los diez años, no había mejor cosa que hacer los sábados en la tarde que ir a disfrutar de un buen juego de pelota con la abuela en el diamante. Jugaba de pítcher y jardinera central, era una líder, decía él emocionado. Dos años consecutivos se llevó la jugadora del año, y tres más, lo hizo nuevamente de manera salteada. Es verdad, era una liga amateur, no contaba con buen nivel, solo de vez en cuando la prensa local sacaba algunas notas sobre sus partidos, pero sin mayor trascendencia. Pero para ella eran grandes logros. Cuando mi padre la vio por primera vez alzar y besar el primer trofeo, pensó por primera vez en jugar en beisbol.
Sin embargo, nada sería sencillo. La abuela murió muy joven, con escasos 38 años de edad. A pesar de su juventud y fuerza, un cáncer se la llevó en seis meses. Fue un golpe duro e inesperado, y con apenas una decena de años, mi padre se descubrió solo en el mundo. El abuelo era un buen hombre, pero siempre atareado y sin la candidez e inmediatez de la abuela. Se llenó de nanas, lo que le sobraba al abuelo era dinero, pero evidentemente ninguna era comparable con su madre. De ser un niño alegre e hiperactivo, se convirtió en un niño serio y reservado. Era inseguro, a menudo se encerraba en su recamara para dormir horas ininterrumpidamente. Todo le parecía ajeno, y aunque el abuelo trataba de ayudarlo, jamás hubo esa conexión que ellos dos hubieran querido. Al final, él terminó donde mismo: encerrado en su oficina, sólo que con una nueva esposa, y él, mi padre, su único hijo, abandonado en casa sobre el sofá viendo partidos de beisbol abrazado del bate de su madre.
Pasaron así los años de la secundaria y la preparatoria sin mayor novedad. Hasta que el primer día en la universidad, a los diecisiete años, siete años después de la muerte de la abuela, después de un día largo de andar de un lado para otro en el campus conociendo las instalaciones, desempacar y acomodar sus cosas, las bromas de las novatadas se hicieron presentes: los cristales de su dormitorio fueron destruidos a pelotazos, decenas de bolas de beisbol quebraron los cristales de las ventanas y tuvieron que salir despavoridos. En un par de segundos todos los nuevos estudiantes que curiosamente estaban en el último piso del edificio, donde no había ascensor ni agua entubada, menos calefacción, fueron desalojados a la azotea por una lluvia de pelotas beisboleras. Era la bienvenida. Su nueva facultad era una potencia en beisbol universitario y guardaban las pelotas que ya no servían de los juegos para el inicio del ciclo escolar, esperando ansiosamente el inicio del nuevo ciclo académico para realizar la ya famosa marcha por la calle central del campus y romper los cristales de las ventanas de los alumnos recién llegados. Era diciembre y cada ventana rota equivalía casi a dejar al inquilino a la intemperie. Era una fría bienvenida para los noveles desconocidos.
 
El cielo lucía encapotado, amenazaba lluvia, contaba mi padre. Una brisa húmeda acariciaba los cuerpos semidesnudos de los novatos, habían sido sacados de sus camas para contemplar la noche fresca, sentir el sereno y ver aquel ruidoso desfile. Sus rostros mostraban impotencia. Un par de chicas lloraban. Otros trataban de encontrar el lado amable y sonreían al escuchar los cristales de las ventanas hacerse pedazos, sonreían y decían que un año ellos estarían haciendo lo mismo. Entonces, mi padre, cansado, estalló enfurecido, ¿por qué tenían que esperar? Sin decir más, bajó corriendo por las escaleras en busca del bate de la abuela que siempre lo acompañaba y comenzó a batear a los otros edificios. Los demás pronto entendieron el asunto y asumieron el rol de pitcher. En tan sólo unos instantes se organizaron y lo rodearon, las pelotas que lograban llegar a la azotea eran capturadas por ellos y se las lanzaban a él para que las bateara con fuerza a las ventanas de los vecinos de enfrente, a los de los primeros pisos.
 
Fue una larga jornada, recordaba con una gran sonrisa, apenas terminaba un swing cuando había una nueva pelota en el aire. Ese día rompí el record de ventanas de mi cuadra, decía bromeando. Pronto, el edificio de enfrente, en los primeros pisos, también comenzó a lucir cristales rotos. Fue una noche épica, contaba emocionado. Si bien no consiguieron nuevos cristales para sus ventanas y sufrieron durante el invierno las inclemencias del tiempo, algo de satisfacción sentían al pensar que algunos de los que les rompieron las ventanas también lo vivían.
 
Se hizo famoso por primera vez. Su nombre pasó de boca en boca y en tan sólo una par de semanas, lo tenían en el primer equipo de la facultad. Él que se sabía toda la historia del beisbol de cabo a rabo y que amaba ese deporte, quizás como nadie, pero que nunca, nunca lo había jugado fuera de su cuadra, ni siquiera cuando iba a ver a la abuela. ¡Qué chasco y sorpresa se llevó el entrenador al enterarse! Apenas si sabía tomar un bate. Quizás ahí hubiera terminado todo, pero algo extraño sucedió. La gente lo pedía y se vieron obligados a ponerlo dentro del line up.
La primera vez que estuvo dentro del diamante, fue una ráfaga de emociones y sentimientos. Al contemplar las luces y las gradas, entró en una especie de trance que hizo que ese gran amor que ya sentía se incrementara. Se enamoró y se volvió a enamorar, como años atrás lo había hecho su madre. Lamentablemente su participación pasó sin mayor novedad. Fue un partido gris y aburrido para todos, pero para él fue el inicio de la gran aventura de su vida.
 Para su desgracia, poco a poco, fue relegado hasta quedar en las reservas. Así como corrió su fama de ser él quien destruyó tantas y tantas ventanas con un solo bate en una misma noche, también se corrió su fama de que era muy malo para jugar y que no le daba de palos ni a una piñata. Eso en otras condiciones lo hubiera desalentado, quizá unos meses atrás, pero después de haber jugado un par de juegos sobre el pequeño estadio, que dicho sea de paso, hoy lleva su nombre, le fue imposible renunciar.
Por las tardes se quedaba a entrenar tiempo extra y la noche siempre lo encontraba con el bate sobre el hombro esperando una pichada. Desde ese tiempo no le agradaban mucho las máquinas de lanzar pelotas, siempre prefería practicar bajo el sol y en el campo de juego. Decía que no había nada igual que estar dentro de éste. El problema era que nadie le aguantaba el paso y después de un cierto tiempo se quedaba solo. Entonces se complicaba un poco la situación, pues no había con quien batear o pichar. Así que después de un tiempo, mi padre tuvo que hacerse de sus propias pelotas y lanzarlas el mismo. Si quería entrenar de noche, no había otra forma de hacerlo. Él lanzaba la pelota al aire y bateaba indiscriminadamente a cualquier parte del campo, luego corría a recogerlas y comenzar de nuevo.
 
Durante muchas semanas ésa fue la dinámica, el pequeño estadio donde practicaba quedaba desierto, solo algunas palomillas volando alrededor de las luces del campo y el sonido de los grillos, lo acompañaban. Hasta que “alguien”, comenzó a regresarlas. Fue de una gran ayuda y una gran sorpresa. Él sólo lograba ver la sombra detrás de los arbustos. Asumió sin pensarlo que era el jardinero, el personal de mantenimiento del estadio o el velador. Fuese quien fuere, era de gran ayuda, pensaba, pues ya no tenía que ir corriendo a recogerlas. Decidió comenzar a comprar un poco de café y galletas para dejarlas a la salida. Era una manera de corresponder a tan fina atención, pensaba. Lo cierto es que años después se enteró de que no había nadie asignado en ese estadio. Se quedó mudo y extrañado al enterarse, ¿quién era el que día a día lo acompañaba a sus entrenamientos?
 
Quizá lo hubiera averiguado en ese momento, pero algo ocupaba ya toda su atención. Después de seis meses de trabajar duro, ya no era tan malo como al principio y lo tenían contemplado para un partido difícil a mitad de la temporada. No eran finales, pero ya era algo, meditaba, mientras contemplaba la foto de su madre antes de dormir. Cuál fue su sorpresa al pegar un palo de vuelta entera un par de veces. ¡Fue sensacional! Lo sacaron en hombros, se había llevado el partido. Al llegar a su departamento, casi no durmió de la emoción. Finalmente había vuelto a jugar y lo había hecho bien. Una gran satisfacción lo invadía, recordó emocionado las noches épicas de su madre y la sintió más cerca que nunca, pero para su sorpresa eso no lo era todo. Algo increíble había sucedido. Al despertar, encontró una pelota de beisbol sobre el buro del lado de su cama, pintada con un beso, con un labial muy parecido al de su madre, un rojo carmesí como el que ella siempre trataba de utilizar y que tantas veces quedó pintado sobre su mejilla. Fue inevitable la relación y se puso a llorar. Para ser una broma era muy pesada, pensó, y trató de no contárselo a nadie. Confundido se puso discretamente a investigar. Tal vez sólo era un mal entendido, pensaba, sin saber exactamente qué sucedía.
 
El resto de la temporada fue de ensueño y aquello de la pelota se repitió varias veces más. Ya en el primer equipo pudo tener acceso a otro parque dentro del campus y olvidó lo del “velador” que le regresaba las pelotas, aunque ya tenía una idea más clara de lo que sucedía. Esa temporada no alcanzó a ser campeón bateador, había iniciado muy tarde, pero después, lo fue cuatro años consecutivos. Un record dentro de la universidad, el primero de su larga carrera. Apenas se graduó fue fichado en las grandes ligas y después de un ir y venir sin mayor pena ni gloria, tuvo la oportunidad de venir a jugar a México. Aquí fue donde comenzó la leyenda. Logró más títulos que nadie y barrió la liga varias veces. Su recamara se llenó de pelotas con besos pintados, después de cada partido importante.
Para ese entonces ya no había duda, él estaba cien por ciento seguro de las travesuras de su madre. Así que cuando alzó su último título, en aquel juego contra Diablos de México en el Distrito Federal y pegó un par de cuadrangulares, él sabía al correr las bases que ésta pelota, la del triunfo histórico para ser campeón tres veces consecutivamente, cayera donde cayera, estaría al amanecer en su recamara, con un tierno y dulce beso pintado, color carmesí, el sello distintivo de ella.
 

 

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Benito Rosales Barrientos, nació en Monterrey, Nuevo León, México, en 1978, ha participado en varios talleres literarios de ciudad natal, entre ellos El Nudo de José Julio Llanas, Los Elegidos de Eligio Coronado, también ha tomado asesorías particulares con Jorge Chípuli y Marisol Vera Garza.
 
Es autor de:
1.- “Sobre la Cornisa del Laberinto” Ediciones Morgana 2016 (Poesía)
2.- “Cuando estos Cielos caigan como Ojos de Gato” Ediciones Morgana 2018 (Poesía)
3.- “Las Flores del Jardín” 2017 (cuento representado en teatro guiñol como parte de una estrategia de comunicación durante el ejercicio del FORTASEG 2017, de la Dirección de Prevención Social del Delito de Monterrey, para promover la cultura cívica, buen gobierno y cultura de la legalidad, en 20 colonias, llegando a un aproximado de 200 niños)
4.- “La niña y la serpiente” (el cual fue traducido al italiano en el 2018, y forma parte de una plaqueta de cuentos latinoamericanos por la asociación civil LUNA ROSSA en Italia)
5.- “Narraciones Extraordinarias de un Árbol en Patines”, Ediciones Morgana (Colección de 10 eBook compuesta por: El Tlacuache robot, El día que el delfín se quedó callado, El hechizo, La Ola Martina, El dromedario rapero, Paco Pollo Matemático, Sueño de lobos, Poly y Zuu, El malo de los cuentos, y Un Día Hermoso; de los cuales destaca “Poly y Zuu” el cual desde el 2017, hasta la actualidad, forma parte de un programa de difusión de la Mediación, por parte de la Dirección de Prevención Social del Delito del municipio de Monterrey, teniendo una cobertura aproximada de 300 instituciones llegando a más 20,000 niños)
6.- “Rastros del Innombrable”, publicación independiente 2020, la cual cuenta con 8 cuentos de horror desarrolladas en escenarios rurales de Latinoamérica.
7.- “El Robot” cuento incluido en la antología “Memoria del confinamiento 2020” publicada por el grupo “Los Zarigüeyos” en Monterrey N.L.
 
Obtuvo mención honorifica en el PRIMER PREMIO LITERARIO DEL PARLAMENTO DE LAS AVES 2020, con el cuento: “El pintor de peces”.
 
Actualmente participa en el programa de Facebook: Tiempo Literario con el maestro Eligio Coronado.