MERCHE BLÁSQUEZ -ESPAÑA-

Culpable
 

Aurora ya estaba allí cuando empezaron a llegar los familiares del difunto Carlos Javier. Había sacado un café de la máquina, que le había costado bien caro para la escasa calidad que tenía, pensando que al menos le serviría para mantenerse despierta y alerta. Nada más lejos de lo que esperaba: por error seleccionó descafeinado y, para colmo, sus tripas habían reaccionado mal, y tuvo que apresurarse al baño. Fue así como se perdió el numerito de la viuda en cuanto presentaron el ataúd.
  Al salir, todavía había revuelo.
  —¿Qué pasa? —preguntó a unas mujeres con aspecto de alcahuetas.
  —Dicen que tiene un ataque de ansiedad, pero no sé yo... —empezaron a rajar como hienas— Esta es más falsa que un billete de 3,78€. ¡Si anoche tenía puesto reggaeton como si nada, que lo oí yo, que vivo pared con pared!
  De pronto, la vecina cotilla enrojeció y, acercándose a Aurora, le cuchicheó:
  —Niña, tú no serás amiga de ella, ¿no?
  —No, no, señora. Yo soy compañera de trabajo del difunto.
  La cara de la mujer volvió a cambiar. Parecía un usurero avistando una presa.
  —¿Quién eres?, ¿la que se lo tiraba? —dijo guiñando un ojo.
  —Eh... No, no... Solo vengo en representación de la empresa, soy de recursos humanos —mintió ella mientras se cercioraba de que el abrigo disimulaba perfectamente la ubicación del arma reglamentaria.
  —¡Claro, qué boba soy! ¿Cómo iba a presentarse ella aquí, delante de la mujer? — Aurora siguió la corriente a la mujer y se sonrió, dándole la razón.— La policía no se entera de nada. Fue el marido cornudo. Vino un día por allí y llamó a mi puerta; me dijo que estaba buscando a su mujer, me enseñó la foto, y yo la reconocí, pero no le dije que acababa de verla entrar con el señor Carlos Javier, porque ¿sabes, niña?, yo no me meto en la vida de los demás.
  Aurora asintió. Cualquier interrogatorio no era ni la mitad de eficaz que acercarse a una informadora profesional.
  —¿Usted cree que fue el marido de la querida?
  —¡Desde luego que sí! Y no lo hizo él solo: la viuda tuvo mucho que ver. Yo creo que lo planeó todo ella, fíjate.
  —¿Y eso?
  —Porque mira: mi chaval se conecta a internet por el router de ellos, que es él muy apañado para estas cosas, y me dijo que podía ver lo que hacen en el ordenador, y vio que ella había estado buscando por internet para comprar veneno o algo así. Unos días después les llegó un paquete por correo. Ese mismo día vi otra vez el coche del cornudo, y como me extrañó, espié por la mirilla y lo vi entrar en la casa de ellos cuando el señor no estaba. Luego se fue, después se fue ella también, que para mí que se fue solo para tener eso que... no me sale el nombre... eso que demuestra que uno no ha podido ser quien cometa un crimen.
  —¿Una coartada?
  —¡Eso! Que no me salía la palabra, niña. Pues lo que te digo: que la señora salió, cosa que no suele hacer, y por lo visto se fue a un bar, y se aseguró de que se fijaban en ella para que pudieran decir que era verdad, que estaba allí cuando murió el marido; pero para mí que le habían dejado el veneno en el whisky, porque el hombre siempre se tomaba un whisky cuando llegaba a casa, que lo veía yo, porque se salía al balcón a tomarlo mientras se fumaba un puro, porque la mujer no le dejaba fumar en casa, y ese día hizo lo mismo y se desmayó en el balcón. Pero ya te digo que yo me callo porque no me meto en la vida de los demás.
  —Sí, sí, entiendo...
  La viuda continuaba en su aparente ataque de ansiedad. Varias personas estaban con ella, atosigándola más que calmándola. Sus pertenencias habían quedado a un lado, entre ellas un teléfono móvil, que vibró y se iluminó indicando la recepción de un mensaje. Aurora estaba justo al lado, y pudo leer la vista previa del mensaje:
  «Ahora falta mi mujer. El accidente ya está preparado, está bien esto de tener un mecánico que me debe favores».
  —¡Abran paso, por favor! —levantó la voz Aurora, mostrando su placa de policía—. Señora Estévez, acompáñeme a comisaría, si es tan amable.
 

 
 
 
El amor y la muerte
 

          Por fin la vi, después de tantos años. Fui al funeral de su marido, muerto en accidente laborarl: se cayó de un andamio colgante mientras limpiaba los ventanales del rascacielos propiedad y sede de mi empresa.
          Cuando ocurrió la tragedia, por un momento pensé que había sido fruto de mi deseo. No creo en Dios, pero le había pedido tantas veces recuperar mi amor de juventud que tal vez lo hizo para no oírme más. Tanto tiempo espiándola en las redes sociales y buscando excusas para encontrarme con ella, y al final lo hice por obligación moral.
          Ella no se acordaba de mí. Mejor, así evitábamos prejuicios. Así, pues, me presenté por mi cargo, le di mi más sentido pésame, y me ofrecí para ayudarla en todo lo que necesitara.
          —Muchas gracias —contestó rutinariamente—. ¿Quién me ha dicho que es, por favor?
          —Xavier Brull, director de Brullers&Co. Su marido limpiaba los cristales de mi empresa cuando... —contesté mientras le daba mi tarjeta.
          —Ah... Sí...
          Y como no llamaba, la llamé yo. Accedió a tomar y café y charlar, necesitaba mucho charlar. Hicimos amistad. Continuamos saliendo. Cogimos confianza... Y cuando yo creía que era el momento apropiado, me declaré.
          —Xavi —me dijo—, Dani se cayó de aquel andamio y enterramos su cuerpo, pero fue mi corazón quien murió aquel día.

 
 
 
EL ANILLO
 

—¡El anillo me lo llevo yo a la tumba como que me llamo Antonio Cortés Jiménez! —solía decir don Antonio cada vez que sus hijos sacaban el tema de cómo iba a repartir su herencia. Así que, para evitar una maldición gitana, decidieron enterrarlo con él.
  El tanatopractor era un hombre práctico y sin escrúpulos. Estaba acostumbrado a los cadáveres, fuera cual fuera su estado. Siempre decía que se sentía más seguro entre los muertos que entre los vivos y, hasta el momento, la vida le había dado la razón. Le pareció extraño que quisieran enterrar a ese hombre con semejante joya, puesto que, normalmente, los familiares se quedan con ese tipo de objetos y los suman al tesoro familiar, o los venden para salir de apuros. Sería por eso, tal vez, por lo que nunca había sentido el deseo de quedarse con algo del muerto.
  Pero aquel anillo tenía algo especial. Le recordaba a su adolescencia: tenía el mismo diseño que uno que venía en un juego de rol con el que pasó muy buenos momentos; la diferencia era que el del juego era de plástico, y el del muerto era de oro, con un enorme rubí tallado con aristas. En el juego, era el anillo del Señor de la Muerte, y a él le encantaba interpretar a ese personaje; no es de extrañar que, años después, eligiera esta profesión.
  Mientras maquillaba el cadáver, no dejaba de pensar en ello. Era casi la hora de comer y aún tenía faena para rato con él, tendría que acabar por la tarde. No podía dejar escapar una ocasión así. En lugar de ir al bar donde solía comer, subió a su moto y se plantó en su casa en cinco minutos. Rebuscó en la parte alta de su armario y sacó el juego, cogió el anillo y volvió a tiempo de comer un combinado y regresar al trabajo.
  Las manos le sudaban adrenalina. Pintó con barniz el anillo de plástico, dándole un brillo casi real. Tenía que esperar un poco a que se secara, así que aprovechó para continuar con el trabajo. Quitó al muerto el anillo auténtico y le puso el de juguete, pero no pasaba de la primera falange. Cortó el aro de plástico y así pudo hacerlo entrar. Nadie notaría la diferencia a través del cristal, y seguro que nadie levantaría la tapa para verlo de cerca, nunca lo hacen.
  Así fue. Don Antonio fue enterrado con el anillo de juguete. Entonces, y no antes, se puso el anillo. Le quedaba perfecto.
  Don Antonio se reunió con sus ancestros difuntos.
  —¿Dónde está tu anillo? —le preguntaron.
  El patriarca entró en cólera. Nunca en vida había faltado a su palabra, y no lo iba a hacer ahora: tenía que llevarse el anillo a la tumba. Echó un vistazo desde lo alto al mundo de los vivos y lo vislumbró en el dedo del tanatopractor.
  —¡Maldito payo ladrón! —exclamó su voz fantasmal—, ¡devuélveme mi anillo!
  Al día siguiente, otro tanatopractor preparaba el cuerpo de su compañero, fallecido de infarto. Tras el entierro, Don Antonio lució de nuevo su anillo de rubí

 
 
 
EL FUNERAL
 

Todo el mundo susurraba, temiendo decir algo fuera de lugar y ser oído. Sonó un móvil, decenas de pares de ojos enojados se clavaron en él, hasta que el transgresor acabó de cruzar la iglesia hasta la salida.
El sacerdote empezó su sermón, en el cual, por descontado, el difunto resultaba ser un buen cristiano que a estas horas estaba sentado junto al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo y toda su pandilla. Después, el traslado del ataúd al suntuoso panteón familiar, última ojeada al cadáver, y al agujero, de tres metros de profundidad, rellenado de tierra y cerrado con lápida bien pesada.
La viuda, inmóvil todo el tiempo, con el rostro oculto tras un velo negro, con el fin de no dejar ver su expresión, recibió el desfile de asistentes cumpliendo con el ritual, dando la mano a cada uno de ellos, inmutable.
Y finalmente suspiros. Al fin y al cabo asistíamos para ser testigos de que quedaba bien enterrado y nunca más veríamos la cara a aquel hijo de puta.
La viuda retiró el velo hacia atrás cuando ya no quedaba nadie. Desplegó un papel que una de las manos había dejado en la suya, y sin poderlo evitar sonrió un poco.
"Por fin. Te espero mañana en la cafetería".
 

 
 
 
EL FUNERAL
 

Tothom xiuxiuejava, temeròs de dir alguna cosa fora de lloc i ser sentit. Va Sonar un mòbil, desenes de parelles d'ulls enotjats s'hi van clavar, fins que el transgressor va acabar de creuar l'esglèsia fins a la sortida.
El sacerdot va començar el seu sermó, en el qual, per descomptat, el difunt Resultava ser un bon cristià que a hores d'ara ja seia al costat del Pare, el Fill, L'Esperit Sant i tota la colla. Després, el trasllat del taüt al suntuós panteó Familiar, últim cop d'ull al cadàver, i al forat, de 3 metres de profunditat, reomplert de sorra i tancat amb làpida ben pessant.
La vídua, inmòbil tota l'estona, amb el rostre ocult darrera un vel negre, per tal de no deixar veure la seva expressió, va rebre la desfilada d'assistents complint amb el ritual, donant la mà a cadascun d'ells, inmutable.
I finalment sospirs. Al cap i a la fi hi assistíem per ser testimonis de que quedava ben enterrat i mai més veuríem la cara a aquell fill de puta.
La vídua va retirar el vel cap endarrera quan ja no quedava ningú. Desplegà un paper que una de les mans havia deixat a la seva, i sense poder-ho evitar va somriure una mica.
"Per fi. T'espero demà a la cafeteria".
 

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Nacida en 1970, de Santa Coloma de Gramenet, siempre dirigí mis estudios hacia la rama científica, licenciándome en Ciencias Físicas en 1994, aunque por vicisitudes de la vida no llegué a ejercer en mi profesión. Sin embargo, nunca dejé de lado la creatividad, con pequeñas intervenciones en la revista de la facultad.
La auténtica vocación literaria me llega en 2005, ya casada y con hijos, y da como resultado una fan-fiction de Star Wars titulada El Equilibrio de la Fuerza (2010), que se publica solo en formato digital y cuya secuela El Maestro del Nuevo Orden está pendiente de publicación.
Las redes sociales supusieron un caldo de cultivo y la posibilidad de darme a conocer a través de grupos sobre ortografía, lectura y escritura. Es allí donde se me presentan oportunidades de participar en diferentes concursos literarios, entre otros el VI Concurs de Relats Curts organizado por la asociación JAK (Joves Artistes Kolomencs), en 2015, donde quedé en 2º lugar con el relato L'amor i la mort.
En los concursos y convocatorias online obtengo algunos reconocimientos, con la publicación de algunos cuentos como Una tarde aburrida (Revista Espora, núm 2), y en los que experimento con distintos géneros, como el erótico, con Feliz sexo nuevo (Ulisex!Mgzn núm 115), la fábula en verso, con El necio y el muro (Revista Palabrerías, 2015) y los microcuentos, seleccionados en diferentes recopilatorios de Diversidad Literaria: Sí, quiero (Microfantasías II, 2017), Fingir un orgasmo (Microrrelatos eróticos II, 2017) y El genio del libro (Universo de libros II, 2018). Paralelamente, inicio la colección de relatos cortos Cuentos del cementerio, disponible en la web Wattpad. 
Es también a través de las redes donde topé con una convocatoria a un reto literario: Los 52 golpes, en el que en 2018 resulté uno de los 52 seleccionados para escribir un texto a la semana durante las 52 del año. El libro mágico de Elisa forma parte de ese reto y es mi primera incursión en el género infantil, siendo mi primera publicación en papel.
 
En esta ocasión nos comparte un fragmento de su colección Cuentos del Cementerio.