NAHOMI GONZÁLEZ GÓMEZ -MÉXICO-

La bruma
 

Había dejado el abrigo en casa, y sufrí de la húmeda frescura del bosque durante todo el entierro. Llegué en la carroza con las amistades y debía atender al momento en que todos abordaran nuevamente para irme, esperando no volver jamás.
No conozco a nadie.
Ahora me reconforta la bruma bastante bien, su abrazo me requiere. La verdad, lo prefiero sobre cualquier otro: nunca he sido de lamentaciones aspaventosas ni llantos copiosos. Me es difícil vivir el luto entre sollozos, saldré del oratorio a pesar del frío que tengo.
Estamos comprimidos en la hondura ciega de un majestuoso bosque. A lo lejos, se asoman colosales montañas, que parecen estampas dotadas de infinitud. Suspiro, como si el aliento vagante que despide mi cuerpo fuera a tocarlas en algún momento, y me devuelven un escalofrío. Corrientes diminutas de agua, como capilares, refrescan la tierra que piso, y lo disfruto, aunque se enloden las suelas de mis botas. Para los sentidos, es precisamente el olor lo que despierta una calma en mi estado mental, y seda por completo al espectro del duelo.
Igualmente, un abismo de negrura envuelve los pinos que rodean la quinta y me atrae a sí. En lo que tardan las lágrimas de los demás en secar, desapareceré de la memoria, como ahora lo hace mi finado.
Es así como me adentro al agreste misterio. El olor incrementa, la humedad y el frío lo hacen en medida desproporcional. No pretendo ir lejos, aunque pienso en las montañas. Imaginé que mi gigantesca proyección se acostara entre ellas y durmiera profundamente, cobijada por los rayos difuminados del sol. En ese sentido, al fin la soledad cabría en mi cuerpo, y no me sentiría tan ceñida por la oscuridad y la bruma.
Sigo caminando, tocando con los guantes la corteza mojada de mi arbórea compañía, manchándome de verde musgo de cuando en cuando. Empieza a oscurecer, y algunas chispas de agua que se cuelan entre el ramaje frondoso me alcanzan desde el cielo. No pienso en regresar, aunque me sienta apretujada en la oscuridad.
Tardé en asimilar que aquella opresión provenía de nuevos elementos, pero tampoco tenía ánimos de averiguar de qué se trataba. Ya si son animales, ángeles o apariciones diversas, tendrán que compartir la extensión del bosque conmigo. Empiezo a dejar de respirar bien. Algo me sigue.
Tal vez si hablase con alguien y dejara de ocultar mi rostro las cosas serían distintas; pero me lo niega mi propia sustancia. Me he internado en el bosque porque no comparto nada con nadie, y mis recuerdos me separan de aquella lúgubre fiesta, que aunque indeseada, es la celebración de una vida. No puedo formar parte y el bosque me está exigiendo respuestas.
¡No las tengo! ¡No sé! Suficiente pesan en mi cuerpo, como para manchar los sentimientos ajenos. Las últimas cosas son las que más duran, y tal vez jamás pueda deshacerme ni de un manuscrito. No lo recordaba, y ahora me punza a la altura de la cadera.
Aun si escapase del bosque como lo hago de mi recuerdo y vuelvo al contingente para encontrarme con sus inocentes mimos, sería ingenuo que pueda consolarme.
Vinimos aquí, madre naturaleza, a devolverte a uno de tus hijos que ahora está sepultado, al que nutrirás algunos días, se hinchará, luego se secará, y será devorado por ti. ¿Es prudente, también, que sepulte con él sus últimas palabras?
Siento la mirada de tus espíritus, sé que los escondes detrás de cada tronco, y me atacarán en cuanto confiese lo que a mi inexistente corazón acosa. No hablaré ni gritaré, no les otorgaré más suspiros ni recibirán en sus raíces un solo nutriente de mis lágrimas. Ninguna demostración de pena será emitida por mí. Nadie puede esperar más de un muerto, mucho menos el llorar por otro.
Llena este cuerpo hueco de más penumbra, trata de hidratarlo con todos los vapores, olores y lluvia que desees, no recobraré lo que perdí. Ahora que quieres ahogarme, me tientas con montañas y excitaciones diversas.
No debí entrar, debo escapar. Escapar a donde la civilización me arropa, a mí. Me arropa a mí, aunque no pueda ser parte de ellos, y su única motivación es la ignorancia derivada de una buena fe religiosa. Ahí es mi lugar.
Déjame salir. Déjame salir de una vez, déjame regresar a la normalidad a la que me he habituado, aunque esta me cause todos los pesares. Ya tendré tiempo de reinsertarme, o al menos meditarlo, pero no puedo hacerlo si me atrapas en tu negrura.
¿No ves que anochece? ¿No ves que me espera un carruaje? ¿No ves que le pides explicaciones a una persona que ya no quiere tener más memoria?
Si en tu piel escarbase y enterrase, como si fuera un hueso, la última parte viva de él, ¿me dejarías salir? ¿Si dejo la carta sepultada a los pies de un árbol, me perdonarías?
Me mancho los guantes, no puedo ver nada. Escondo las manos completas en el fango para enterrar aquel manuscrito. Ahí lo dejo. ¡No, no vienen lágrimas de mí! ¡Suficiente hago con confesártelo todo con esta carta!
Corro y puedo verlos jugando conmigo. Como si fueran niños que no quieren que los vea. Pero no hacen su mejor esfuerzo. Si escondes, bosque, tus sombras, te daré el gusto de verme cansada de correr, y podrás alimentarte del pavor que me incitas a sentir.
Pero escóndelas, por favor, que su acoso debilita mis piernas, que sus miradas reproducen lo que siento cuando camino en la ciudad.
Entiéndeme, por favor, entiende lo que me ha costado ponerme este vestido y venir hasta acá. Entiende que mi asistencia es el esfuerzo más grande que puedo hacer para demostrar que al menos, me importa; si pudieras tan solo ver que en mi mirada se ha despertado, después de mucho tiempo, algo parecido a la angustia, me dejarías salir. Pero no comprendo ni yo, por qué tomó esa decisión. ¡No he sido yo, ha sido él! Él escribió la carta y colgó la cuerda. Él dejó los ojos abiertos y exhibió su lengua a la vista de todos.
Si alguien sabe mi secreto, seré yo el próximo cadáver que venga aquí a darte lo que me pides, que es mi cuerpo vacío, y no te daré ese gusto. No mientras pueda explicar que colgarse es una decisión personal, y que no lo motivé a hacerlo. Sólo le negué mi amor. Se lo negué, tal vez, unas tres veces, y pensé que lo entendería.
¿Porque qué amor iba a obtener de mí, si yo no puedo otorgar de mí nada, si mi corazón jamás tuvo la posibilidad de compartirse?
Déjame, salir, ¡por favor, déjame salir! ¡Has sacado de mí el horror, y si me dejas salir, te prometo que viviré con él!
 
 
 
Cementerio de elefantes
 
Yo no elegí este trabajo, mi familia me lo asignó. El cementerio es una tradición, y a mí me corresponde excavar y excavar. Según eso me convertirá en un hombre.
Las temporadas de frío son las que me preocupan, siempre: no nos damos abasto, ni en personal ni en espacio. Hay que estar avisando a los dueños de lotes más antiguos que ya es hora de deshacernos de su cadáver. “Pero ¿cómo?”, dicen “¿cómo, si el contrato decía que dentro de dos años, y apenas van diez meses?”. Los elefantes son muy delicados a este clima. Sólo se me ocurren dos cosas: que movamos la ciudad a otro lado, o que dejemos de usarlos, por el amor de Dios. ¿Quién ha dicho que pueden ser nuestros vehículos, montacargas y amigos?
Es terrible hacerles la visita, pero me toca. Eso, sumado a la ardua tarea de excavar, sacar al cadáver, meter a otro, y acomodarlo, tal vez, sí me conviertan en un hombre. El servicio de crematorio me lo piden mucho y, a decir verdad, me parece mejor, porque no ocupa más espacio. Pero imaginen cuánto tarda en consumirse un elefante; cuántos gases no despide su descomposición; cuánto trabajo no me costaría despedazarlo para que sea más sencilla su quema.
Aquí, el mayor problema es que están muriendo más que el año pasado, por el aire helado, la sequía extrema, la hostilidad de nuestro ambiente... A mí no se me paga más, sólo se me exige y se me exige.
Soy el único eslabón de mi pobre economía, decadente e inútil. Peor trabajo que el mío debe ser el de los parteros de elefantes. Pero nadie piensa en ellos. Nadie piensa, tampoco, en mí, aunque lleve viajando en pensamientos y nubes por tanto tiempo.
Mi familia, mi pueblo y los elefantes, son crueles, muy crueles ficciones, que cada día son más tristes, y cuyo único propósito es demostrar mi inmensa miseria.
El día que el providente decida, no seré yo más, o seré de otra forma, de otro color o nacionalidad. Por lo pronto, quisiera, si no es mucho pedir, que dejaran de morir tantos elefantes, o conseguir un ayudante que sea tan consciente del trabajo como yo.
O ya, al menos, transmutar en un elefante en este helado, helado invierno.
 

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Mexicana, abogada, escritora.
Nacida en Cd. Victoria, Tamaulipas y radicada la mayor parte de mi vida en Reynosa. Crecida entre ocupaciones artísticas como la música y el teatro, hallo en la escritura la forma adecuada para diseccionar mi cerebro y así exhibirlo al mundo. En colaboración con un amigo reynosense, en marzo de 2020 creamos “Yo, Literal”, un programa de live stream en que promovemos la lectura y la creación literaria a través de conversaciones en vivo, realizado concursos y dinámicas con excelente respuesta por parte del público. El enfoque es moderno y tendiente a discutir las nuevas formas de literatura en la era de redes e internet.