MARIO BERMÚDEZ -COLOMBIA-

Soy eterno aprendiz de escritor y poeta, de rancia estirpe rola, nacido a mediados del siglo XX en la fría Bogotá, Colombia, en donde puedo compartir esa simbiosis producto de las épocas parroquiales, el mundo en transición con el abrumador modernismo de la computación y la informática. Desde casi niño incursioné en el mundo en las letras, más como un hábito imperioso, fatigante e ingrato, cosas que también lo pueden hacer a uno feliz. He escrito algunas novelas, muchos relatos, y en los momentos de la súbita inspiración, ya en el recuerdo, ya en la pasión y ya en la imaginación, algo poesía.


Por autoedición, destaco mis títulos: El Mito Humano, una visión psicosocial de la historia de las religiones ariosemíticas. Suicidio al atardecer, Breve historia de la guerra de los Mil días en Colombia, La huella perpetua, entre otros. En poesía suelo utilizar títulos tan insólitos con palabras de un mal invento, como Tríptico Pléctrico, Pristinaciones Numénicas y Pentagrafía Estróica. Seguimos en la briega de la pluma hasta que el camino termine.

 

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Desde marzo de 2015 comencé la ilusión de hacer felices a los autores de las redes al publicarles sus sueños literarios, sin más retribución que, algunas veces, el agradecimiento o el mudo silencio de que se cumplió con un propósito con seres ajenos cuyo único objetivo de distante unión es la literatura. Con este objetivo creé la Revista Literaria Trinando.

 

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PÁGINA 20

 

 

 

EL GALEÓN DEL PASADO 
 
 

El barco giró sobre su propio eje y se echó hacia el centro del mar, que estaba limpio y vaporoso. El cielo estaba diáfano, y las aguas se mecían undívagas con su azul inmenso que parecía un espejo con el reflejo cerúleo del cielo. La embarcación comenzó a transitar, mar adentro, suavemente y las velas desplegadas tensamente desde la arboladura le dieron una apariencia de fantasma sobre el agua. Adentro todo era calma y los marinos sentían el mar tan suyo que nunca se inquietaban al lanzarse a él. Había hombres nacidos durante largas travesías, que nunca habían abandonado a su padre, el mar. Había hombres solemnes que la vida para ellos sin el mar no era vida, pues se hostigaban al verse rodeados de tierra y de palmeras, y tan sólo pasaban unas horas agradables en las cantinas de los puertos al lado de las mujeres que se encargaban de distribuirles el amor, eso era lo único válido en tierra. Los marinos eran hombres alejados de sus hogares, presidiarios en su mayoría que habían obtenido el perdón por parte del rey Higinio VII, con tal de enrolarse en los veleros de su flota real. Eran hombres felices, aunque el régimen en alta mar fuera duro y, siempre, exhaustivo, y aunque los capitanes de las embarcaciones fueran unos déspotas, pero esa era la vida del mar y qué poco importaban sus arandelas, pues, al final de cuentas, eran la misma vida marina. Los hombres se turnaban en los quehaceres sin tiempo de la nave, se alternaban en el mantenimiento de la cocina y en el buen control y vigilancia de las mercaderías. Durante largas horas se divertían jugando a las cartas, hablando de la vida y del más allá, y bebiendo licor de contrabando que conseguían en los puertos ingleses. Eran lo magníficos años del siglo XVI, unos años aparentemente tranquilos cuando la humanidad comenzaba a despertar maravillada hacia el futuro. El comercio de la época era intenso y marino, y los imperios tan grandes que en muchos de ellos nunca se ocultaba el sol en sus dominios. Los hombres estaban tan ávidos por conocer nuevas tierras y de hacer nuevas conquistas para sus reyes y emperadores. El velero Cofre Dourado estaba perdido en la inmensidad del océano después de haber levado anclas en el puerto principal del reino. Durante esos días se había vivido una calma increíble, y el clima se había mostrado benigno y extaciador, y los marinos no habían divisado más que el borde del mar que semejaba el fin del mundo que lindaba con un precipicio eterno, tan como lo imaginaban los antiguos, antes de descubrir que la tierra era redonda. Tampoco habían divisado siquiera una sola embarcación, y el océano parecía un mundo acuático y azul invadido de una soledad eterna y acogedora. Así que con el transcurrir de las semanas, los hombres habían disfrutado de una tranquilidad abismal como nunca antes, entonces, se tendían bajo los rayos del sol sobre la cubierta, lanzando, de vez en cuando, las redes para pescar algo. La vida era densa, pero posible de sobrevivir. Según los cálculos del capitán Ironio, jefe del Cofre Dourado, dentro de cuatro días debían llegar al destino más próximo fijado con anterioridad, y esto llenaba a los hombres de cierto gozo interno y esperanzador. La tierra, al cabo de un buen tiempo, les hacía falta, extrañándola poderosamente, pues repentinamente imaginaban que ella hacía parte del mismo mar. Entonces, cuando los marinos comprendían que estaban próximos por llegar a tierra, se sentían ufanos, porque sabían que después emprenderían un nuevo transitar por otros rumbos y mares.
Durante las últimas horas el cielo se había mostrado un tanto inquieto, y el capitán Ironio miraba hacia el horizonte con el catalejo, impresionado al avistar en la lejanía una mancha oscura. Los hombres de la embarcación se preparaban para afrontar una posible tormenta. Se enroscaron las velas en sus trinquetes para evitar que el tornado pusiera en peligro la integridad de los mástiles y de la misma nave. Se abrieron los desaguaderos de la cubierta, se alistaron los baldes, los escobones y los botes salvavidas, y se dispusieron a esperar bajo el cielo inquieto y en el mar tranquilo. Al contrario de otras oportunidades, cuando en los horizontes se anunciaba una tormenta, el mar comenzaba a encrespar con violencia su oleaje, tornándose blanco a consecuencia de la espuma; pero esta vez, para asombro de los marinos, el mar se mostraba inmensamente apacible. El cielo se había tornado morado, un color extraño que los marinos no habían visto nunca en él. Al cabo de un buen tiempo, la mancha oscura se veía más cerca, no había duda, era una tormenta en todo su esplendor. Los hombres esperaban pacientemente, pues ya sabían cómo debían enfrentarse a las tormentas, pero no por eso éstas dejaban de inquietar. La nave iba avanzando lentamente, como un manso cordero rumbo al suplicio, y parecía un inmenso insecto sin alas sobre la espuma del mar. Los marinos se sintieron extraños y ajenos y, a decir verdad, nunca habían experimentado una sensación tan extraña como la que registraban en aquel momento. Las primeras gotas comenzaron a caer densas y duras y el viento se hizo más agresivo e incomprensible. Los rayos no eran plateados, sino de un rojo intenso, asunto que puso más a la expectativa a los marinos del capitán Ironio. En poco tiempo, los desaguaderos no daban abasto para desechar el agua que quedaba sobre la cubierta, y por eso los marinos tuvieron que recurrir a los baldes y a las escobas, metidos entre la furia del torrente que los golpeaba como fustas. El tiempo trascurría tedioso y aplomado y el cielo no daba muestras de que la borrasca no llegara a su fin. Por el contrario, la oscuridad se había hecho total e infranqueable, y las luces de la proa y de la popa, junto con el intenso fulgor del fanal, no eran capaces de inquietar, al menos, las sombras inexpugnables de aquella vez. De repente un temor sensacional y acoquinante invadió a la tripulación del Cofre Dourado. El bajel tambaleaba furioso en medio de las olas que, como unas garras acuosas, trataban de destrozar los maderos y de agrietar la brea. La quilla parecía salirse de su lugar, y los marineros al notarlo palidecieron a causa del pánico. La arboladura parecía de caucho entre el viento castigador y huracanado. El capitán Ironio había tratado de mantenerse impávido frente al timón, pero al haber perdido la noción cierta sobre el nuevo rumbo del velero y al observar el cielo inclemente y el mar atormentador, por vez primera en mucho tiempo sintió miedo. No había aparato alguno que pudiera determinar, en aquel momento, la posición exacta en medio de la tormenta. Los marinos se habían atado a los botes y tan sólo esperaban que el barco comenzara a destrozarse, como serruchado por las cuchilla fiera que formaban el agua del mar. En varias oportunidades las olas lo envolvieron, sintiendo, entonces, el frío canicular de las aguas del océano y probaron su sal que les quemó la garganta. Cofre Dourado resistía la avalancha infernal de las aguas marinas que se confundían con el firmamento, convirtiendo al mar en una tenebrosa y gigantesca caverna que los devoraba de forma implacable; la quilla parecía desprenderse de un solo antuvión. Los continuos torrentes habían hecho que los marinos se golpearan contra los maderos crujientes. Todos esperaban el fin, pues en sus largos años de vida marina, ninguno había visto ni vivido una turbonada de tal magnitud, pero, finalmente, lo que no lograban entender cómo era que la nave lograba resistir las continuas envestidas, si yo he visto tormentas menores que estas y han destrozado por completo a las embarcaciones, ¿será que, a pesar de todo, Cofre Dourado está hecho para resistir y salvarnos? La oscuridad era tan improfanable y terrible que muchos creyeron que llegaban hasta los bordes del mundo en donde comenzaba el infierno. Realmente el capitán Ironio no lograba entender cómo ocurría todo aquello, con su calígine y todo, si él había calculado medio día en aquella posición del mar, y si durante la travesía había llevado un rumbo aparentemente normal. Es más, antes de empezar aquel castigo, él ya había determinado la posición exacta de Cofre Dourado, señalándola en la carta marina, concluyendo que solamente faltaban pocos días para llegar al destino fijado. Calculaba seis horas de tormenta, y la oscuridad era tan profunda que parecía que la borrasca hubiera comenzado al anochecer. Los hombres, presas de la angustia ustible, gritaban cuando una ola se precipitaba sobre ellos, o cuando el barco parecía dar un vuelco total y espontáneo. Las horas en el bajel se hacían apocalípticas e interminables, y ni siquiera alguien era capaz de morirse con antelación. Ni el más minúsculo signo luminoso en el exterior aparecía para vislumbrar, siquiera fugazmente, la posibilidad de una certera salvación.
Después un tiempo que pareció eterno, del que nadie supo su medida, entre la mácula negra vieron una luminosidad intensa y arcana que no pudieron identificar. De cierta forma, éste fue un regocijo para los marinos del Cofre Dourado, pero a la vez se convertía en un enigma, porque tampoco nadie había visto antes una luz de semejante resplandor, cuyo venero era inciertamente fantástico. El galeón fue penetrando intempestivamente en la luminosidad que parecía una nube, porque los hombres, entonces, no vieron más aguas torrenciales ni en el mar ni en el cielo endrino que lo cubría. El resplandor era tan intenso y variado, que los hombres no lo resistieron y tuvieron que taparse los ojos con el dorso de las manos para evitar el dolor y el hostigamiento en las pupilas. El barco pareció quedar sobre una nube estática, porque nadie lo sintió mecerse más. Ninguno sintió más la borrasca con sus remolinos infatigables que todo se lo tragaban entre la ignominia de la naturaleza. Después de haber batallado ostensiblemente contra el dolor, alguien se dio cuenta de que no estaban sobre el mar sino sobre una especie de nube que los mantenía en aquella quietud extraordinaria. Todos se miraron sorprendidos al descubrir que el mar había desaparecido repentinamente. El capitán Ironio pudo darse cuenta de la magnitud real del descalabro sufrido, pues habían perdido la noción del tiempo y del espacio, y hasta creyeron que ya estaban muertos, llegando a los umbrales del más allá, en donde Dios los estaba esperando con los brazos abiertos, mis buenos hijos. Alguien dijo que sí estamos muertos, porque esta nube inmensamente resplandeciente es la puerta al cielo, pero como que nadie se atrevía a ir más allá, porque se sentían tan ciertos y reales que no era posible admitir que estaban fenecidos. La muerte debía ser una sensación extraña y un mundo totalmente diferente al conocido, y, posiblemente, a ella no podían entrar las cosas naturales como el Cofre Dourado. Los muertos se iban, es más, solamente su espíritu, porque sus cuerpos como las cosas materiales se quedaban, aunque después cambiaran de apariencia. Cuando, por segunda vez, divisaron las tranquilas aguas del mar, entendieron que aún estaban vivitos y coleando, y que se habían salvado milagrosamente de la muerte durante la espantosa tormenta. Tal vez esa nube era el buen Dios salvador. Se olvidaron de la turbonada, se olvidaron de la nube resplandeciente que por un momento creyeron que era la entrada al cielo, dedicándose, al menos, a orientarse de acuerdo con lo que el sol les indicaba. Calcularon, por la posición del astro rey, la hora de ese día y colocaron los relojes de acuerdo. Pero se lamentaron al no saber cuántos días o semanas habían trascurrido desde el comienzo de la tormenta. El galeón estaba intacto, afortunadamente, y por eso el capitán Ironio mandó desplegar el velamen, y determinó rumbo hacia el oriente con la esperanza de encontrar tierra lo más pronto posible. El asombro se hizo total y estridente, cuando oyeron en el cielo un ruido que jamás habían escuchado antes. Parecía un ronquido ensordecedor que golpeaba los aires. Los ojos de los marinos se levantaron al cielo y en la lejanía del firmamento descubrieron un punto plateado que se desplazaba rápidamente, descubriendo que el ronquido era producido por el extraño objeto que se deslizaba por el cielo. El capitán Ironio tomó raudamente su catalejo, enfocándolo hacia el extraño objeto. Sus ojos se desorbitaron y su asombro se hizo pálido y trepidante. Era un pájaro plateado brillante que gruñía ferozmente. Cuando el pájaro plateado estuvo a prudente distancia, los marinos pudieron verlo: vieron sus alas enormes e inmóviles; pero hubo algo que los llenó de inquietud, el pájaro llevaba una especie de ventanillas a lo largo del cuerpo, dejando escapar de la cola una columnilla de humo fugaz. Nadie podía comprender absolutamente nada, nadie lograba identificar plenamente aquel objeto o pájaro que parecía de hierro. Los marinos discutieron para tratar la perfecta identidad de lo que habían visto, pero al cabo de un buen continuaron con la incertidumbre primitiva y díscola. Se olvidaron del objeto volador y creyeron que había sido una vana ilusión de sus mentes atribuladas por los resquicios de la tormenta. El viaje continuaba lento y monótono, y las velas arrastraban con todo su esplendor al bajel entre el mar tranquilo y diáfano. El fue consistente y férreo, por eso al cabo de tres horas de intenso navegar, los hombres del Cofre Dourado vieron, para su dicha, el primer pedazo de tierra, verde, frondosa y alta. Los marinos prorrumpieron en gritos de inmenso jolgorio. El capitán logró atracar en un puerto inexistente de aquella tierra que no identificaban, planeando que los hombres debían buscar ayuda, lo que parecía no estar tan lejos, porque ya habían visto columnas de humo, lo cual indicaba, a las claras, que estaban cerca de un punto civilizado, o, al menos, con presencia humana, pero la incertidumbre al no saber en qué territorio o país se hallaban, era total. El barco se detuvo casi sobre la playa, pero los hombres no se atrevieron a bajar. Alguien vio un trozo de papel que nadaba sobre las aguas; lo levantaron con una especie de anzuelo, y la sorpresa al verlo, se hizo general e inconstante. Pues estaba dibujado un edificio de muchos pisos de altura, y la letra era clara y menuda, asunto sorprendente, porque una imprenta de aquella época no era capaz de hacer una letra así, y menos, dibujar con precisión algo, a pesar de que existían excelentes grabados de impresión. El papel estaba escrito en el mismo idioma de los marinos, pero muchas palabras les eran extrañas como rascacielos, avión, automóvil, radio, televisión… La sorpresa fue arcana en demasía cuando leyeron la fecha: enero de 1978, era posible que las imprentas estuvieran equivocadas, si ellos estaban en el año de 1562, sí, habían partido del imperio del rey Higinio VII el 5 de marzo de 1562, eso estaba muy claro, era algo rotundo, una verdad contundente. Pensaron que alguien había escrito aquel pedazo de papel para tomar del pelo a los otros, pero no por esto su curiosidad se detenía. Decidieron, entonces, esperar un poco para colocar la mente en claro, pero un ruido parecido al que habían sentido antes se dejó sentir en el ambiente. Los hombres miraron con cierto desespero hacia el mar, descubriendo varias embarcaciones sin velas que producían ese ruido desconocido, viendo entre ellas a varios hombres vestidos extrañamente, quienes apuntándoles con las armas les ordenaban poner las manos arriba. Los marinos no obedecieron al no dar crédito a todo ese absurdo inverosímil que estaban observando, por eso los hombres de las embarcaciones repentinas y ágiles les dispararon.
Fue tan variado y protuberante el escándalo que se armó por todas partes, cuando el mundo entero, en medio de la sorpresa, supo del hallazgo de un velero que venía del pasado directamente. Entonces, aparecieron en la primera página de todos los diarios del mundo las fotografías, a todo color, del Cofre Dourado con toda la tripulación vestida a la usanza de la Edad Media. Muchos investigadores internacionales entraron a la embarcación, y con las pruebas científicas más certeras, constataron que el galeón verdaderamente era del siglo XVI. Una nube interminable de periodistas invadió la ciudad en donde había aparecido el galeón del pasado, pero el gobierno no permitió que los marinos del Capitán Ironio no fueran indagados sino por los científicos investigadores que averiguaban por el extraordinario caso. La situación de los marinos fue aturdidora y vapulosa porque no acertaban a comprender todo lo que verdaderamente les estaba sucediendo, sin entender para nada, es más, asustándose ante los aparatos que hablaban, sin entender los artilugios que proyectaban imágenes en movimientos como si estuvieran formando otro mundo. Sus mentes estaban al borde de la locura, y aquella situación se les convirtió en un inevitable suplicio. Todo el mundo les preguntaba y ellos se sentían como animales raros, repitiendo, una y otra vez, con exactitud la historia de su viaje. Hablaban de su mundo al otro lado de la nube resplandeciente, de la tormenta que la antecedió, y del amado rey Higinio VII, del cual los historiadores constataron que sí había existido, tal como lo señalaban los libros de historia. En un comienzo, el capitán Ironio llegó a pensar que habían llegado a la Atlántida, el fabuloso continente del que hablaban las leyendas inverosímiles, pero nunca se atrevió a aseverar que habían viajado al futuro desde su tiempo. Por eso reunió a sus hombres y les dijo que hemos llegado a la Atlántida, en donde todo es más avanzado, somos los primeros hombres modernos en hacerlo, lo que pasa es que aquí el tiempo lo cuentan de otra forma, pero en realidad estamos en el Siglo XVI, que aquí llaman siglo XX. Y los hombres del Cofre Dourado se convencieron tanto con los argumentos del capitán Ironio que en realidad creyeron que habían llegado a la Atlántida que Platón había nombrado en los tiempos posteriores a la creación del mundo y sus contornos. Por eso decidieron tomar las cosas con absoluta calma y sin alarma de ninguna índole. Pero cuando preguntaron, para verificar las sospechas, que en qué continente y país se hallaban, la sorpresa casi los hace desmayar, porque les contestaron que, en América, y entonces aquel continente no llevaba siquiera un siglo de haber sido descubierto. No era posible, si América era una tierra de indígenas. Tal vez podría ser que Atlántida quedara en algún lugar oculto del continente americano, y era precisamente allí a donde habían llegado. Preguntaron que, si era la América descubierta por Cristóbal Colón, y les contestaron que sí, la misma que descubrió en 1492, más exactamente el 12 de octubre. Los marineros creyeron enloquecer repentinamente, pero su tesón se hizo tan gigante que no quisieron creer en aquella historia de fábula, y les dijeron que ustedes nos quieren engañas porque en realidad estamos en la Atlántida, el fascinante continente. Pero los científicos les contestaron que no, que ni aún ellos habían descubierto ese continente, y les recalcaron que estaban en América en el año de 1978, en pleno Siglo XX, es decir, cuatro siglos después de donde los marinos del Cofre Dourado habían partido. Para convencerlos, les enseñaron mapas con el fin de indicarles exactamente en dónde estaba ubicados, y les prometieron viajes en avión hasta Europa, más exactamente al país de dónde ellos habían venido, y que ya no tenía ninguna monarquía sino un régimen parlamentario y democrático. Los marineros continuaban sin creer que estaban en el futuro, mientras los investigadores sí creían que el galeón venía directamente del pasado. Los marineros ya habían contado toda la historia de Europa por los años de 1562, y no se atrevían a montar en avión por temor a caerse desde semejantes historias. Al final, después de ingentes esfuerzos por convencerlos, los montaron en un avión y en menos de catorce horas estuvieron en Europa. No era fácil de creer, porque un viaje de estos en su galeón del pasado podía durar perfectamente más de tres meses. En Europa creyeron terminar por enloquecerse, porque, aunque identificaron algunos lugares, los demás les parecieron nuevos y no encontraron el menor vestigio de ellos en lo más recóndito de su memoria, aunque en Roma y Atenas descubrieron la realidad del pasado circundando por entre las ruinas que los hombres, más que el tiempo, habían destruido implacablemente. Poco a poco, los marineros del capitán Ironio se fueron convenciendo paulatinamente de que habían realizado un viaje a través del tiempo y no del espacio, como ellos habían creído. Descubrieron paisajes naturales que no habían sido trasformado por la mano indómita del hombre y sintieron el olor fétido de los grandes ríos que atravesaban las ciudades como una pústula, cosa que antaño no sucedía. Cuando los llevaron a su país se sintieron tristes y plenamente confundidos. Sus bocas se impregnaron con el doloroso sabor de la nostalgia. La ciudad capital conservaba lugares prácticamente a los del Siglo XVI, pero hacia los costados, lo que antes era un bosque, estaba infestado de edificios y construcciones modernas. Los llevaron al museo de la ciudad y les mostraron dibujos y libros de historia, en donde se relataba claramente las vidas de los reyes, y leyeron que Higinio VII, gran rey, había muerto el 10 de diciembre de 1590 a los 83 años de edad. A lo último terminaron por convencerse de que estaban en el futuro y que, realmente, habían llegado del pasado, asunto que los llenó de consternación, pues extrañaban poderosamente su tiempo y sus costumbres, y su formación no les permitía vivir adaptados y con agrado en el Siglo XX, por más opípara y fascinante que esta centuria fuera. El capitán Ironio y sus marinos suplicaron que los devolvieran a su galeón, ya que ellos tratarían de encontrar de nuevo la nube resplandeciente para intentar retornar al pasado, o que, si no lograban el cometido, preferían quedarse hasta el último de sus días encerrados en el velero, pues allí adentro se sentían viviendo en su tiempo. De inmediato, los científicos e investigadores se llenaron de inconcebible entusiasmo al comprender que en alguna parte del mundo estaba la puerta que comunicaba al Siglo XX con el XVI. Se equiparon con los instrumentos más sofisticados, y devolvieron a los marinos al Cofre Dourado, después de casi matarlos del susto cuando los llevaron al cine y, para completar, los montaron en la montaña rusa de un parque de diversiones. Además, les enseñaron tantas otras cosas como que, por ejemplo, el hombre ya había viajado a la Luna en 1969, asunto que los marinos del pasado no comprendieron ni, mucho menos, quisieron creer. Así que con la esperanzan de viajar al pasado, se embarcaron los científicos e investigadores del mundo entero, porque aquel súbito descubrimiento lo habían declarado patrimonio universal, y se dispusieron a conocer la historia en vivo y en directo, y hasta se atrevieron a pensar que podrían llevar las cámaras para retratar y filmar el pasado. Por ejemplo, deseaban conocer el palacio de Louvre que por aquella época estaba a punto de ser terminado. Querían, también, conocer la Capilla Sixtina que aún estaba fresca, y conocer al gran Miguel Ángel a quien le faltaban dos años para morirse. Fueron tantas y tantas las ilusiones que se hicieron, que también estuvieron a punto de enloquecer.  Así que tanto los unos como los otros deseaban fervientemente emprender el viaje, aunque por motivos distintos, y los marinos del Cofre Dourado albergaron la esperanza de retornar a su tiempo, mientras los científicos e investigadores soñaban con poder viajar al pasado.
El capitán Ironio, avezado lobo de mar, recordaba perfectamente la ruta, y había hecho cuidadosamente las anotaciones en la bitácora: cinco días en línea recta, ahora hacia el occidente, y estarían llegando a la puerta que unía al pasado con el presente. Él no podía equivocarse, ya que se había orientado perfectamente por el sol, y nunca había torcido el rumbo, siempre viajando hacia el oriente, llevando perfectamente la cuenta del tiempo.  El galeón del pasado se echó a la mar, seguido pacientemente por el séquito ávido de las embarcaciones modernas de los científicos e investigadores, quienes estaba dispuestos a esperar el tiempo que fueran suficiente, con tal de lograr el más grande descubrimiento de la historia, el viaje a través del tiempo, una maravilla más sorprendente y deslumbrante que un simple viaje a otra galaxia, entonces se imaginaron que si se topaban con la forma de llegar al año 1562, que era de donde había partido el capitán Ironio y sus hombres, se podía segar a tiempos más remotos y olvidados, ver en qué forma habían construido las pirámides de Egipto, ver personalmente a Jesús y constatar si verdaderamente había existido en el tiempo histórico, conocer el origen del hombre y hasta el comienzo de la tierra y del universo, bien sea a través de la Gran Explosión, o por medio de la Creación Bíblica en un septenario. Todo era maravilla y jolgorio, por fin tantos misterios improfanables estaban a puntos de ser resueltos, y lo mejor, en vivo y en directo. Se imaginan la algarabía que se armaría al ver en este tiempo una foto Kodak de Moisés, del Nazareno o, para estar más cerca, del mismo Miguel Ángel, diseñador de la cúpula de la Basílica de San Pedro. En fin, se hicieron tantas y tantas ilusiones, pero nunca esperaron al final una decepción tan enorme en sus brillantes carreras de sabiduría. Cuando llegaron al punto exacto en donde los marinos aseguraban que estaba la nube resplandeciente que comunicaba al pasado con el presente, la congoja y el desespero se apoderó inevitablemente de los científicos e investigadores, pues todos veían solamente el mar, inmenso, vaporoso y magnético, pero nadie observaba, siquiera, una nubecita sobre el océano para decir que ésta era la puerta del tiempo. Entonces, comenzaron a dudar de la veracidad de la historia de los hombres del bajel, después de tantas pruebas y de tanto tiempo. Tal vez eran un grupo de maniáticos y mitómanos que les estaban mamando gallo, y ellos con todo el poder de su sabiduría caían ingenuamente en la trampa de su ardid. En el instante en que comenzaban a perder la paciencia, los científicos e investigadores quedaron petrificados en sus embarcaciones al ver que el galeón del pasado comenzaba a evaporarse lentamente hasta que desapareció por completo, como desintegrado en medio de una transparencia inexplicable. Entonces, los científicos e investigadores comprendieron, después de haber tratado de seguir al bajel por todos los medios, que no eran capaces de viajar al pasado, y que tenían que regresarse con la cola entre el rabo a su enmierdada civilización atómica.