SALOMÉ MOLINA LÓPEZ -ESPAÑA-

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Albacete , España. Pintora, escritora, poeta. Accademica di Merito por la Accademia Internazionale di Pontzen Italia. Professional women’s Advisory Board, American Biographical Institute.
 
Salomé es una artista polivalente en el mundo del arte.
Sus dibujos han sido publicados en las revistas de España, Francia, Bélgica, Luxemburgo, Rumania. Sus poemas han sido traducidos además en Japonés, Chino, Ruso, Inglés y Árabe.
 
Poseedora de un extenso currículum, imposible de plasmar aquí, tiene en su haber entre más de una veintena de premios, tanto en literatura como en poesía, Médaille d’Or por el conjunto de su obra Túnez , Medalla de Oro de la Académie Intenationale de Lutèce Paris Francia, Medaille “Mercouri Hall”2 Olympic of culture Athens Greece. Médaille d’Or Grand Prix Internacional Raymon Bath Bélgica. 1 Prix Européen Francophone Poêsias concedido por el Cercle Européen de poésie Francophone.
 
Ha realizado múltiples exposiciones individuales y colectivas, destacaremos Museo de la Celestina, Palacio Don Pedro I. Centro Cultural Fuensalida en toledo, Sala Aires, Mercado Victoria, Biblioteca Viva de Al-Andalus, en Córdoba, Samtama Art Gallery, Prado Goyart Gallery en Madrid, Imaginarte Gallery en Barcelona , Artediscar en Malaga, COACM, Casa Perona, en Albacete, CCInfanta Elena , Alcantarilla Murcia.
 
 

 

LOS VEULINES
 
 

 El sol había reverberado sobre la vereda. En los soportales del caserío no había actividad. Sus moradores tácitamente observaron a través de las contraventanas hasta que día a día no quedo un solo hombre en la finca.
En el pueblo hacia quince días que en una de las callejas apareció en primer invadido: Una mujer de unos cuarenta años de pelo negro y estatura regular, con un sombrero de palma de trenzas azules, un tubin de indiana azul, un zagalejo de la misma tela aunque diferente dibujo. Una saya de bajeta verde, una camisa de lienzo basto, medias azules, abarcas de cordelillo de cáñamo y un pañuelo de hierbas azul oscuro con flores grandes. Varios jornaleros creyeron reconocer en la mujer a una de las mozas del caserío.
Después sucesivamente y de forma alarmante el numero de invadidos fue aumentando.
 
El pueblo, que comenzó impetrando gracias al Todopoderoso para que suspendiera el azote y rogativas al Santísimo, se canso de esperar, continuando los ruegos algunas mujeres y el abrumado cura que hacia las veces de auxiliador espiritual y ayudante del facultativo.
El aciago hecho sumió en breve al pueblo en la inactividad: la comunicación con sus vecinos se aminoró y durante un tiempo se temió que se llegase a carecer de artículos de primera necesidad y de medicamentos.
 
En sus horas de asueto, los habitantes del caserío, se reunían en partidas de “mus” o en animadas pláticas. Paulatinamente y cuando el nivel de las velas descendia, éstas eran apagadas. Ávidamente se apabullaban  mientras el tiempo transcurría vacío…silabeando sus nombres.
 
Los indigentes se hacinaban sobre sacos y colchonetas con los ojos hundidos, voz cavernosa y la piel angosta color terreo. Alguno de ellos buscaba, con su índice escuálido, al infeliz facultativo
Don Pablo, el facultativo, debía tener unos treinta años, de estatura algo más que regular y color blanco descolorido. En medio del unísono quejido, reposó su mirada distraída en las moradas uñas del moribundo. Pasando sobre unos y otros se deslizó hacia el exterior donde se sentó en los escalones arrugándose, doblándose y contrayéndose varias veces. Don Pascual López, que le miraba desde el ayuntamiento, le vio hundir la cabeza entre los brazos mientras su cuerpo se movía ahora más lentamente, como un péndulo.
Le observó pausadamente y después se decidió a sellar el sudado y corregido escrito pidiendo otro facultativo.
 
 
 
 
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El amo tenia fama de hombre versátil. Como en una ceremonia invariable, cuando fumaba, se desabotonaba la chaquetilla y, antes que decidiera prohibirlo, liaba pacientemente el tabaco y seguía la trayectoria del humo en su intersección con los rayos luminosos. La escasa luz que lograba filtrarse a través de de las maderas,  proyectaban un haz en el suelo que atraía a las amas. Se dilataban sus pupilas en la oscuridad en un intento de adivinar cuanto les rodeaba. A veces miraban y parecían dedicarse a vigilar el movimiento.
Solo dos hombres permanecían en el caserío. El uno respondía por Juan era alto, bestia con pantalón de pana verde y chaleco de terciopelo. El segundo era de unos cincuenta años, alto, cara larga, color trigueño, bestia calzoncillos blancos.
Los dos hombres recorrían el caserío y realizaban las labores de almacenaje y distribución de víveres. Observaban éstos  que los amos e invitados, reunidos, muy rara vez abandonaban la casa, alargando el tiempo de marchar a sus habitaciones hasta la madrugada.
 
 
 
A veces durante el día la atmósfera en las habitaciones se condensaba. Los dos hombres, a empellones, se dirigían hacia la puerta, uno u otro la abrían y lo s bultos, distribuidos en la penumbra, se estremecían. Entonces el criado encendía las velas y los bultos esperaban ávidamente el momento en que se retiraban para apresurarse a la comida.
 
Con el sordo sonido de los carros que transportaban a los cadáveres y el llanto de las familias. Don Pascual López, sentado en el despacho, releía el informe fechado a veinte de Agosto de mil ochocientos cincuenta y cinco firmado por el gobernador provincial. Este enterado, de la muerte en ese pueblo de un cirujano, comunicaba que no podía mandarles ninguno pues no les convenía cambian una clientela por otra…y terminaba con una frase que a Don Pascual exasperaba:…”Tengo entendido que les queda otro facultativo”.
 
En el caserío, las pláticas  de los amos fueron acallándose. Los criados susurraban, abrumados por el silencio el tiempo que estaban con ellos. Las familias del caserío apenas se movían su ejercicio diario se limitaba a dirigirse a la mesa.
 
Nadie había huido del pueblo. Había serenidad en los ánimos. Un hecho tristemente cierto es que un numero elevado de familias estaba sometida a la mortífera influencia del mal sufriendo sus temibles efectos. En las casas señaladas, de los infestados, muchos de los invadidos, desaparecida la frialdad general sufren ahora el calor y el sudor. A éstos, después de habérseles aplicado en un primer periodo lavativas que debían estar compuestas según Don Pablo, de huevo batido, un puñado de almidón y media azumbre de horchata de arroz crudo bien desleído con doce gotas de laudazo liquido, son sangrados poniéndoseles sanguijuelas en las sienes y boca del estomago.
 
 
 
 
 
 
 
 
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Una  de las noches los amos no subieron a sus habitaciones. En los días sucesivos a través de los intersticios de la primera planta, comenzó a esparcirse un hedor muy superior al de las caballerizas, con efectos nauseabundos. Cada día la puerta ofrecía mayor resistencia, y al esfuerzo de los criados para entrar seguía una densa atmósfera irrespirable. La cabeza congestionada se abandonaba al juego de las llamas y la debilidad impedía desenvolverse en la mesa. Todo resultaba entonces pesado, demasiado pesado y la boca se abría exageradamente intentando respirar. Salir se convertía en esos momentos en la única obsesión. Los pies se pegaban al suelo en otro tiempo resbaladizo y que día a día se volvía más pastoso. En el último sector, junto a la puerta, aparecía pegajoso húmedo.
Fuera; los criados se veían todavía envueltos por la pestilencia que en el piso dejaban sus pisadas. En esos momento todo cuanto les rodeaba se volvía  repugnante solo crecía en ellos el deseo de salir, pero estos temían mas al mortífero azote que campeaba sobre el caserío y continuaban confinados con sus amos.
Durante algún tiempo las moscas obsesionaron a los amos. Se sentían amenazados por ellas. En la penumbra una de las mujeres se movía, giraba la cabeza hacia uno u otro lado y repetía mecánicamente, sin emoción, la misma frase:
-Estas que zurren son de las malas.
En una esquina el amo, sin afeitar, se sacudía con las manos: ¡Que moscas!
-¡Por aquí se han metido dos o tres! La mujer torpemente buscaba entre su pecherín. Todos los demás pululaban por la habitación, batiendo el aire, la mujer en el suelo se retorcía:
-¡Son Veulines, no son moscas!
-¡Espérate aquí granuja! Y mientras empujaba la puerta, el criado, en la oscuridad, veía al amo con el puño cerrado golpeando la pared.
En una de las habitaciones las sombras habían determinado el espacio.
Los muebles habían sido arrinconados y entre ellos se arrastraba un hombre de unos cincuenta años, de unos cinco pies de estatura, nariz regular y barba cerrada.
La iluminación se limitaba a varias velas formando círculos en el centro bailaban las sombras.
 
 
En el parte oficial de Don Pascual figuraba: De ciento cincuenta y tres invadidos un total de veinticinco muertos.
Según suscribe el señor alcalde constitucional de Casas de Moya, la afligida población, libre de la calamidad del cólera morbo el cinco de Octubre de mil ochocientos cincuenta y cinco, acordaba los días para celebrar la feria de aquella villa.
En el caserío el hombre, febrilmente, avanzaba hacia el criado, la oscuridad era casi absoluta, las rendijas estaban taponadas.
Amos e invitados se volatilizaron. Solo existían ellos dos. Sus brazos rodearon el cuello del criado, tembloroso, su cara bañada en un sudor pegajoso se restregaba contra el. Su respiración era entrecortada se balanceaba y no conseguía articular palabra hasta que en uno de esos vaivenes, el criado se sintió salpicado de un líquido pastoso que escurría por su camisa hasta filtrarse en su cuerpo. El hombre cayó al suelo y permaneció inerte.
Y el amo, mientras los mozos lo arrastraban, les señalaba el camino de la villa donde la afligida población se preparaba para celebrar la función inmemorial.
 
En el pueblo, en una de las callejas, apareció el cadáver: un hombre de unos cuarenta años, estatura de unos cincuenta pies, pelo rubio, ojos pardos, nariz regular y barba cerrada.
 

 
Varios segadores creyeron reconocer en el hombre….