WALTER HUGO ROTELA -ARGENTINA-

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PÁGINA 19

Walter Hugo Rotela González (argentino, residente en Uruguay) (1968- ) Nació en la ciudad de Formosa, Argentina. Desde el año 1992 reside en Montevideo.
Cursó la Licenciatura en Ciencias de la Comunicación, en la Universidad de la República (Udelar), Montevideo, Uruguay.
Algunos de sus cuentos son publicados en revistas literarias y sitios vinculados a la escritura: Revista Literarte, Revista Túnel de letras 1° y 4° edición, Universo La Maga, Suplemento Realidades y Ficciones, Tus Relatos, Corto Relatos, Revista Literaria Amauta, Ratón de Biblioteca, Opulix, Revista Nudo Gordiano, Revista Universo Literario Cultural, Revista Trinando.  
Tiene libros publicados en Editorial Bubok: "Huellas de mis pensamientos"; "Buscando... las llaves, las rutas", "Siete cuentos - Del 2007 al 2008", "Líneas Paralelas - Relato de viaje". Otros materiales del tipo de periodismo de investigación son: "OLIVOL Y MUNDIAL UN SOLO CLUB" y "CORO ESPERANZA (1985 - 2015) 30 años de actuaciones". Textos de ficció: "Serie Túneles" (Cuentos -2016). "Criados en la Tierra Roja" (cuentos - 2016) Otros libros de cuentos, son: “Los pasos de jaguareté michí y otros cuentos”.  “Cosas curiosas en los caminos de las cumbres” (Cuentos-2020). Participación en las antologías del Taller literario A.L.A.S. 2020 «Fortaleciendo alas» y 2021 «Ganar al gris».
 
Redes sociales: https://twitter.com/pebuwar2
                        
Datos de contacto: pebuwar2@gmail.com ó paginaenblancowhrg@gmail.com
 

Don Orosindo


A raíz del hallazgo, en una fotografía, de la imagen de una persona que caminaba por un bosquecillo que corre paralelo al río Cebollatí es que inicié la búsqueda de una persona. "¿Cómo?, ¿de qué trata este relato?" –Estas podrían ser las expresiones del lector que se aventure a leer este texto. A él o ella, debo explicarle, que dias atrás, al mirar unas fotografías tomadas en el interior de un bosquecillo que corre paralelo al río Cebollatí, en Uruguay, descubrí la presencia de alguien que, al momento de tomar la foto ―de eso estoy seguro― no estaba.   
En la mañana que paseaba por el bosquecillo la luz del sol se colaba entre el tupido entretejido de ramas, en forma de inclinados haces. En determinadas partes creaba un haz muy interesante, agradable. Permitía ver tanta gama de verdes que era como una explosión de color. El aire estaba algo húmedo, fresco, cargado de olores a tierra húmeda.
Realicé varias tomas de ese mundo verde. Y digo "mundo"porque al interior del bosquecillo la atmósfera era otra, el silencio, los aromas... Todo era muuy diferente al afuera, a la costa sin árboles, al camino de acceso.
Haciendo compras en un pueblo cercano, conocimos a un lugareño que nos sugirió otros lugares para visitar, también a orillas del Cebollatí.  Como intercambiamos números telefónicos y direcciones de correo, tras el hallazgo de aquella imagen de una persona en la fotografía, lo contacté.
El carnicero, de nombre Elías, respondió muy rápido a mi correo ―apenas una hora después de enviarle mi primera nota. Lo que me contó superó mis expectativas.
En su epístola Elías decía: "Estimado Pedro, supongo que el hombre que vio, perdón, cuya imagen registró su cámara, no es otro que  Don Orosindo.
Hace años que está desaparecido y suponiamos que vivía en los campos. Alguien más comentó, hace algún tiempo atrás, que creyó ver a una persona caminando a orillas del Cebollatí, con sombrero de ala ancha y una bolsa colgada a la espalda.
 Don Orosindo, hace unos siete u ocho años atrás, tuvo una gran desepción amorosa. Es o era, el estanciero dueño de grandes superficies de campo, por cuyo interior corre libre el Cebollatí. Pero después de aquella desilusión desapareció. No se despidió, ni nada que se le parezca. Se lo tragó la tierra –decían los lugareños.
Hoy que usted cuenta esto que vio, debo decir que coincide con el relato de esas otras personas que vieron a un hombre bajito, de sombrero. Son las señas particulares de él. Es decir, el viejo, aunque no pasaba de los cincuenta y pocos, era muy bajito, muy curtido por el sol y el aire del campo, de las sierras. Andaba siempre a caballo y por ahí esa chuequera tan característica de él. Esto último lo ponía como una persona más baja que lo normal.
Me temo, estimado Pedro, que usted fotografió nada más y nada menos que a don Orosindo. Y es la prueba de que sigue vivo, vagando por los campos, sus campos.
Espero estos pocos datos le sirvan para aclarar sus dudas.
Respetuosamente lo saluda Elías.
P. D.: Cuando pasen por estos lares, seguro que, si me avisan, les tendré algún carpincho pa´ ustedes" 
No tengo, de momento, más que creer en los datos, en las referencias brindadas por Elías. Lo cierto es que las fotos con esa persona allí, en ese bosquecillo, son las únicas pruebas que dispongo.
 

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Eusebio se fue


Sobre el mediodía del viernes de la semana pasada, mientras caminaba por las rojizas
calles de tierra de mi barrio, descubrí a un niño que lloraba. No estaba solo. Él le contaba algo a otro chico, un adolescente. Me acerqué y pregunté si podía ayudar. Ellos
me reconocieron.
― Usted es el nuevo peluquero de la esquina Esa donde está el dibujo de Chaplín…  ̶ dijo el mayor de los chicos.
― Sí, el mismo. ¿Pasó algo? ¿Puedo ayudar?  ̶ plantee si saber cómo lo tomarían.
― No… Lo que pasa es que mi amigo Eusebio se enteró que mataron a una  mitakuña’í1 Una criadita, como nosotros   ̶ balbuceó el que parecía hacer de portavoz.
― Ah… Entiendo  ̶ dije, sin saber qué decir.
― No… No creo que entienda. A Eusebio le dan palizas como a esa  mitakuña’í    ̶ aclaró.
Las lágrimas del chico rodaban sobre su mejilla y caían sobre la roja tierra, gota tras gota, formando un pequeño charco.
― Peor… Peor que eso  ̶ se encargó de afirmar el pequeño, que no dejaba de sollozar.
― No se preocupe. Es nuestro destino. Quizás así lo quiere Dios  ̶ sentenció convencido, el mayor de los chicos.
―Yahá̶  dijo el niño.
― Yahá Catú3  ̶  le contestó el otro. Lentamente emprendieron un rumbo distinto al mío.
La siesta estaba plagada de chicharras. La gente tomaba tereré a la sombra de los árboles.
Nos saludamos con la mano en alto y consideré las expresiones del chico un tanto atiné a exageradas.
“A veces ocurren desgracias. Alguien se pasa de la raya, comete un crimen, pero es no tiene que repetirse y no lo debe querer Dios” ̶ me dije a mí mismo.
 
Al cuarto día, en realidad la noche de ese día, una hora después de dormirme, me desperté sobresaltado. El rostro del niño llorando lo sentí clarísimo, frente a mí. Me miraba con unos ojos enormes y dijo: “Adiós, adiós”. A sus pies se formaba, vívidamente, un charco de sangre. No pude volver a dormir. Quedé pensando en el niño que lloraba, en su amigo y en la sangre cayendo sobre la tierra colorada.
 ̶ Se fue… ̶ me tiró como una lanza, con su voz entrecortada. Se fue  ̶ repitió.
―¡Quién?  ̶ pregunté, casi comprendiendo bien, sin saber cómo ni por qué. 
― Mi amigo Eusebio murió angá4… Salió corriendo. Cruzó el patio de tierra, llegó a la calle y al intentar pasar a la otra vereda, un colectivo lo atropelló.
― Lo siento  ̶ atiné a decir, sin saber qué más agregar.
― Otros criaditos de la casa dicen que el viejo Atanazildo lo amenazó  ̶ relató el muchacho, acongojado.
― Le dijo: “No me contestes mita cuando te hablo o te pasará lo mismo que a esa mitakuña’í”.
Por eso, esta mañana, cuando el viejo lo llamó… Eusebio se fue.

 

 

Pedro Buda
2016

Voces guaraníes usadas
1 Mitakuña’í: niña
2 Yahá: vamos
3 Yahá Catú: ¡vamos sí!
4 Angá. Pobrecito 
 
 

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Marito Pirú


Don Mario disfrutaba de una helada cerveza. Tenía una docena de latas en la heladera y tres cajas más en el galponcito del fondo. Miraba la televisión, distraídamente, cuando escuchó la noticia de la niña muerta por la golpiza propinada por el adulto responsable de su cuidado. Apagó el televisor y encendió la radio donde pasaban polcas paraguayas.
Marito, como lo llamaban, conocía perfectamente el tema. Él había sido un criadito en casa de un veterano de la Guerra del Chaco. Este hombre de oficio albañil, se había asociado con un emprendedor hombre que conocía el arte de la elaboración de distintas cerámicas, como tejas o losetas. Varios productos de la tierra roja.  
El padre de Marito fue soldado reservista y actuó durante la guerra a las órdenes del sargento don Tránsito, el veterano albañil. Cuando supo que su antiguo superior estaba al frente de una empresa no dudó en visitarlo y pedirle que albergara a uno de sus hijos, en su casa o en la empresa, para que pudiera ir a la escuela.
El hombre que había quedado pensativo, ante la noticia de la niña muerta, era el quinto hijo de los nueve que habían engendrado su padre con su madre; pero sabía que había otros hijos, con otra mujer. Un motivo por el cual sus padres reñían cuando él era muy chico, un tiempo antes de que él fuese entregado  a las órdenes de don Tránsito en la fábrica de cerámicas. La cual no era más que un grupo reducido de casitas y unos galpones, más los tinglados sin paredes, de palos y tejas, donde depositaban las cerámicas.   
Marito quedó pensativo. Recordó sus primeros años en la fábrica, durmiendo en uno de los galpones, pasando frío muchas veces, y otras, calores impensables con mosquitos que no paraban ni con cien espirales. En esos tiempos, cuando tenía entre nueve y diez años, sentía el estar apartado de sus padres. Sin embargo, no era el único en esa situación. Varios de los que trabajaban con él eran criaditos y sus padres los habían confiado a don Tránsito, que si bien no era malo, los ponía a trabajar duro todo el día. Eso sí, cada noche se aparecía y les contaba anécdotas de la guerra, muchas inventadas. Después de su relato les decía que ellos tenían suerte de estar allí y  no en medio de un campo de batalla, donde el machete, angaú1, era su mejor amigo.
Una noche, uno de los mitaí2 se reveló. Esa fue la vez que a Marito le quedó claro que nunca debía contradecir al viejo sargento. Tránsito tomó un palo que estaba a su alcance y lo golpeó,  angá3, al criadito gonzalito; con tanta fuerza y violencia que lo tuvieron que llevar a la casa del enfermero del barrio. El viejo le gritaba... "Añá Membî, Aña Membí4, mitaí carapé5". Lo trajo de vuelta, todavía vendado, una semana después. La golpiza no volvió a repetirse, y por un largo  tiempo, tampoco los relatos del viejo sargento.
Las polcas seguían sonando pero Marito no las escuchaba. Su mirada quedó perdida en un punto más allá de la puerta de entrada a la casa donde vivía ahora, que era el encargado de la fábrica. El viejo Tránsito había muerto años atrás y el que más conocía el negocio era él. El veterano cuando cumplió sus setenta y cinco años, viéndose sin hijos, le dejó su parte de la fábrica.
Marito sentía un gran dolor, pero no entendía muy bien porqué. Recordaba vívidamente la golpiza que había sufrido Gonzalito, y también que, a pesar de ser mayor que el mitaí ese, no hizo nada por defenderlo. El viejo Tránsito era como un padre, sin serlo. Su palabra era sagrada, y todos le debían respeto. Lo que se materializaba en esa devoción diaria al trabajo, en el pedirle su bendición cada mañana, para empezar el día. La sumisión era parte de su idiosincrasia, algo incuestionable. Pero esa noche, la imagen fue tan fuerte que lo hizo pensar en que quizás, aquella rebelión de Gonzalito fue justa. Más cuando pensó en las veces que Gonzalito lo había salvado del maltrato de otros criaditos que lo llamaban "Marito Pirú6".
Un grito se le escapó cuando pensó nuevamente en la niña muerta y salió corriendo hasta donde dormitaba el ahora hombre, Gonzalito. Lo llamó y lo abrazó con fuerza. Después volvió a su rancho de encargado y tomó el resto de cervezas que estaban en la heladera.
Media hora después de la última lata don Mario se durmió.  El viejo Tránsito se le apareció en sueños y le habló: "Marito pirú Ñandejára7 te ilumine... Yo nicó8 viví como che gente9 he―í10. Y terminé cuelelé11 y medio tabî12..."  De un salto se despertó. El silencio, sólo interrumpido por algún grillo, dominaba la noche. Volvió a dormirse. Una vez más, el ex sargento se le apareció, vestido con su uniforme de soldado y le dijo en guaraní: "Guapicha oikutu va'e, oepy va'era13".
 

  Pedro Buda
Walter H. Rotela G
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1Supuestamente, "como qué"  
2 Niño
3Pobrecito,
4Hijo del diablo
5De baja estatura, petiso
6Flaco
7Dios, Nuestro señor
8Ciertamente, efectivamente
9Mi gente
10Dice
11 Viejo, destruido
12 Loco
13 "El que hiere a su semejante debe pagar su culpa"
 

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Victoria


Victoria mira el puerto desde la ventana de su cocina. El sol sube rápido por el este, cada mañana. Y ella disfruta ese instante. Después de ver la salida del sol toma el mate de la mañana. Se apronta y sale a buscar algún libro, en las tiendas de libros usados. Canjea los que ya leyó, aunque suele guardar algunos, cual reliquia. Es su pasatiempo predilecto.
Un mañana de mayo, después de la salida del sol, se quedó con la mirada perdida. En la radio, sintonizada en AM, pasaban una noticia del día anterior. Una niña había muerto a manos del adulto a cuyo cargo estaba. Inmediatamente recordó, a sus setenta años, situaciones vividas en su niñez. Palizas, corridas. Recuerdos que consideraba enterrados en lo profundo de la rojiza tierra.
Victoria vive sola. Nunca quiso casarse o tener hijos. Se había jurado eso  ̶ y lo cumplió   ̶  de no traer niños al mundo. Era la séptima hija, de un total de catorce hermanos. Su niñez la había pasado como criada en una y otra casa, como la mayoría de sus hermanas. Desde muy chica tuvo un carácter fuerte. Era muy rebelde y no se quedaba callada ante nadie. Para bien o para mal.
La mañana en cuestión, tras la rutina de ver salir el sol se dio un baño y salió como de costumbre, pero no visitó ninguna tienda de libros, no recorrió el micro―centro, no subió a ningún colectivo, sólo caminó. Y sus pasos la llevaron a la entrada de un templo, una pequeña capilla a donde concurría a oír misa, los primeros años tras su llegada a la ciudad capital. Pero hacía muchos años que no pisaba el interior del lugar. Esa mañana encontró abierto el templo e ingresó. Se persignó y vio que un sacerdote estaba cerca del confesionario. Se acercó y le dijo: "Necesito contarle".
― Bien, bien... Lo que quieras decir.  Pero sentémonos en un banco.
― Sí, sí. Estoy cansada. Gracias.
Lo que Victoria tenía para decir le llevó una hora, que le pareció corta al sacerdote. Ella parecía muy cansada al principio, sin embargo, el hombre de canas intuyó que ella necesitaba decir más, pero quizás en otra ocasión. Era mucho para un solo día.
La mañana estaba hermosa, el sol se colaba por entre las hojas, el bullicio de la ciudad iba creciendo; pero dentro de la capilla reinaba la calma. Sólo un murmullo era audible, donde ellos se encontraban. A un costado, hacia el frente, una mujeres rezaban el rosario, tenían un ritmo, un punto de inicio y otro de cierre, siempre el mismo, casi como el lub dub del corazón.
El sacerdote la miró y casi susurrando le mencionó que la recordaba, pero que hacía años no venía, como solía hacerlo los domingos.
― Sí, dejé de venir... dejé de venir pero sigo creyendo... Sabe el sol.... El sol me da esperanzas  ̶ se animó a comentar.
― Cada día es un regalo del señor... Y tú eres una mujer fuerte, luchadora  ̶ Expresó él mirando hacia ella y hacia una entrada de luz que provenía de lo alto de una pared.
― Creo padre, que al contarle esto que tenía aquí guardado... Al contarle me saqué... Me saqué un gran peso.
― Haz cargado demasiados años con este lastre y ya es hora... Es hora de dejarlo atrás. Tu nombre hace honor a esto que es tu vida: una victoria. Vive, vive y sé feliz. El sufrimiento no te doblegó, pero cargaste por demás con ese equipaje.
No dejes de visitar nuestra capilla, otras personas podrían aprender mucho de tus caminos en esta tierra color sangre.
― Lo haré. Seguramente mis pasos volverán a traerme, como lo hicieron hoy, después de tantos años