ANDRÉS MIJANGOS LABASTIDA -MÉXICO-

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PÁGINA 29

 

 

Nació en la ciudad de Comitán de Domínguez, Chiapas. Estudió Filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha publicado cuento, poesía, minificción, en diversas revistas digitales. Fue parte del V Diplomado virtual de Creación Literaria de la Coordinación Nacional de Literatura. Asimismo, participó en las antologías de poesía: “Los días azules: poesía pandémica” de la editorial Capítulo Siete, y “Artivismo: el arte como espacio de resistencia” de la editorial Raíces.
 
Redes sociales: FB La nube en pantalones
 

 

El cuartito de la ropa

 

 

 

Para todos tiene la muerte una mirada
Cesare Pavese

 
Tenía diecisiete años el día en que mi padre murió. Cuando lo encontré pudriéndose en el piso de su departamento, decidí huir de casa. No quería que nadie me diera los pésames, que nadie sintiera lástima de mí, no soportaría que ellos me llamaran su huérfana.  
Hace frío y el parque se va quedando solitario. Se encienden unos cuantos faroles que emiten una luz intermitente. Ya que lo pienso con calma, mientras desabrocho la correa de la gorda, y me siento en una banca descolorida, no puedo recordar el rostro de mi padre; de él solo queda una silueta borrosa, su cuerpo tosco y nudoso, su piel áspera, y la saliva ácida que me llenaba de asco. No tengo en donde dormir, ni con quien hablar. El cielo se cierra, y se llena de nubarrones.
A veces creo que la debí dejar a su suerte, ni siquiera soy capaz de ponerle un nombre. En este momento podría levantarme e irme, y claro que no pasaría nada. Ni nadie se daría cuenta, pero solo de pensar en ello me llega ese malestar que me amedrenta todo el cuerpo como si soltar a la gorda fuera una traición.
Jugueteo con el aza de la maleta, y allá a lo lejos puedo notar que la gorda se pasea entre las jacarandas. Desde que descubrí la llave de mi casa, en uno de los recovecos de mi bolsa, sin ni siquiera recordar haberla puesto ahí; sabía que en algún punto regresaría. Un día sin sospecharlo apareció enfrente del televisor; cada día parecía decirme: no puedes huir.
¿Para qué llamaría mi madre? De ella recuerdo la voz, dura y seca. Fueron muchas las noches en las que me repetí, que los días de mierda pasarían, que podría seguir hacia adelante, aunque ahora los días futuros me parecen inalcanzables.
Me siento muy sola me dijo y la frase de alguna forma se clavó en mi piel. Después el cuarto se inundó de un humo espeso, y me comenzó a arder la nariz. Del pollo que tenía en la estufa solo quedaron cenizas. Sentí que solo había hablado un minuto con ella, y que toda la conversación se reducía a esa línea.
Sin darme cuenta, me quede dormida en la banca, la gorda se acorruca entre mis piernas. Caen unas gotas gruesas que se estrellan contra el cemento, y los hierbajos.
Al regresar a casa me deslizo a través de las mismas calles de antes; de siempre. Todavía hay algunos negocios que puedo reconocer. Aunque también hay otros que parecen borrados por el paso del tiempo. Es curioso, pero el olor es el mismo, una especie de mezcla entre la pestilencia de los desagües y el de la panificadora de la esquina.
Después de que mi padre se fue, mi madre dejo todo intacto, no realizó ninguna modificación a la casa, y con el paso de los días las cosas se fueron volviendo opacas y ruinosas. La entrada, ahora apenas mantiene ciertos trazos del rojo ladrillo con la que la pinte una tarde de agosto, lo demás se ha cubierto de un hongo negro.
En el trabajo el jefe me comenzó a llamar la atención, Martínez estás distraída y cada día llegas más tarde, si no quieres seguir, hoy mismo te podemos liquidar. Ni siquiera me dieron lo que me correspondía.
Aunque era inevitable, no dormía bien, cada noche tenía el mismo sueño, me encontraba acostada de espaldas en el cuartito de la ropa, una tenue luz iluminaba una sombra que se subía a la cama y se posaba encima de mí, mientras lloraba la cama de madera crujía. Cuando la silueta se levantaba, podía moverme y cubrirme el rostro. Sentía vergüenza, luego escuchaba otra vez la puerta abrirse, mi madre se sentaba a mi lado y colocaba su mano sobre mi espalda. La observaba esperando que me dijera algo, cualquier cosa, pero ella se mantenía impersonal, como si ninguna de las dos estuviera ahí, como si pronunciar algo hiciera que el mundo reapareciera de golpe. 
Introduzco la llave en la cerradura, y la puerta no abre. Jalo la puerta hacia afuera, vuelvo a girar la llave, y ahora el pestillo cede. Adentro mi madre esta acostada en el sillón de la sala mirando televisión a todo volumen.
–¡Hija! Por fin llegaste –Me grita sobre los alaridos del conductor del programa. –No te quedes ahí parada entra, hija, hijita de mí corazón. Ya sabía que vendrías, si estuve rezando, y ayer un pajarito se paró en la ventana y comenzó a silbar. Esa es la señal, pensé, y mira hoy estás conmigo, para cuidarme.
No atino a responder nada, mi madre se intenta levantar del sillón, el conductor del programa no se calla, dejo mis maletas y la transportadora a lado de puerta de la entrada. Antes de ayudarla, apago la tele, mi madre me mira molesta, le tiendo la mano, pero ella la rechaza, logra ponerse de pie resoplando.
–¡Ay! Dianita trajiste a ese maldito animal.
–Es de mi papá –le digo molesta, como si la gorda también fuera parte de su responsabilidad.
–Y a mí qué me importa, si sabes que me dan alergia esos animales. –me dice mientras comienza a toser. –Ya ves, se me está tapando la nariz. Llévala afuera.
Voy a la cocina a buscar un lazo para amarrarla a la puerta. El foco hace falso, al tercer intento funciona. Mi madre, se suena la nariz, y me mira con desaprobación.
–Diana, tráeme una loratadina, están ahí sobre la mesa, las naranjas. Se me cierra la garganta, apúrate.
Después de un rato mi madre se tranquiliza. Ella ve embobada la televisión, aprovecho para ir a la cocina a preparar algo de cenar para las dos. Me siento a su lado, la cabeza me punza desde que entré a casa. Escucho la televisión, hay una pareja de novios, ambos intentan adivinar las cosas favoritas del otro, el novio falla, y la novia se ve molesta. Mi madre ríe. A lo lejos escucho a la gorda quejarse 
Alguien me sacude, es mi madre.
–Dianita, ya te estas quedando dormida.
–Sí –balbuceo– ¿puedo pasar a mi cuarto?
–No hijita, tu cuarto se llenó de ratas y lo cerré. Mañana me vas a ayudar a echarles veneno. De mientras te vas a quedar en el cuartito de la ropa.
–Mejor en la sala.
–Como tú quieras, Dianita, pero yo todavía voy a ver las noticias.
Me vuelve a despertar, para que la ayude a subir las gradas, y llevarle un vaso con agua y sus medicinas. Espero afuera de su cuarto hasta que comienza a roncar y con cuidado dejo entrar a la gorda. Tiene frío. Se acuesta debajo del sillón sin hacer ruido.
Me levanto muy temprano, antes de que mi madre se despierte, vuelvo a amarrar a la gorda, en una jícara le dejo un poco de agua. Cuando cierro los ojos para dormir otro rato, escucho los pasos pesados de mi madre bajando las gradas.
–Dianita, ya es tarde, hay que hacer el desayuno, y luego ir al mercado.
Doblo con cuidado las sábanas que utilicé. Y las meto dentro de una bolsa. No quiero que ponga su cuerpo rollizo sobre ellas. Comienzo a organizar la cocina, en el fregadero hay una pila de trastes sucios. Sin esperarme, mi madre prepara huevos con chorizo, el olor se impregna en el ambiente. Las moscas giran alrededor del foco que parpadea. En otra hornilla se calienta el café. Huele a panela. Nos sentamos una frente a la otra. Sin hablar. Cuando terminamos de comer, levanto los trastes.
–Iremos al mercado, te voy a mostrar dónde debes comprar las cosas –me dice desde el comedor.
En el mercado intento guardar referencias de los lugares que me indica mi madre. Las bolsas pesan y comienzo a sentir calambres en las manos, mi madre no se detiene ni un segundo. Mientras tomo un respiro, un señor extremadamente delgado se para a mi lado. Grita:
–¡Veneno para la rata! ¡Veneno para la cucaracha! ¡Veneno para la mosca! ¡Veneno de la familia Rascón! ¡Que no le mientan que no lo engañen, este es el bueno, el original de la familia, la familia Rascón!   
Antes de que vuelva a gritar, le hago una seña.
–¿Cuánto se necesita para eliminar una plaga de ratas?
–Con dos frasquitos le sobra –me dice mientras me muestra sus dientes de platino al sonreír.
Regresamos a casa, el día es caluroso, el sudor me recorre la frente y entra a mis ojos que arden. Mi madre se recuesta en el sillón, y ronca. Me pongo a ordenar las cosas, al final dejo los frasquitos de vidrio oscuro, al abrirlos me llegar un olor a vainilla.
–No creerá que este es cualquier veneno para rata, mi familia lo hace desde generaciones.     –me dice mientras me guiñe el ojo.
La etiqueta tiene una letra minúscula. “Recuerde las ratas son animales muy inteligentes. Envían a la más débil a probar el alimento que les parece extraño. Y esperan. Si muere, orinan la comida y jamás la prueban. Por eso hay que darles pequeñas dosis, para que se vayan muriendo poco a poco, para que no se den cuenta. Primero ponga comida sin veneno. Al otro día ponga una gotita, y aumente la dosis hasta llegar al día catorce, en ese momento las ratas ya deben estar enfermas. Y recuerde que las ratas al sentirse enfermas buscan un lugar abierto, así que es probable que huyan a la calle. No lo olvide, la dosis es el secreto. Atentamente: La familia Rascón”.
Mi madre continúa acostada en el sillón, un leve silbido se le escapa de los labios, en su semblante todavía hay algunos rastros de la mamá que alguna vez fue, la que me acompañó al festival del día de la madre y me compró una paleta de chicle. Ese día ambas usamos un listón amarillo en el cabello, y prometimos ser mejores amigas por siempre.
Pensé en decirle del veneno cuando entramos a la casa, y escuchamos un chillido allá arriba, pero ella hablo primero. A partir de mañana, Dianita, te voy a ensañar otra vez a cocinar, porque a ti todo te queda salado. Ella se encuentra debajo de una mancha rectangular en la pared. Hace mucho tiempo había una foto grande con un bonito marco de cedro en la sala, de ella cocinando con una sonrisa de oreja a oreja. Pero eso fue antes de conocer a mi padre, y quedar embarazada de mí.
*
En las tardes cuando el sol se empieza a ocultar, y el calor también desciende me gusta ir al parque con la gorda. En una de las mangas de la sudadera que siempre llevo, guardo sobras de comida. No me gusta que la gorda husmee entre la basura. Tengo una banca favorita, desde la cual contemplo los árboles de primavera y las jacarandas. Levanto de uno en uno los pétalos que el viento arrastra hasta mis pies, y con ellos formo un ramillete que después, voy dejando caer de regreso a casa.
A mi madre no le importa que vuelva en la noche, apenas unos minutos antes de que terminen las noticias. Bueno, que yo regrese, porque en realidad acerca de la gorda no emite ningún comentario, solo quejas y quejas, que si hay pelos de la gorda por toda la casa, que si paso más tiempo con ese animal que con ella. No me gusta ver la televisión con ella, los programas siempre son los mismos. Prefiero estar afuera, o cuando hace mal tiempo, me pongo a limpiar. Aun así, la casa parece atrapada en una nube de polvo. En una gaveta encontré un manojo de llaves, no sé qué me hace pensarlo, pero la dorada debe ser la llave de mi cuarto.
Mi madre duerme, especialmente después de darse un atracón a la hora de la comida. Por eso hoy le partí una rebanada extragrande de pastel de chocolate. Subo con cuidado para abrir mi cuarto. Apesta y hay mierda por todas partes. Una gran rata se esconde entre lo que sobrevive de la colcha rosa de Minnie Mouse que era mi favorita. Dejo dos salchichas en la entrada a manera de tributo. 
–Dianita, deberías deshacerte de esa perra –me suelta de la nada mientras cenamos.
–Pero si ni entra.
–Pues no sé cómo, pero todo el día me ando encontrando pelos, y ya sabes que estoy enferma y que me da alergia ese animal. Se me cierra la garganta, y me da un escozor que no se me quita en horas. –No me gusta verla cuando comienza a quejarse. –Solo suéltale la correa y sabrá cuidarse sola.
–No la voy a soltar, ni entra a la casa.
–Dianita, a poco te gusta que yo me sienta enferma. Porque le estás echando mucha sal a la comida, y también eso hace que me duelan las rodillas. Ya sabía yo que no ibas a aprender. –Comienza a llorar. –Y yo estoy gastando mi dinero en que comamos bien las dos en que no te falte nada, o a poco te he pedido que trabajes ¿no verdad? Lo menos que puedes hacer es cuidarme, ya ni me queda mucho…
Dejo de oírla al salir. A la gorda se le ha dado por comenzar a hacerse a lado de la puerta, lo descubrí en la suela de mis tenis. 
Es el día once, las ratas casi no hacen ruido. La gorda ladra intranquila, y enfadada conmigo. Las moscas continúan zumbando alrededor de la luz y nosotras no hablamos mucho. Estrictamente lo necesario. Llené una solicitud para ser cajera en una tienda cerca de la casa. ¿Quién se va a creer que es? Ahora resulta que si le importo, que si se preocupa. En la tarde he visto a tres canarios de pico amarillo columpiarse en la punta de una jacaranda. Alguna vez me gustaría estar arriba.
En la noche terminaba de lavar los trastes cuando me ha soltado:
–A ti no te gusta vivir aquí
–Tampoco tengo muchos lugares a donde ir –le digo bromeando.
–Creo que debimos tener otro hijo con tu padre, para que ayudará con la casa y conmigo.
–Para joderlo como a mí
–A ti nadie te hizo daño, deberías dejar de ser tan exagerada –me dice sin mirarme con su atención puesta en la televisión –en el programa el participante usa su comodín pedir ayuda a la esposa –no creas que no me doy cuenta de cómo limpias la casa, de seguro sientes que vives en una ruina, pobrecito de tu padre, debí darle otra oportunidad, después del divorcio se disculpó conmigo, creo que también yo exagere, me dijo que fue un mal esposo y un mal padre, además siempre me preguntaba y Diana ¿cómo está?  Dile que la quiero por favor, y tú –aquí si voltea a verme – de rebelde y malagradecida, ni siquiera estuviste en su funeral. Lloré mucho. Todavía lo extraño.
*
La noche es clara, hay luna llena. Desde hace horas doy vueltas en distintas posiciones. La temperatura desciende. La gorda se encuentra debajo del sillón. Observo el techo y de reojo el cuarto de la ropa. Vigilo, como si esperara que de un momento a otro la puerta se abriera, y alguien me tomara del brazo. Ven hija, ayúdame a doblar la ropa mientras yo platico con el maestro Saúl. Luego escucho a mi madre gemir, y al maestro Saúl producir una especie de resoplido mientras cogen en el cuarto de arriba. Intento abrir la puerta, pero le han puesto llave por fuera.
Vigilo, sin pestañear como si desde el cuarto escuchara la voz de mi padre, como si esa puerta se cerrara, y nos quedáramos los dos solos. Su rostro oculto por las vigas que cubren la luz amarillenta del foco.
–Tu mami me ha dicho que te has portado mal ¿has sido una niña mala? ¿verdad?
–Pero ella me encerró aquí y subió con el maestro Saúl.
–Sí, sí, ya me explicó que tuviste calificaciones mediocres y debió hablar con él, que no lo hace frente a ti porque le da miedo que empeores las cosas.
–Es su amante
Él me golpea.
–No vuelvas a hablar así de tu madre.
Con mi vista nublada por las lágrimas observo como una sombra se desliza a través de la pared, mi cuerpo se hunde en el colchón, la cama cruje. Duele.
*
La gorda me lame la cara. Ha amanecido. Mi madre molesta me observa desde el marco de la puerta.
–Ya decía yo que metías ese animal en las noches.
–Le da frío.
–No me importa.
Desde ese día mi madre no para de quejarse. Mi alergia empeoro, tengo mucha comezón, hasta tuve que ir al doctor sola, porque tú te vas al parque, y nada que me preguntas cómo estoy. Y el doctor que pone cara seria y me dice que probablemente es algo grave y que necesito hacerme estudios. De solo pensar que es culpa de mi hija, y que ella lo ha hecho a propósito, me duele el pecho. Mi propia sangre me traicionó.
Hoy fue mi primer día de trabajo, hubo momentos en que no pensé en mi madre.
Paso mi dedo por los días tachados en el calendario. Mañana es el día. 
–Puse veneno para las ratas
–¿Ah sí? Qué bueno –me dice sin mirarme
–Se supone que mañana, ya no debería haber ratas en el cuarto.
–Ajá, esperemos –el presentador hace un chiste de mal gusto y ella se ríe.
–¿Me estás escuchando?
–¿Qué quieres que te haga una fiesta? Solo pusiste veneno, y quién sabe si va a funcionar.
–Va a funcionar quiero recuperar mi cuarto
–Cuando te conviene es tu cuarto y cuando no, me dejas sola, por eso mejor hubiera tenido otro hijo, otro que no me juzgue como tú.
–Pues lo hubieras tenido con el pendejo del maestro Saúl
–¿Qué con él? 
–¡Me encerraste!
–¿Qué cosa dices?
–Te cogiste al maestro Saúl y me encerraste.
–¿Y qué creías? ¿Qué habías aprobado por que eras muy lista? Tonta. Además, yo no te encerré, a ti te gustaba meterte ahí.
– ¡Cómo que me gustaba meterme ahí! Yo nunca pedí esto.
–Grítale a tu madre, ahora que está enferma y jodida. –ella continua mientras ambas sollozamos –Me dices que no he hecho nada por ti, que te odio. ¿Tú que has hecho por mí? Solo traer a esa perra, aunque sabes que me hace mal, que mi garganta se cierra y que me da alergia.
*
El marido de una de las amigas de mi madre murió, nos despertó una llamada en la mitad de la noche, le pedí un taxi y le ayudé a arreglar su maleta. Se irá tres días.
Recuerdo que mis padres no me permitían estar en su recámara, tan solo una vez me metí a escondidas cuando tenía 9 años. Había un vestido rojo extendido sobre la cama, mi madre me descubrió mientras lo levantaba y hacía como que lo modelaba frente al espejo. Al principio se molestó, pero luego le dio risa, y me dijo: algún día este será tu cuarto. Observo mi rostro en el espejo, en las esquinas hay fotografías, en una mi padre me carga mientras reímos. En otra estamos abrazados en la cuna que después se convirtió en mi cama. A veces cuando no puedo dormir, me gusta imaginar que todo fue diferente; que el pasado no existe y que quizás el presente solo es un sueño. Antes de irme doy un último vistazo al espejo y repito: 
No quiero que te hagas más daño.
No quiero que te hagas más daño.
No quiero que te hagas más daño.
Entro a mi cuarto, en el centro de la cama, la gran rata come un trozo de salchicha, tiene los ojos dilatados, y aunque me acerco, no nota mi presencia, se concentra en roer y roer, ese pedazo macilento que le enferma el tuétano; tiene la piel verdosa, podría pasar mi uña entre las marcas de sus costillas y continuaría igual, concentrada en su muerte, en este último instante que tiene con la vida, en este estar aquí, incluso con el cuerpo hendido. 
Mi madre volvió al día siguiente. De buen humor, incluso parecía haber olvidado todo lo sucedido entre nosotras. Le seguí el juego, y la escuché con paciencia mientras me describía de qué color eran los arreglos del difunto, el aroma del féretro de ébano, y cómo ella fue la luz entre las tinieblas para su amiga. Pero sobre todo regresé antes porque me tenías con el pendiente no podía dejarte sola. Estamos las dos solas y debemos cuidarnos.
Durante el trabajo ató mis pensamientos, me concentro en lo que tengo en frente; en contar las monedas con cuidado mientras las paso entre mis dedos. ¿Qué más me queda? Me siento tan cansada y en las noches no puedo dormir. Quizás si pudiera arreglar mi cuarto, al menos podría descansar.
La gorda casi no ladra. Antes cuando me encontraba cerca de casa, me alegraba que de alguna manera sabia mis horarios, a veces la noche era demasiado oscura, o las luces iluminaban muy poco, y aun así ella ladraba inquieta, porque presentía que ya estaba por llegar. Pobre gorda también ella quedo huérfana.
*
Estamos las dos solas. Sin nadie que nos cuide. Las dos solas. Solas. Las dos y nada más.
–Dianita, Dianita
Solas. Solas. Solas.
–Dianita ¿me escuchas?
–¿Ah?
–Te decía que quizás así fue mejor…
–Ah sí –no entiendo de que habla mi madre solo quiero que se calle
–Y tú eres fuerte como tu mamá…
Fuerte como tu mamá. Como tu mamá que se cogió al maestro Saúl. Tonta. Tonta. Eres como tu mamá y tienes el rostro de tu papá. ¿Verdad que sí? Eres como ellos y estás sola. Sola. Sola. Sin nadie que te cuide. Otra vez estás aquí. No puedes huir.  
–¿Te dejo la tele prendida?
–¿Ah?
–Que si te dejo la tele prendida.
Asiento con la cabeza.
¡Llamé ahora!
Este es su momento para ganar.
¿Cansada de dormir en el sillón?
–Sí.
¿Qué necesita para cambiar su vida?
–No lo sé.
Si lo sabe
–¡No lo sé! Maldita sea
No se engañe, solo necesita un pequeño empujón
–¿Dianita con quién hablas?
Volteo a ver la televisión. Mi rostro aparece en el reflejo oscuro de la pantalla.
–Con nadie mami.
Un empujón. Solo uno. Uno pequeño.
*
Las mañanas huelen a vainilla. Los días no zumban; flotan.  Las escaleras son infranqueables, y yo no la puedo cargar. Mi madre no puede poner un pie enfrente del otro. Su cuerpo se resiste al movimiento, sus músculos tensos guardan reposo sobre la cama llena de ropa recién doblada. Me siento en la cabecera, y tejo una bufanda para hacerle compañía. A veces tiene sed y le acerco un vaso para que dé sorbitos. También deslizo mi uña sobre su piel ocre. Ella ni siquiera se da cuenta. Sus ojos se clavan en las vigas del techo.
Ayer coloque una cinta amarilla en su cabello, se ve bonita. Creo que ella me agradece, pero no puedo descifrar sus labios. Le digo que no se preocupe, las mejores amigas siempre se cuidan. En la noche cierro con cuidado para no despertarla, subo las escaleras, y me pruebo el vestido rojo frente al espejo.