DIEGO ORTIZ VALBUENA -COLOMBIA-

PÁGINA 16

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Cuentista. Magíster en Comunicación Educación de la universidad Francisco José de Caldas, de Bogotá. Fue asistente de investigación del semillero Filosofía y Cultura Popular (2013-2014) y director del semillero de investigación “Filosofía y Cultura Pop” (2014-2015), de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá. Es coordinador del Club de Lectura de Ciencia Ficción Un Mundo Feliz, adscrito a la Red de Talleres y Tertulias del Ministerio de Cultura (Relata) desde 2020, en modalidad virtual. Ha impartido talleres de escritura creativa desde 2011 de manera independiente y con el Instituto Distrital de las Artes (Idartes). Integrante del Burdel Poético Bogotá. Actualmente colabora como editor. Es director del Colectivo No Escritores. Sus cuentos han sido publicados en portales web como Revista Literaria Trinando, Letras & Poesía, Revista Monolito y Página Salmón, entre otros. Otros de sus cuentos aparecen en las Antologías Relata de los años 2012 y 2019, Ganador del Premio Distrital de Cuento Ciudad de Bogotá (2014) y del del XXXVIII Concurso Nacional Metropolitano de Cuento (Barranquilla, 2015).
 

AUTOR PARTICIPANTE EN LA ANTOLOGÍA DE NARRATIVA DE TRINANDO SÉPTIMO ANIVERSARIO
 

LUCKY LOSER

 
Perder es ganar un poco.
Francisco Maturana
 
¿A usted le gusta el tenis? A mí me encanta. No, no de toda la vida. Empecé a ver algunos partidos cuando conocí a A. Era un apasionado y devoto de Roger Federer. Llegó a comprarse unas muñequeras iguales y la raqueta que usó en Wimbledon. Un fantoche. Pero eso no importa. Cuando iba a su apartamento siempre estaba en ESPN y fue en esa época en la que Roger lo ganaba todo y parecía imbatible. Un día le dije a A que Federer me caía como un culo. Que era un niñato prepotente, arrogante, se le notaba el arribismo suizo en cada gesto que hacía cuando rompía raquetas y cuando ganaba aplastando a sus contrincantes. Claro, Roger también fue un niño que hacía pataletas. Vea que tampoco era El Rafa cuando apareció como el musculoso Robin Hood que venía a recuperar lo que le pertenecía al pueblo. Esos capri y las camisetas manga sisa, qué cosa tan funesta. Eso sí, me divertía ahí en la sala de A cuando Rafa derrotaba al Roger y me decía que ganaba porque le pegaba más duro a las pelotas. Yo le hacía barra al manacorí por el simple hecho de que le rompía las bolas al Roger. Insisto, no fue por ninguno de ellos que me enganché. Fue por los perdedores.
La semana pasada estuve en la premiación del Concurso Local de Cuento. Fue en la Biblioteca Central y estuvo hasta el perro. Alcaldesa, Secretaria de Cultura, Vicepresidenta, La Vaca Sagrada (parecía que no salía a la calle en años), el ganador del año pasado, hasta los Poetas de la Izquierda sin Centro. Es una metáfora que al día de hoy nadie entiende. Eran cinco finalistas. Esa noche solo una persona saldría en los hombros de las letras capitalinas. De ahí yo conocía al Cuentero Sin Nombre, a la Escritora Eternamente Emergente y había escuchado del Cuentista Metafísico. Los otros dos era la primera vez que me los cruzaba en evento alguno. Un tipo viejo, canoso, arrugado como el traje de sastre que llevaba puesto; y una niña, porque no le puse más de quince. Obviamente tenía más, a menos que la palanca ya influya hasta ese punto. Me hice al fondo, cerca de la salida porque apenas anuncian la ganadora o el ganador, la estampida siempre es atroz. Dice el mito urbano que, en la última entrega del premio a finales del siglo pasado, la decepción fue tal que en la puerta murieron aplastadas cuatro personas. No tengo dudas, pero tampoco tengo pruebas. ¿Cómo fue ésta? Le puedo decir que larga y flácida. Cada burócrata aprovechó sus quince minutos de fama y los transformó en cuarentaicinco minutos de verborragia institucional, de porcentajes de éxito de nuevos lectores, de más bibliotecas, de menos drogadictos. No le niego que casi me agarró el sueño. Mientras la Vicepresidente enunciaba los logros de la extracción de petróleo y su beneficio en la literatura local, me quedé observando al Cuentista Metafísico.
¿Sabe usted quién es Mikael Ymer? ¿O Luca Nardi? No, no escriben, no que yo sepa. Aunque Nardi podría cosechar una buena carrera como poeta con ese nombre y quizás escribir versos flojos, aunque sentidos. Ambos son tenistas. Profesionales. No crea, participan en muchos Challenger y en torneos 250. Eso sí, no pasan de las primeras rondas. Eso es lo mismo que si usted y yo nos inventamos un torneo de sumo y lo llevamos a cabo en el salón comunal de su conjunto. Los incentivos que reciben apenas cubren el costoso transporte. Muchas veces quedan debiendo las comidas o las toallas. No se equivoque. Esos jugadores viven muy bien. A ver le cuento. No tienen el ranking suficiente para entrar a ninguno de esos torneos. Cuando es un Gran Slam les dicen que pueden participar, pero deben jugar partidos previos al torneo mismo. Es como si a usted le dijeran que va a correr los 100 metros planos, pero debe arrancar 50 metros más atrás. Créame, son malos, son pésimos. Hay otros aún más abajo de estos dos que no entrenan, que ni siquiera tienen entrenador, no pueden pagar una aromática de frutas en el Café Francés, no tienen pelotas. Lo que hacen es rebuscarse lo del pasaje, viajar diez mil kilómetros y ganar dos partidos y perder uno.
Todos se visten lo mejor que pueden. Los burócratas están obligados. Los concursantes, no. Aun así, se perfuman, llevan chaqueta de cuero, corbatas de lujo, incluso los que se ven despeinados han diseñado esa dejadez con horas de antelación. Usted se encuentra al Cuentista Metafísico en la calle y lo invita a un tinto. Es flaco, muy flaco, más bien bajito, menos que usted o yo, y eso ya es mucho decir. Apenas se le ve la cabeza cubierta con ese gorro de lana motoseado destacando del espaldar de la silla. Se la pasa mirando a lado y lado como esperando que alguien de seguridad entre y se lo lleve cargado por obstruir la cultura. Desde que entró ya sabía que no iba a ganar. Usted dirá: ¿qué hace ahí, entonces?
Ganar dos y perder uno. Es todo lo que necesita. No, no entra al cuadro principal. Está dispuesto a regresar a su patria con la raqueta entre las piernas. Algo los caracteriza: son pacientes y perseverantes. El mismo día que se da inicio de manera oficial al torneo, es decir, los jugadores del cuadro principal, los que llegaron directamente o ganaron tres partidos se van a enfrentar, nuestro
Nardi, nuestro Ymer está sentado sobre las maletas aún con las bermudas y los tenis puestos. Usted no me va a dar crédito por lo que le voy a decir: están esperando un milagro. Una de cada veinte veces, es decir, en uno o dos torneos al año, alguien del cuadro principal se enferma, se tuerce ambas muñecas, lo denuncian por apuestas ilegales, se deprime, se le vence la visa, se muere y deja un espacio en blanco que tiene que ser llenado. Como una moneda en una alcancía, ahí entra Ymer. Ahí toma el avión Nardi.
El premio lo ganó la Escritora Eternamente Emergente. Ya era bueno. Lo intentó durante quince años seguidos. Pueden ser más. Tiene más libros publicados que el resto de participantes juntos. Algunos pagos, otros por recomendación. Plata es plata, eso no me lo puede negar usted. Precisamente usted. Subió al estrado. Lloró. Gimoteó. Casi deja caer el cheque que le pasó la alcaldesa. Hizo como si fuera a vomitar. Una gringada. No tengo ni idea lo que dijo. Habló al menos veinte minutos. Me quedé mirando al Metafísico. Se levantó para aplaudir sin hacer mucho escándalo. Apenas lo decente. Se quedó de pie más que el resto. Se movió seguramente pisando varios callos literarios. Se sentó en el puesto que dejó la Emergente. Parecía inerte. Me lo imagino aguantando la respiración. Hasta que sucedió. Se le sentó al lado la secretaria de Cultura. Se miraron y se sonrieron. Y no me lo va a creer: el Metafísico se quitó el gorro. Se miraron a los ojos como firmando un documento invisible.