MARÍA DEL CARMEN MACEDO ODILÓN -MÉXICO-

PÁGINA 17

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Bibliotecóloga, egresada de Creación Literaria (UACM) y estudiante de Lengua y Literaturas Hispánicas (UNAM). Parte del consejo editorial de la revista Palabrijes, el placer de la lengua (UACM) y miembro del Comité Matriarcadia, organizador de “Imaginarias”, Premio Nacional para Mujeres Cuentistas de Ciencia Ficción 2022. Ha publicado en cinco antologías de cuentos para adolescentes de Editorial Escalante y IV antología de cuento de Escritoras Mexicanas, así como en revistas y espacios literarios y académicos como: Ágora (Colmex); Palabrijes (UACM); Resiliencia (UACM); Acuarela humanística (UAEM); Punto de partida, (UNAM); LIJ Ibero, Revista de Literatura Infantil y Juvenil (IBERO); Zompantle; Nocturnario; La Coyolxauhqui; Retruécano; Soflama gabinete; Taller literario Ígitur; Subversivas; Lunáticas MX; Especulativas MX; Cuentística; Alcantarilla; Tábula escrita; Red Universitaria de Mujeres Escritoras; Clan de letras Elementum; Círculo literario de mujeres, Cósmica fanzine; Katabasis; Espejo humeante; Extrañas desveladas; Elefante azul; Pirocromo; Granuja; Pérgola de humo; Páginas Salmón y muchas más. Huidiza, noctámbula y loca de los gatos.
Obtuvo el tercer lugar en el Premio Nacional al Estudiante Universitario 2022 en la categoría Relato Luis Arturo Ramos organizado por la Universidad Veracruzana con el texto “De noche a noche”.

 
 

AUTORA PARTICIPANTE EN LA ANTOLOGÍA DE NARRATIVA DE TRINANDO SÉPTIMO ANIVERSARIO
 

EL INCINERADOR


El candado de hierro estaba abierto y colgaba de la armella oxidada del portón. Dos golpes a la madera húmeda no obtuvieron respuesta. El molinero, a bordo de su carreta, miró a una joven que golpeaba la puerta de la casa más alejada del pueblo. Intentó llamarla, pero vio cómo la muchacha retiraba el candado y se escabullía en el hogar del incinerador. Como no la conocía, el molinero agitó las riendas y siguió su marcha.
—¿Señor mío?, me han enviado a su servicio. —Elizabeth Ziegler recorrió el suelo de tierra y miró una pila de sacos de harina arrumbados contra los muros. Cruzó la estancia y salió al patio donde las gallinas llenaban el piso de excremento. Más al fondo, había una bodega, Elizabeth abrió la portezuela y el crujir de las tablas le recordó al grito del cerdo cuando le es cortado el cuello. El incinerador no levantó la cabeza del suelo al escuchar los pasos de la chiquilla y tras un resoplido, se limitó a tronar los dedos para que volviera a cerrar.
—El tiempo es oro, niña. Acepté recibirte en mi hogar por caridad, y porque el trabajo nunca para, ¿hueles? —Elizabeth levantó su faldón sucio por los desechos del piso.
—A gallina, señor.
—No, que si sirve tu nariz, no importa, siéntate ahí.
Elizabeth se acomodó sobre un banquito de madera que se usaba para ordeñar a las cabras. Miraba a su interlocutor de pie frente a una gran mesa, ante una mortaja fúnebre. 
—Mira niña… —El incinerador adoptó un aire de predicador y empezó a declamar—. Tengo aquí un vulgar cadáver y en un abrir y cerrar de ojos lo convertiré en insignificantes cenizas, polvo… como el que te constituye a ti, a mí, y a todo el planeta que nos encierra; tierra, donde podrían crecer los gusanos, desechos como… bueno, ya me entendiste. En fin, esta criatura que infortunadamente nos acompaña, no conoció el regalo de la sepultura.
 El incinerador separaba la tela de su materia prima, con toda delicadeza como si despojara un fruto de su cáscara. El aroma era peor que cien gallinas excretando al mismo tiempo y Elizabeth se cubrió el rostro con la orilla de su delantal, tratando de bloquear el aroma a descompuesto.
—Toma mi pañuelo. —El incinerador le tendió un paño tieso por el uso y Elizabeth tuvo que aceptarlo—. Yo no huelo ya, cuando heredé el trabajo de mi padre, agarré una aguja grande y me cosí la nariz. —Dejó salir un resoplido grande, tomando aire por la boca para hablar—. Lo recuerdo como si fuera ayer: el metal entraba y salía en mi carne, y yo escuchaba cómo tronaban los cartílagos cuando la aguja hacía un hoyo nuevo, luego me desmayé y desperté con sangre y pellejos en la mano, hasta que me quedó este gancho en medio de la cara. —Las manos del hombre acariciaron el rostro purpúreo e inflamado del occiso—. A este lo sacaron del lago y sigue hinchado… Pues hay que quitarle la ropa y todo lo que no va a volver a la tierra: telas, metales, cuero, oh, mira, llevaba un pendiente en la oreja, seguro era un marinero, oh, se le acaba de caer.
Elizabeth preguntó si no era malo poner algo tan sucio en su mesa y si acaso el muerto no habría contraído la peste o una enfermedad similar.
—Mi niña, cuando los hombres mueren, los espíritus negativos abandonan su cuerpo tras ser este reclamado por Dios. Solo queda la pulpa del hombre sin alma, como un caparazón vacío. —Empujó el cuerpo para deslizarlo sobre una pala y de una pieza lo adentró en el horno de barro—. Tenemos que esperar hasta que se ponga el sol, pero cuando se escuche el canto de sueño del gallo, hay que abrir la puerta para poder darle la vuelta al cuerpo, como si estuviera haciendo pan. Elizabeth no pudo sacar de su mente la idea de una hogaza hecha de aquel cuerpo, y se prometió que como desayuno ya solo podría aceptar un cuenco de leche.
Luego de un inesperado canto del gallo, el incinerador abrió la puerta del horno, metió la pala y de un movimiento revolvió el contenido. Afuera oscurecía y el hombre sacó lo que parecía un montón de mugre y huesos. Añadió que debía ver con detalle, porque en ocasiones los cadáveres ocultaban tesoros. Revolvió las cenizas con un madero y de vez en vez escapaba alguna chispa. Apartó un diente y un anillo de oro. Se rio satisfecho, dijo que la tierra no necesitaba esa clase de ofrendas, incluso si el marinero había preferido tragarse la joya a que sus perpetradores la obtuvieran. La muchacha miró el anillo cubierto de hollín y pensó que Dios la reprendería por presenciar el robo a un muerto. Quiso protestar, pero el incinerador mencionó que lo siguiente era su momento favorito. Descolgó de la pared una olla y en ella vertió los huesos, los limpió con una escobeta hecha con ramas y luego los llevó a un gran yunque para terminar de destrozarlos con un mazo. El hombre resoplaba cada vez más como si fuera poseído por aquel polvo mortuorio. Su frente chorreaba sudor y necesitaba dar bocanadas más grandes, los trozos saltaban del impacto y el polvo se quedaba en la olla.
A la luz de las velas, el incinerador extendió sobre su mesa un trozo de lana y ahí vertió las cenizas, juntó las puntas de la tela y las ató en un pequeño bulto.
—Mi señor, ¿entregamos esto a la familia del muerto? —El hombre le quitó el pañuelo a Elizabeth y con él se secó el rostro. Dijo que el miserable no pertenecía al pueblo, por eso… le sucedió lo que le sucedió.
—Hay que desconfiar de los forasteros… —El incinerador se levantó, la flama de la vela se sacudía y en la pared se proyectaban sombras inquietas. Se acercó a Elizabeth, la huérfana y desconocida Elizabeth, y con su mano ennegrecida acarició el rostro de la chiquilla. —Nuestro cementerio es solo para los feligreses y por ello el pueblo de Meiham es famoso, porque nunca sucede «nada», discreción total, como manda el rey.
A la mañana siguiente, Elizabeth debería ordeñar a las cabras y recorrer los gallineros. Sobre el suelo terroso, las gallinas picaban los restos de trigo y sobras de la cena. Dos aves, más grandes y negras que el resto, rascaban insistentemente sobre el ahora vacío pedazo de lana. «Discreción total», como mandaba el rey. Afuera de la bodega del incinerador se hallaba recargado un costal más, de cuyas rasgaduras se alcanzaba a distinguir la tela de un delantal.