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PÁGINA 18

JESÚS ANTONIO GUTIÉRREZ RODRÍGUEZ -COLOMBIA-

Licenciado en Letras de la Universidad del Valle -UNIVALLE- de la ciudad de Cali -Colombia-
   
Obras: Cuatro textos inéditos (dos de relatos y dos novelas en proceso), cuentos publicados (año 2021) en varias revistas digitales y textos impresos de México, En Sentido figurado, Chile, antología, Lugares Imaginarios (impreso), Bolivia, Miscelánea literaria, Perú, Albores Caipell, Ecuador, Rincón Poético, video YouTube, Colombia, Arrierías, España, Mundo Escritura (poesía), Letras como Espadas y Comunidad Tus Relatos (poesía Haikus, impresas). Y revista literaria Trinando.

 
 

AUTOR PARTICIPANTE EN LA ANTOLOGÍA DE NARRATIVA DE TRINANDO SÉPTIMO ANIVERSARIO

 

DESVELO

 
 
      Es domingo. He callejeado todo el día, abrazado por una canícula inclemente, sus rayos los he gambeteado a ratitos, bebiendo sorbitos de un botellón de agua y sentado bajo los paraguas de varios árboles frondosos. Después de esta provechosa caminata que reanima mi cuerpo y espíritu, he llegado a casa con el prólogo de la noche.
   Mirringo sale cariñoso a mi encuentro. Siempre me espera detrás de la puerta principal del apartamento. Le acaricio su cabecita. Los demás residentes no están. Mi sister debe estar en sus quehaceres universitarios, pues a veces asiste los fines de semana. Uno de mis dos brothers debe de estar en la tienda de la esquina hablando cháchara con el tendero, el otro, tirando chancleta por los almacenes de la calle más comercial de la ciudad. Mi sobrino, hijo de este último, quién sabe por dónde andará.
     Al pasar la puerta, lo primero que hago es meterme a la cocina porque chirrea mi panza. Pongo la arepa en la parrilla. Apenas está bronceada, le echo un poquitín de sal, mantequilla y encima una tira de queso. Este último bocado es la cena, leves ingredientes para que mi tripa comilona descanse durante la noche, después de camellar con los alimentos durante el día.
     La cena no la saboreo en el comedor, la trasteo para mi cuarto. Mirringo me sigue, se acomoda al pie de la cama. Empiezo a ejercitar las mandíbulas, pero en ese ejercicio cotidiano, me doy cuenta de que he dejado la ventana abierta, pifia de olvido inexcusable, pues siempre la cierro antes de salir.
     Mi materia gris a veces toca los límites de lo irregular. Esta distracción se la achaco a mis luchas tenaces durante la noche, que me despistan de algunos deberes cotidianos. Un poco diferente durante los fines de semana, cuando no salgo a la calle y me quedo en el apartamento. La cierro, tipo cuatro de la tarde si el día se asoma templado o frío, y si la canícula se avecina implacable.
     Esta acción tiene como objetivo central mermar la visita de mis tenaces «mompitas», aunque sé de memoria que alguno estará en mi cuarto desde la noche anterior o ha hecho su morada de por vida, rascándose la panza hinchada de sangre por la chupada gratiniana. Lo grave es que de pronto no esté solo sino en gallada, y en este momento estén tejiendo de nuevo sus asaltos nocturnales. 
   He pensado en sellar la ventana, pero quién se aguantaría el olor a indigente, fusionado con el sudor de mis recorridos que ejercito tres veces a la semana. Los dos elementos anteriores también se embolsan en el recipiente ovalado de plástico, donde hace sus necesidades fisiológicas mirringo, mi gatito.
     Y para redondear la secuencia, mi sister entrará en puntitas de dedos, y exclamará:
     ―¡Esta pieza huele a basural de ciudad y a toda su descendencia!
     Y aunque clausurará la ventana, seguro que estos cénsales con sus apéndices alargados y tubulares, buscarán atajos benéficos para chupar mi sangre e incomodar sin piedad mi vida onírica que no alcanzo a disfrutar como debe de ser.
     Cierro la ventana, aunque ya es demasiado tarde. Debería de dejarle abierta de par en par, y que entren y me fastidien cuantos bichos lleguen. Algunos los ha cogido la tarde y los veo tocando el vidrio de mi ventana.
     En medio de un silencio marrullero, me pongo mi piyama de motivos fantasmales para intimidar. Pero este giro es un convencionalismo clásico que no hace ni cosquillas. Miro los cuadernos por si hay algunas tareas para mañana en el colegio. Es una rutina de revisión, es el último elemento de un trabajo escrito, el sábado cumplí con esos objetivos de responsabilidad académica. Luego enciendo la pantalla, simultáneamente le doy a las teclas de mi cerebro electrónico. Los ruidos suaves de los botones se fusionan con los miaus de mirringo, que ha dejado su calma, pidiéndome primero su alimento, luego le abro la puerta, sale para irse a encaramar al sofá de la sala, a través de la ventana, se pone a filosofar con el transcurrir de la noche mientras se decide meterse en ella.
     Hasta aquí son ruidos que no me enfadan. En mis piernas desnudas siento que merodea un bicho volador, trato de espantarlo abanicando una de mis manos, al sentir el acoso, él cambia de ruta, lo veo dar vueltas en mis orejas, luego dibuja el movimiento de su sombra en las paredes.
     La falta de sueño de la noche anterior y los semisueños del día se entrepiernan, empiezo a cabecear. Apago mi cerebro electrónico, organizo la cama, coloco mi occipital derecho sobre las almohadas dobles. Rezo de lado e ingiero una pastilla para dormir, que con este panorama en vano es su efecto. Como refuerzo, empiezo a contar las ovejitas. Sí, ovejitas, no entro a polemizar. Para mí no es enteramente un cuento. A veces ha sido un estimulante en épocas invernales, cuando el sueño quiere rebelarse y ciertos bichos voladores no son frecuentes.
     El conteo de ovejitas y sus balidos, se ven interrumpidos por abrir de puertas, voces, olor de asado de arepas y fritar de huevos, cucharas en el comedor. Finalmente se cierran las puertas de sus aposentos. Retomo el conteo de las ovejitas. Cierro y abro los ojos, sin lograr plenamente mi propósito.
     De pronto unas puntiagudas uñas rasguñan la puerta. Es mirringo. Me levanto resignado. Abro el rectángulo vertical de madera. Ni modo de regañarlo. Se sienta elegante en la mitad de la puerta, me mira con ternura, esperando quizás que le diga, siga jovencito. Suavemente entra. Ajusto de nuevo la puerta. Me tiro al colchón, él sube a la cama, se acerca con sigilo a mis oídos y empieza a runrunear. Yo lo mimo, el alza la cola de peluche. Luego Intento entrecerrar los ojos.
     Mirringo se queda un buen rato mirándome. Luego oigo que baja de la cama de un solo brinco y empieza a maullar. Me levanto, le abro la puerta. Sale un rato. En seguida vuelve a tocar con su peculiar manera. Se la pasa yendo y viniendo, toca seguirle la corriente. Al final, cambio de táctica a esta secuencia lúdica. La puerta la dejo un poquitín abierta para que haga sus caminatas, creo que ha heredado mis nervios, y con plena libertad, pero al mismo tiempo, sin querer, abro espacio para que también entren, sin esfuerzos, mis infatigables cénsales.
     Aunque algunos se han colado por la ventana, podría decir que son refuerzos. Esto no son conjeturas, pues las corroboro con la serenata de zumbidos que forman en el avanzar de la noche. Mirringo, sin querer, ayuda a fortalecer el preludio de mi insólita pelea. Luego, uno que otro sonido e irritante empiezan a rondar el cuarto.
     Trato de envolverme con la cobija de pies a cabeza, tal vez así amortigüe un poco la incomodidad, pero es un intento de medio pelo porque destapo mi cabeza, con un ojo cerrado y el otro abierto, veo una pequeña silueta voladora que me guinda discreta, una y varias veces, es el campanero de la gallada. Después él, en forma personal, iniciará el ataque o avisará a su gallada.
     Apago el bombillo. Reina un breve silencio y empiezo a cerrar los ojos. En ese instante, tal vez pensando que estoy dormido, se acerca demasiado, ensayando aterrizar en mi cara con un zumbido fastidioso, sinónimo cuando uno entrar a un espacio odontológico. Aquí entra a jugar mi primera maniobra de ataque y que es la mejor defensa, estrello la palma de una mano en la otra, a ciegas por la oscuridad, un aplauso fanático musical, con la intención de aplastarlo.
     Luego hay un silencio tensionado. Pasan unos minutos, pienso que logré eliminarlo, pero oigo de nuevo su zumbido burlesco. Entonces uso mi segunda artimaña, prendo el bombillo sorpresivamente, no dándole tiempo a que se esconda, pero el pasmo es mío porque lo pillo, no sólo a él sino a una galladita, pegada en la pared, fresca, embarazada de sangre. Mis manos aprovechan para estampillarla, quedan las manchas de sangre esparcidas a sus anchas, quizás imágenes de dicotomías surrealistas. Esta acción es buena pero inconclusa, pero pienso que he mermado en un 80% el volumen de sus ataques. Ahora sí, a contar ovejitas.
     Por fin el esquivo encuentro con mi sueño. Pero el interludio de paz se destiñe de su brevedad. Oigo un zumbido más fuerte y guasón. Los otros silbidos deben de estar cavilando. La mohína crece poco a poco. Pienso que para mí es más mortificante guerrear contra uno solo que contra varios, por lo de variado, y como lo dije anteriormente, ejecuto mi tercera táctica de justificación, apago de nuevo el bombillo sin hacer demasiada bulla, asumo la clásica posición de la mantis, pero en forma acostada y bocarriba, mis manos arropadas por la cobija de lana suave que llega a mi cuello, espero trenzando los dedos, a veces el cínife llega rápido, otras veces se demora, pero llega.
     No hay necesidad de llamarlo a lista. Por fin siento que está parado en algún lugar de mi pista facial, entonces mis tenazas lanudas, envueltas en la cobija, con sorpresa, caen en mi cara, la refriego varias veces en forma circular, horizontal y vertical. No oigo sonido peculiar alguno. Creo que lo he pillado por fin. Espero confirmarlo. Pero la tregua es profanada de nuevo por el chiflido volador del encarnizado chupasangre.
     Pienso en el cuarto enviste, el más clásico, bien caro para el bolsillo, rociar el aerosol tóxico mata bichos voladores y rastreros. Habrá una masacre mientras dure el efecto del líquido, pero después, los sobrevivientes y sus herederos volverán con mayor ímpetu, quizás vengativos, pues se pueden hacer inmunes a los venenos como pasa a muchos en la vida animal, además es muy tarde para hacerlo.
     Lo grave de este modo es la tos terca que, con las huellas del líquido desparramado y absorbido, posteriormente con los años maduros y viejos, sus efectos pueden conducir a una enfermedad terminal. De manera pues que decido una operación de más envergadura, no peligrosa. Prendo con rabia el bombillo, me deshago de la cobija a un lado, me siento en la cama a lo indio, con las manos alertas y espero. El bicho tarda en venir, tal vez enceguecido por la luz intempestiva. Comienza la confrontación, ronda mi cara varias veces, mis manos, a pesar de movimientos ágiles, no atinan en el blanco, resuelvo bajarme con cuidado de la cama y perseguirlo como loco hasta estrellar mi cabeza en alguna porción de la pared. Mi cuarto se convierte en ruidos que perturban la noche. De pronto, en la puerta se escuchan toques, pero no de cínifes, ni de Mirringo.
    ―Oye, hermanito, ¿qué pasa. Tu pieza parece a una gazapera de galería —dice mi sister, la monita, como sonámbula, con los ojos entrecerrados.
     ―No ―respondo―, es un bicho volador que me la tiene velada, y parece que ya tiene su aeropuerto aquí en mi cuarto, y estoy tratando de darle su merecido.
     Anoto que esta frecuencia es terca. Ella lo sabe. La pregunta es burocrática coloquial, lo mismo que mi respuesta. Vaya qué cotidianidad.
     ―Mira, trata de arreglar pronto la vaina porque también soñamos— aclara finalmente mi sister.
     ―Listo ―respondo.
La acción baja su volumen, el insomnio, acompañado con retazos de sueño, se alarga hasta el amanecer. Durante el día hago siestitas, pero otro violero aprovecha y llena su panza. Es tan descarado que ni siquiera respeta los rayos solares. Si el problema es una manada, ni para qué echar el cuento. Decaído durante el resto del día, no importa el espacio donde esté, especialmente en el colegio, esbozo nuevo ardides para la noche que viene. Hay varios que me llaman la atención por originales y mortales paras mis tenaces estorbos del sueño, uno es volverme domesticador de arácnidos, traerlos para decorar extravagantemente mi cuarto para que ellos no tengan escape en sus redes, otro, es sufrir una metamorfosis integral, pájaros, murciélagos, arañas y libélulas, luego entrar en sus territorios invernales de refugio, donde se reproducen en los charquitos formados por las lluvias, agua que no corre, y así por fin aniquilar estos representantes de los culícidos.
     Me gustaría juntar estas dos opciones, ponerlas a funcionar al mismo tiempo, pero tengo mis dudas. La primera es sinónimo de abandono, de pronto caigo en las redes de la desesperación y la segunda va más allá de normal. A las anteriores debo agregar una de antaño, de la época de la vela, y en algunos lugares del campo todavía se usa el toldillo. Es buena. La recuerdo de niño en la finca, aunque no me importaba los zanquilargos. Aquí también hay un inconveniente, quién se aguantaría el calor y el festejo de sus ronroneos pegados en la parte externa del toldillo pidiéndome que les abra paso. Menos podría mediar el sueño.
     Mi última opción sería cambiar de hogar en un espacio más poblado, donde sólo exista un jardín y antejardín, sembrados de jazmines, rosas, sin pocitos de aguas, al menos para que se dormiten con sus olores balsámicos o irme para otra ciudad o pueblo de clima frío (o mejor buscar un lotecito en alguno de los dos polos), donde no se asomen ni por curiosidad, no sean semillero de futuras proles. Pero hay dos trabas, primero el tema afectivo, el apartamento es usufructo familiar, es el único espacio en que he vivido y lo amo sin reposo, el otro es mi salud, difícil acondicionarme al clima, no soporto el frío a pesar de mi juventud, también sufro de venas várices, un poquitín de artritis, herencia de mi madre. Además, pienso que, en ese coroteo, material y espiritual, ellos se vayan conmigo o tengan familiares al lugar donde vayan, parece que estos bichos se ajustan a todos los climas, a pesar que son de clima cálido. De manera pues que quedan nulos estos planes. Mi camino no es adoquinado sino pétreo, pero hay algo positivo, lo considero importante, la manada de violeros que asaltan mi cuarto son normales, no son anófeles, ni los de patas blancas, que son los verdaderos transmisores de un masato mortal: dengue, fiebre amarilla, malaria, la encefalitis... 
     Mientras mi materia gris busca otras artes de luchas, defensas, al menos para atenuar un poquitín el ataque de mis latosos inquilinos, aunque me parecen inútiles ya que son males endémicos de estos climas tropicales. Sumado a eso, los viejos y nuevos químicos, sus efectos son pañitos de agua tibia, los violeros y yo, seguiremos siendo los mismos actantes opuestos, familiares, vecinos, incómodos que no se quieren, pero viven juntos, nuestras riñas son estas secuencias lúdicas.
     Los respiros que tengamos son calmas efímeras, y nos tonifican para volver a iniciar cuando llegue de nuevo la canícula cruda, también librar la lucha en las épocas lluviosas porque en ellas tampoco hay venia para cerrar mis ojos, echarme con plenitud una buena cobija de lana, y así mandar para el mismo carajo mis insomnios.